El antropoide, de Fernando Parra Nogueras

 Divertimento intertextual

Tras el largo paréntesis provocado por el tomazo de la Grandes comentado más arriba, vuelvo a 80 Mundos, a visitar a mis libreras. Llevo mi lista, pero me dejo aconsejar y cargo con tres volúmenes de golpe. Esta vez es Carmen la que me sugiere que me lleve un título que no he oído nombrar, de un autor para mí desconocido. El gusto de dejarse sorprender de la mano de alguien en quien confías es muy incitante. PARRA NOGUERAS, FERNANDO. El antropoide. Barcelona: Editorial Candaya, 2021; 281 págs. Una auténtica novedad esta vez. Y como el aspecto externo de los libros es importante, señalo aquí que la cubierta viene ocupada por una obra del exquisito prerrafaelita John W. Waterhouse, titulada "Hylas y las ninfas", bellísima y cuidada reproducción, además de las páginas de respeto en negro mate elegantísimas. 

Fernando Parra (Tarragona, 1978), ya había publicado antes otra novela, Persianas (2019), que me pasó desapercibida también, a pesar de quedar finalista en el Premio Azorín. Es profesor de Lengua y Literatura y crítico literario, lleva adelante un blog cuyo encabezamiento, Cesó todo y dejéme,  resulta muy explícito en cuanto a intenciones y estoy convencido, tras la lectura que he finalizado, de que su bagaje librario es extenso y bien asimilado. La columna que publica en el Diari de Tarragona ya da pistas de cuáles son sus referentes, "El cura y el barbero" se intitula. Una antología suya, que se anuncia próxima, indica también el valor que le da a la escritura: Acogerse a sagrado. La literatura como salvación. Siendo catalán, su castellano es tan cuidado que no he logrado pillar ni uno de los latiguillos empleados por los bilingües de allá, ni esos catalanismos del tipo "¿qué me explicas?" en lugar de "qué me cuentas"; otro charnego al estilo de Marsé o Cercas. Esa ha sido una de las primeras sorpresas al inicio de la lectura, un español prístino, tremendamente literario, barroquísimo, que hacía mucho tiempo que no tenía delante. Bien es cierto que pronto se da uno cuenta del tono irónico superlativo, muy cervantino a veces, que el escritor ha decidido emplear. Y valga esta primera cita como muestra de ambas cosas: "Que si crápula, que si libertino, que si depravado y vicioso y disoluto y calavera, pero ni una sola palabra malsonante, doña Julietamaríamoliner" (pág. 29).

Un treintañero de familia bien y de formación académica brillante es "desterrado", debido a un oscuro affaire que ha tenido, y gracias a un enchufe familiar, se ocupará de corregir la sección de anuncios por palabras. Como un nuevo Dr. Jekyll y su némesis, que es él mismo, Me Hyde, el pobre Eduardo se enamora de una secretaria del diario, Cloe, ante la que quiere mostrarse como un "hombre nuevo y redimido" (pág. (85); y ante la imposibilidad de alcanzarla, se dedica a desatar su lado más oscuro en noches imposibles y secretas que lo dejan exhausto y culpabilizado a más no poder. No hay límites para su lubricidad, para su pulsión sexual, sin hacer distingos en el sexo, la situación de sus presas o los lugares donde desplegar la cetrería. Su malestar es tan grande que tiene la sensación de "no encajar en ninguna parte, estar de prestado en el mundo" (pág, 61). Y así, "el único lugar en el que Eduardo se reconocía seguro: el de la palabra" (pág. 54). Y aunque se sienta mal por lo que hace, es consciente de que "el animal que somos no responde  a la culpa. Es el impostor instalado en nuestro cerebro quien lo hace" (pág. 185).  De este modo, el antropoide del título, "sociópata atrabiliario y misántropo" (pág. 211) según su psicólogo, se enseñorea de todo su ser haciéndole cometer auténticas locuras, aunque piense que "quién es nadie para juzgar la forma en que uno busca la felicidad" (pág. 202), teniendo en cuenta además que en nuestra sociedad "no se puede expresar el deseo abiertamente" (pág. 213) sin ponerse uno en peligro de ser por lo menos señalado.  Y el lector ha de acompañar al personaje en su proceso de degradación vital, en un mundo que es "un vacío abisal, un lugar sin propósito, un espacio onírico e incoherente, difícil de comprender, sin derrotero cierto, absurdo" (pág. 244). 


Con todo lo dicho, el autor creo que deja claro que la anécdota narrativa, en la que el narrador omnisciente plantea unas prolepsis sorprendentes que luego se explican,  no es más que una excusa para desplegar un auténtico castillo de fuego verbal, un divertimento intertextual, "aquella suerte de primer cortejo metaliterario" (pág. 76), que disfrutarán más quienes sean capaces de establecer las referencias. Y la verdad es que las clava, por lo oportuno de la cita, o por la ironía con la que son traídas a colación, lo que las hace aún más divertidas. Un ejemplo extremo es la transformación que experimentan los anuncios clasificados por palabras que él decide "mejorar". El barroquismo con el que cuenta el primero de sus devaneos imaginativos en el tren, proyectado en "el cinerama vertiginoso de su mente" (pág. 13), ya pone sobreaviso de lo que uno se va a encontrar si decide seguir leyendo.  Estamos ante una auténtica "poética" que bascula entre lo refinado y lo vulgar: "Los sonidos [...] son los jodidos latidos del cosmos" (pág. 37); la sordidez y el patetismo de lo que cuenta viene filtrado por el tamiz de la Literatura, desde las jarchas, a la mitología, pasando por el locus amoenus y desde luego, Cervantes. Quien no la comparta no será capaz de entrar en el juego. La profusión verbal aparece en una adjetivación rica y precisa: "Entregado a la dulce y sedante muerte del sueño" (pág. 221); lo que unido a un juego metafórico sutil acaba componiendo una "silva de varia lección", que diría el otro. Un par de ejemplos: "El cielo palidecía ya, desmenuzando la noche en retales tornasolados" (pág. 98); o bien, "Cuando el sol retiene a las ciudades en el tiempo y las fosiliza unos minutos en el ámbar pasajero" (pág. 250). Azorín y Miró vienen citados en los paratextos de la contracubierta. A mí me han hecho mucha más gracia las referencias a los clásicos del Siglo de Oro, por la desvergüenza con la que son traídos a colación, junto a Matrix o Palito Ortega. Creo que, incluso sin localizar esas referencias, la novela se lee con agrado por el desparpajo con el que su autor se maneja y con un punto de inquietud al ver asomar tras la página siguiente a nuestro propio antropoide.

José Manuel Mora.

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