Literatura iraní, una literatura exótica: El reflejo de las palabras


Casi de las Mil y una Noches...

Lo del exotismo del título de la entrada viene a cuento del hecho de ser el primer libro perteneciente a la literatura iraní que cae en mis manos, una vez más gracias a la generosidad de mi hermanico, que me felicitó con él mi aniversario agosteño. Si a eso le añadimos que el original está escrito en holandés (¿?) las preguntas se suceden. Se trata de la obra de ABDOLAH, KADER. EL REFLEJO DE LAS PALABRAS. Barcelona: Salamandra, 2006.

La paradoja se resuelve al saber que este iraní nacido en 1954, cuyo nombre auténtico es Hossein Sadjadi Ghaemmadami Farahani (el que adoptó luego corresponde a dos compañeros de la resistencia), que estudió Físicas en su país y que fue combatiente activo contra la tiranía del Sha, tuvo que acabar exiliándose a raíz de la llegada al poder del ayatolá Jomeini. Acabó en Holanda, donde vive desde entonces y donde ejerce como periodista. Su dominio del neerlandés ha llegado a tal punto que ha conseguido varios premios prestigiosos por sus columnas periodísticas. Un ejemplo claro de integración. Otro.

Vayamos pues a la literatura. El propio narrador nos advierte de las diferentes voces narrativas que conforman su historia. La primera es la del omnisciente, que cuenta la vida de uno de los dos protagonistas, Aga Akbar, sordomudo, hijo ilegítimo de un príncipe, nacido en las montañas del Azafrán (parece que se corresponden con las de Senayán, en la frontera con la antigua URSS), nombre bien evocador y que nos ubica en un territorio mítico, casi como el perdido Macondo, pero en otras coordenadas geográficas y culturales, y en el que entra, como elefante en cacharrería el fundador de la dinastía, Reza Kan (1923-1941), con su afán modernizador, al estilo de su contemporáneo turco Mustafá Kemal, y que prohíbe el velo a las mujeres o pretende llevar el ferrocarril hasta la frontera rusa, aun a costa de destrozar lugares sagrados para los lugareños.

Vendrá después, no necesariamente de forma ordenada en la histoia, la voz narrativa del hijo, Ismaíl, trasunto del escritor real, que escribe desde Holanda, para retomar la historia de su padre. Él será el encargado de ejercer de medium entre su padre y el mundo, entre el pasado y el presente. Es el único que "gesticula" con suficiente claridad como para ser entendido por el viejo. Son los años de Reza Pahlavi (1941-1979), quien se sabe dueño de pozos eternos de petróleo y que pretende jugar con oriente y occidente mientras él se da al lujo del papel couché.

La relación común paternofilial se ha invertido y es el hijo quien sostiene y guía al padre en este salto mortal que supone pasar de la Edad Media al s.XX. Esta relación me ha recordado a la de admiración y soporte mútuo de la novela de Abad Faciolince, ya comentada en estas "pantallas". Coetáneo del escritor, uno se siente identificado con otras transiciones y otras explicaciones que se debían a los propios padres, ante el sufrimiento que les causaba vernos embarcados en un mundo que empezaban a no entender por no ser ya el suyo. Este retrato doble de ambos personajes resulta en todo momento conmovedor. Y en esa línea es perdurable el recuerdo de la ascensión de padre e hijo al pico más alto de Irán, de más de 5000 metros.

Y con la caída del Sha y la llegada de "los barbudos", como los nombra el narrador, comienza la etapa de persecuciones y represión, cárceles y muerte, para quienes no se sometieran al gobierno de los imanes, y frente a ellos la actividad claramente política de Ismaíl que lo llevará al exilio. Una vez más la religión, entendida como una única manera de ver el mundo, además, impuesta, que trastorna la vida de tantos seres. A ello se une la interminable guerra entre Irán e Irak, un duelo entre dirigentes enloquecidos por el afán de poder y riqueza y por cuestiones geoestratégicas.

Hay una tercera voz, la más poética de las tres, que viene escrita en cuneiforme, escritura en la que incomprensible pero coherentemente desde el punto de vista narrativo, el viejo Akbar ha ido escribiendo en unos cuadernos sus sensaciones y memoria, desde que descubrió aquellos signos en el techo de una cueva sagrada, y que el hijo pretende "traducir".

La novela se lee de un tirón. La limpieza del vuelo metafórico se corresponde muy bien con la vida humilde de quienes viven esa realidad en transformación y bajo una aparente calma late muchas veces un intenso dramatismo. El título tal vez podría invertirse y ser las palabras el reflejo de esa realidad tan lejana y desconocida para los lectores occidentales. Literatura, pues, sencilla y honda, emocionante y viva.

José Manuel Mora


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