Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé

Retrato en sepia

Cuando uno se adentra en la lectura de un autor conocido, existe siempre la expectativa de un posible desengaño o bien de la confirmación de nuestra predilección y de por qué volvemos a él. Con el libro que paso a comentar, gentileza en forma de préstamo de mi amiga Isabel, sucede que "estoy a la última", y a la vez me hace reencontrarme con alguien de mis tiempos de estudiante. MARSÉ, Juan. Caligrafía de los sueños. Barcelona: Lumen, 2011.

Mi primer encuentro con este "autor catalán que escribe en castellano", según propia definición, al que ya se incluía en los manuales de Literatura Contemporánea que yo estudiaba dentro del epígrafe "Realismo social", fue en mis años dorados de Salamanca. Cuando para dar con su Si te dicen que caí (1973), había que preguntar en voz baja y pasar tras el mostrador de la librería Cervantes, donde sólo te lo vendían si te conocían y eras de fiar. La novela había sido prohibida por la censura de la época.

Y ya desde aquella obra quedé maravillado por la capacidad de fabular mediante "aventis" de aquellos niños, dentro de una ambiente estrecho, enrarecido, como era la España de posguerra entre los perdedores. La imagen de la "araña" en los muros destartalados de la ciudad (el yugo y las flechas que estampaban en cualquier pared) quedó impresa en mi imaginación de forma indeleble. La foto de Pérez Rozas para Efe resulta muy significativa de aquella época.

Hay autores que son capaces de crear un mundo de ficción, anclado en una realidad que conocen bien. Pienso en el Macondo de García Márquez, el condado de Yoknapatawpha, de Faulkner, o el más próximo de la Celama, de Díez. Marsé no parece tener necesidad de inventarlo. En Ronda del Guinardó (1984), o en Rabos de lagartija (2000), vuelve siempre a Barcelona, ese"culo del mundo"que tan bien conoce, la de su infancia y adolescencia en unas coordenadas muy precisas: el Guinardó, el Carmelo, Gràcia...Y desde allí "contempla la ciudad que se extiende hasta el mar bajo una levísima neblina y rechina los dientes", dice de su personaje, Ringo.



Ese "Ringo", deformación con ecos cinematográficos (el mismo nombre del personaje de John Wayne en La diligencia), de un (Do)mingo con el que el muchacho de apenas 16 años no se siente nada a gusto, a quien ya encontramos en la primera de las novelas citadas como uno de los contadores de aventis, aquí pasa a ser un trasunto cuasi autobiográfico del propio Marsé. Como él, su personaje es adoptado por "Alberta flor de mi vida", como la denomina Pep, su marido, matarratas "de ratas azules", por supuesto, estraperlista, rojo derrotado. Y como él, para mitigar las estrecheces en que vivía, ha de ponerse a trabajar en un taller de joyería, donde pierde un dedo. Otro motivo para su rencor contra el mundo, ya que le impedirá dedicarse a la música como él quería, aunque le abra las puertas de la escritura, a partir de tanta novela devorada y tanto cine estadounidense visto en programa doble.
Pero como el propio Marsé reconoce, la vida no es como la vivimos, sino como la recordamos y todos los que tenemos una edad sabemos lo traicionero de la memoria, cómo selecciona acontecimientos para borrar otros, o los deforma y agranda o achica según conveniencia. (¿Habéis tratado de contrastar recuerdos con algún hermano? Las diferencias suelen ser entre divertidas y a veces terribles). Lo que intenta el autor, al igual que al final su personaje, redimido por la literatura, es de "trenzar fabulación y memoria en sus tanteos con la escritura" (pág. 436).

Sale de ese territorio para enfrascarse en el Raval, el barrio de las putas, siguiendo a su personaje que pretende pollear sin tener edad aún más que para quedarse asombrado y asqueado entre la cochambre y el olor a sexo y zotal de los prostíbulos que recorre en la noche de su primera borrachera. El resto sucede en la calle Torrente de las Flores, que más que nombre poético es el que corresponde al propietario de los terrenos: Torrente Flores. Y en su epicentro: el bar Rosales (¿qué otro nombre si no?), lugar de comidillas y compadreo de los habitantes del barrio, atentos siempre a las desventuras amorosas de la Sra. Mir, la otra gran protagonista del relato, junto a su hija Violeta, recién salida de la pubertad y objeto de deseo para Ringo sin saber muy bien por qué, ya que es fea, aunque con piernas y trasero contradictorios.

Quienes sigan estas sugerencias de lecturas posibles, saben que no acostumbro a contar el argumento, y aquí tampoco lo voy a hacer. El autor maneja con mano maestra los hilos de la trama, mínimos si se quiere, pero que atrapan en su nimiedad: amores desdichados de una señora madura que se echa a los rieles de un tranvía que ya no pasa por allí; y las desventuras y pequeñas frustraciones de ese adolescente en tránsito que mira el mundo sin entenderlo del todo e imaginando o fabulando los datos que le faltan para comprender. Hay ternura y sarcasmo en toda esta forma de presentar a los personajes. Y una voz bronca y delicada a la vez. Su prosa es de una tersura sin estridencias, pero hermosa y sorprendente en muchos de sus hallazgos expresivos. Todo ello junto a su buen oído para lo coloquial de sus diálogos, además de un sabio uso del estilo indirecto libre, hace que nos convirtamos de lectores en voyeurs, mirones de esa pequeña tragedia sin importancia. El Premio Cervantes de 2009 no vino a cerrar una carrera, sino a coronar y a animar a Marsé a seguir destilando sus recuerdos en forma de fábula literariamente maestra.

José Manuel Mora


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