Un dios salvaje, de Polanski

De la coherencia de toda una carrera, o Polanski for ever

Quienes vamos teniendo una edad podemos presumir de haber hecho el seguimiento de un director que nos gusta. No voy a decir que conozca toda la filmografía de Roman Polanski, pero sí puedo contar aquí que ya me conmovió hasta el tuétano en Repulsión, de 1967, con aquella enloquecida Deneuve encerrada en aquel apartamento en blanco y negro. Ya ha llovido. Luego fue capaz de hacer que me tronchara de risa en El baile de los vampiros, de 1967, en la que él mismo se reservaba un hilarante protagonista. La palabra conmoción ya no es suficiente para expresar toda la inquietud que me causó Rosmary's Baby, de 1968, con aquel final aterrador para la pobre Mia Farrow y para los espectadores. Para demostrar que era capaz de tocar todos los palos, viró luego al cine negro, aunque en color, con Chinatown, de 1974, con un Huston impagable. Pasó luego a un lirismo exacerbado al rodar Tess, en 1979, con la increíble Kinski. Por no hablar de las excelentes El pianista, de2002, o de la negrura de un cuento terrible, Oliver Twist, de2005. De su hasta ahora última peli, The ghost writer, ya me dio tiempo a hablar en estas páginas. Menciono sólo las que he visto.

Así que se anuncia su último filme y me abalanazo a verlo, aunque ya conozco la historia, al haber presenciado la pieza teatral, Un dios salvaje, en la que está basado, la última obra de Yasmina Reza, con quien el director ha trabajado al menos el primer borrador de guión. En inglés se ha titulado Carnage, "Carnicería", que creo que dice más, una vez vista la peli. De hecho el cartel anunciador muestra bien a las claras la evolución de los personajes a lo largo del que se antoja corto metraje, 79 mi.

Y entramos en materia: cuatro seres humanos encerrados en un piso neoyorquino. Reza ya había hecho algo así con los personajes de su aplaudida Arte. Sin embargo a quien me ha evocado este grupo humano, que intenta varias veces despedirse en la puerta de la casa sin lograrlo, ha sido a Buñuel y su Ángel exterminador. Nada les impide marcharse pero un deseo de los cuatro de guardar la formas los lleva a permanecer en el apartamento y así provocar que el ambiente se vaya enrareciendo y que, ayudado por un güisqui escocés de 18 años, acabe mandando al lenguaje políticamente correcto a tomar viento.

Y es este deseo de rizar el rizo, de ir llevando a sus personajes al límite de lo que no quieren decir, aunque en el fondo sea lo que sienten, lo que atrae al director. En ese sentido la obra y la película tienen también un cierto aire sartriano (¡qué antigüedad!), por aquello de l'enfer c'est les autres (el infierno son los demás). Y también de una propuesta matemática, aquello de "combinaciones de cuatro elementos tomados de dos en dos", o algo así era. Porque los enfrentamientos no se dan sólo entre los dos matrimonios que pretenden resolver de forma civilizada la agresión de uno de los hijos al de la otra pareja, sino entre los miembros de cada uno de ellos, hasta acabar como niños de patio de colegio a pesar de ser adultos. Y ahí van saliendo todas las frustraciones y malos rollos previos. Todo muy humano.

Lo que podría correr el peligro de ser teatro filmado Polanski lo evita, a base de manejar maravillosamente el espacio de ese fastuoso apartamento. Los cuatro personajes se van situando en diferentes lugares dentro del salón, enfrentados, de espaldas, en pie, derribados por el suelo... en un juego de situación incesante. Maravillosamente fotografiado e iluminado, por cierto. Todo ello nos lleva a algo que uno imagina antes de verla siquiera: se trata de una película de actores. Y el director los ha sabido elegir: ellas, la Winslet, cada vez más madura y mejor actriz, y la Foster, que compone un personaje en continuo estado de crispación interior, aunque con sus momentos de relajo a través de la risa y la bebida. Y ellos, menos conocidos, al menos a Christoph Wlatz no recuerdo haberlo visto, y que compone aquí un desvergonzado tiburón, junto con Reilly, estupendo en sus explosiones de vulgaridad. Los cuatro en estado de gracia en manos del director, que los pone en el disparadero, para dejarlos luego descansar por un momento, y vuelta a empezar. Y además es divertida. La crueldad del sarcasmo con que son tratados no llega al punto que nos impida reírnos de ellos, tal vez porque nos reconocemos en sus filias y sus fobias. Una gozada, ya digo. Y además una muestra de que, pese a su edad, sigue de lo más creativo. Larga vida a este joven de setenta años.

José Manuel Mora

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