Rojo y negro, de Stendhal


El espejo y el camino...

La vida te da sorpresas...Un día vas a una charla en la casi extinta Aula de Cultura de la (¿me atreveré a escribirlo?) CAM sobre Dumas y su Montecristo y sales con la consciencia de redescubrir otra de mis lagunas de estudiante de literatura salmantino. De hecho ni siquiera figura en mis estantes. En aquel coloquio, L. A. de Cuenca y J. M. Merino coincidieron en que otra novela, de la que no habían venido a hablar, era muy superior a la que recomendaban. Y así llegué a STENDAHL. Rojo y negro. Trad. C. Pujol y T. de Bermúdez. Barcelona: Fascículos Planeta, 1984. La solera de la edición que he tenido entre manos, y que la generosidad nuevamente de mi amiga Isabel proveyó a mi necesidad, me ha permitido volver al placer por lo ya casi extinto, unas páginas orladas de ese color que el óxido del tiempo da al papel y que viene acompañado de un cierto olor a polvo viejo. Un lujo, ya digo, en tapa dura además.

Aunque no sea ésta la cubierta del que he hojeado, la he elgido por el aire de época. Me refiero, claro, a 1830, fecha de su publicación con el título de Le rouge et le noir. Tras la fronda jacobina y la grandeur napoleónica, la burguesía francesa se ha hecho de nuevo con el poder y esta vez ha venido para quedarse, aunque la vieja nobleza creyera haber vencido con la Restauración de Louis XVIII y el regreso del poder eclesiástico, dentro del cual jesuitas y jansenistas no paraban de batallar por ejercer el control de las conciencias. Y en ese ambiente Stendhal (1783-1842), pseudónimo de Henri-Marie Beyle, empieza a escribir con más de 30 años, cuando el Romanticismo triunfa en teatro con el Hernani de Hugo y el Realismo se va abriendo paso, aunque sin esa etiqueta todavía (hay que esperar a Courbet y a una de sus exposiciones para encontrarlo asumido ya socialmente).

Es un tiempo en el que las novelas empiezan a publicarse por entregas en periódicos o en formato mensual. Ésta apareció en dos volúmenes con paginación correlativa. Su autor no fue apreciado por su época, tal vez porque no escribía para ella ("¡Desgraciado el intelectual que no es de ningún grupito!" pag. 372) y porque volcaba su desprecio hacia parte de sus posibles lectores. En medio del sentimentalismo romántico, él se plantea batallar a favor de la lógica y la verdad mediante la lucidez del análisis, tanto de su conciencia de escritor, como de la de sus personajes. Y viene a cuento aquí la cita que encabeza estas líneas: " Una novela es un espejo que se lleva a lo largo de un gran camino. [...] ¡Y acusará usted de inmoral al hombre que lleva a espaldas, en su alforja, el espejo! Mejor haría en acusar al camino donde está el barrizal, o mejor aún al inspector que deja que el agua se estanque", (pág. 373; la cursiva es mía, tan actual, ¿no?). De hecho se empieza a considerar al novelista como un historiador de su presente. Sin embargo Stendahl no se distancia de su argumento, sino que interviene en él, a veces con una primera persona inclusiva "Ahora que ya estamos de acuerdo en que el carácter de Mathilde es imposible que sea de nuestro siglo, tan prudente como virtuoso, temo ya menos provocar irritación al continuar relatando las locuras de esta agradable muchacha" (pág. 373), y con la ironía y las valoraciones que se evidencian en esta cita (de nuevo la cursiva es mía).

Al fin y al cabo no estamos más que ante un trepa, J. Sorel, ambicioso y resentido por las humillaciones que sufre o se imagina y que ve en la Iglesia una manera de ascender socialmente. En una sociedad en la que el matrimonio mediante contrato notarial entre familias y con diferencia de edad notable, un nuevo caso de adulterio sería la muestra de la lucha entre el individuo y el grupo al que se pertenece o al que se aspira a pertenecer. El amante pasa a ser la posible salvación/perdición de Mme. de Rênal, quien se casó sin amor y para quien el ensotanado Julien encarna todos los transportes de amor, sensualidad, afecto, que nunca pensó que existieran. Bien es verdad que todo ello pasado por la sequedad de estilo del autor, que tan pronto coloca un "etc" porque supone que el lector ya sabe lo que sigue, como con un punto y coma realiza una auténtica elipsis del momento de trasporte amoroso de sus personajes. Personajes ante los que se sitúa de modo ambiguo, de ahí su modernidad, y a los que ensalza o juzga según el momento. La novela acaba como el fracaso de la moralidad frente a la dinámica de una sociedad en la que la avidez del dinero se enseñorea de todos los estamentos sociales, aunque sea disfrazada de dsitintas motivaciones. Es cierto que en algún momento puede parecer premiosa al lector actual, pero también que su final poco amable y su paseo especular por la sociedad provinciana de Beçanson y por la parisina, en torno a la figura del otro personaje femenino, Mlle. de la Mole, no son nada complacientes. "Antes de la ley no hay de natural más que la fuerza del león, o la necesidad del ser que tiene hambre [...]; no, las gentes a quienes se respeta no son más que bribones que tuvieron la suerte de no haber sido cogidos en flagrante delito" (pág. 516, de nuevo la actualidad). Y un poco darwinista para su época, ¿no?

José Manuel Mora





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