Las nieves del Kilimanjaro, de Guédiguian


¿Es posible la solidaridad? 

De nuevo un cine como los de antes: cola hasta la esquina, y sala llena. ¿La película se vende sola o se trata del 1º de mayo, y yo no suelo ir al cine en festivo, cosa que la gente sí hace? De cualquier modo, para mí la peli era de visionado obligatorio. Robert Guédiguian es un chico joven de mi edad, del que llevo viendo trabajos desde Marius et Jeannette, del 97, a Marie Jo y sus dos amores (2002) pasando por La ciudad está tranquila, de 2000. Es un hombre fiel al territorio que conoce: Marsella y alrededores, sobre todo sus barrios más extremos, donde las condiciones de vida no suelen ser las típicamente francesas, para entendernos; abunda el paro, la inmigración y los problemas. Con ella obtuvo la Espiga de Plata  y el premio del público de la Seminci, de Valladolid.

                                             

Con sus actores fetiche, magníficos como acostumbran, tan cómplices en sus miradas, Jean Pierre Darroussin, y quien es su mujer en la vida real, Ariane Ascaride, el director, como en otras ocasiones, se dobla en guionista a partir de Les pauvres gens, un poema de Victor Hugo,  uno de los pilares del Romanticismo francés, y en las ideas de Jean Jaurés de 1903, en su Discurso a la juventud. Y algo de romántico hay en esta historia de perdedores actuales, acompañada en momentos por la Pavana para una infanta difunta, tan emocionante. Un expediente de regulación de empleo la inicia. Su protagonista es un sindicalista que no quiere privilegios por serlo y que se incluye en el bombo del sorteo que decidirá los despedidos. Celebra los treinta años de casado con su mujer y en la fiesta le regalan un par de billetes para visitar Tanzania y acercarse a los pies del la mítica montaña que da título a la película, mientras suena una canción de los 60, homónima del filme, cantada por Pascal Danel. Un matrimonio de buena gente que presume de haber pasado la vida trabajando, criando hijos, luchando por mejorar las condiciones laborales de la clase trabajadora. y de no haber hecho nunca mal a nadie .. El cine de Guédiguian es militante, pero no panfletario, nada dogmático aquí.


Pronto pone a sus personajes en flagrante contradicción: cuando son asaltados en su casa y les roban billetes y dinero, se encuentran en la tesitura de denunciar y vengarse, aunque luego se enteren de que uno de los asaltantes es un joven compañero despedido a la vez, y que roba para pagar el alquiler y hacerse cargo de sus hermanos pequeños. Para el joven no hay solidaridad obrera que valga. Como tantos piensan, y no sólo en Francia, que el sindicalista ha sido un aprovechado toda su vida. Y en realidad, éste y su mujer sólo cuentan con la pensión y la casa que han ido pagando a lo largo de su vida. Se han "aburguesado". Los nuevos proletarios son toda esta gente joven sin expectativa de futuro, ni laboral ni personal. Los mayores se culpan de no haber sabido explicar bien su lucha previa. Tal vez por eso el joven no los reconoce como iguales. Más en una sociedad en que, tras la globalización, se está perdiendo la conciencia de clase. Todo lo tan trabajosamente construido se está viniendo abajo. Y los que peor están se lanzan en brazos de la extrema derecha, que les promete defenderlos de los inmigrantes, que son la competencia por las migajas. Se engañan sin embargo, al creer que la derecha puede defender sus mismos intereses de clase, pero son analfabetos políticos, y de eso se aprovecha Mme. Le Pen, que pesca en río revuelto.


¿Hay esperanza de redención para el joven al que encarcelan? ¿Servirá de algo el sacrificio que el matrimonio está dispuesto a hacer, a pesar de la incomprensión de sus hijos y amigos? ¿Valen los gestos personales en una sociedad en descomposición? ¿Es creíble la actitud de la pareja o no deja de ser un cuento de buenas intenciones, muy Hugo, o en otra dirección, muy Capra? El espectador deberá ir respondiendo a estas preguntas. El tono de la peli está emparentado con el cine de Loach, nacido en otra sociedad compleja y conflictiva: la británica. Pero éste es  menos margo y más emotivo, aunque sin llegar a caer en lo melodramático. El humor también ayuda (el personaje del camarero, por ejemplo, es divertidísimo, intuitivo, humano). Los afectos sirven aquí para defenderse de un entorno cada vez más hostil. Y a mi modo de ver me resulta menos fábula que otra que vi no hace mucho y que me pareció menos creíble, Le Havre, de Kaurismaki. Tal vez porque el director maneja unos diálogos cotidianos, nada engolados, y porque defiende presupuestos de mi época, en los que deseo seguir creyendo, haya sido por lo que he disfrutado tanto de su película y por lo que la recomiendo vivamente.

José Manuel Mora.





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