El viento de la luna, de Muñoz Molina

Memorabilia

Antes de nada, un par de consideraciones. El libro que paso a comentar encierra una especie de poltergeist que creo que quedará para siempre irresoluble: viene dedicado por mi hemano mayor, Antonio, con motivo de los "Reyes de 1997, con mucho cariño", firmado de su puño y letra. El libro se edita por primera vez, sin embargo en 2006. Como mi hermano ya ha fallecido, no le puedo preguntar a qué se debe este desfase de fechas. La segunda cuestión tiene que ver con el modo en que he llegado a él. Lo vendía el periódico que compro habitualmente en formato de bolsillo por un precio que ni los electrónicos. Y no me supe resistir, seguidor como soy de su autor. Mi sorpresa al llegar a casa es que en la balda de la M (los tengo organizados alfabéticamente por autor y obra, aparte de otras separaciones por género y obra crítica, cosas de antiguo filólogo) estaba esperándome el libro en su formato original. ¿Lo había leído ya? ¿Lo había olvidado al no haber referencia bloguera de la que echar mano? Decidí iniciarlo con ánimo de dejarlo en cuanto apareciera el recuerdo. Sin embargo la sensación del déjà vu tenía más que ver con el universo del autor, presente en otras de sus novelas, que con el hecho de haberlo leído o no. El caso es que me atrapó ¿de nuevo? y aquí dejo constancia para evitar otro posible olvido.
   
  
MUÑOZ MOLINA, Antonio. El viento de la luna. Barcelona: Seix-Barral, 2006. Hablaba antes del universo de Muñoz, de ese territorio inventado, Mágina, inventado pero muy cercano en semejanzas a su Úbeda natal (1956). En ese inventarse un territorio sigue la estela de otro novelista muy admirado por él, según reconoce, Faulkner y su Yoknapatawpha. O, en la misma estela, el Macondo de G. Márquez, o más en plan peninsular, la Región de Benet. Es el mismo territorio en que se desarrolla su El jinete polaco (1991), que leí con fruición (¿qué querrá decir "fruición"? Ya en mis tiempos del Pulgarcito había una sección protagonizada por "Dª Tomasa con fruición, va y alquila su mansión"). Ese territorio, digo, es un mundo, su mundo, o al menos el de su niñez. Muñoz es algo más joven que yo, pero ocho años de diferencia permiten que comparta con él muchas de las vivencias que aquí transmite y que yo podría trasladar a mis veraneos en mi Mágina particular, mi Yecla natal, donde pasé mis vacaciones estivales hasta los 14 años.


La anécdota de  la llegada del Apolo XI al Mar de la Tranquilidad, en la superficie de la Luna, en el verano de 1969, a sus 13 años, supone  un hito para sus ojos de preadolescente, como para tantas otras personas que vivieron aquel momento con toda la emoción de lo irrepetible. Los primeros pasos de un ser humano sobre la superficie de nuestro satélite. Creo que la mayoría de quienes vivimos aquello recuerda qué hacía en el momento de la trasmisión de las imágenes en unas televisiones todavía en blanco y negro. Para alguien encerrado en un pueblecito jienense, que sólo se había podido asomar a una realidad exterior al mismo a través de la imaginación que alimentaban sus lecturas, la aventura espacial venía referida a lo ya conocido por él a través de los libros: Verne y su De la Tierra a la Luna, o el Nautilus de las 20.000 leguas de viaje submarino H. G. Wells; o Defoe y su  Robinson Crusoe. Los primeros como referencia a la literatura de anticipación que al muchacho se le está convirtiendo en realidad, y el segundo como territorio aislado, como en el que él se siente vivir, tan lejano de su niñez, tan angustiado por un porvenir inimagnable , que no acierta a plantearse; tan distante de los suyos ante los que no es capaz de mostrarse ya con la ingenuidad de la niñez y que él siente que pertenecen a un mundo que está dejando de ser el suyo a pasos agigantados.
 

 Este libro habla del tránsito. Del que nos lleva de la niñez a la adolescencia, ese territorio tan resbaladizo por incomprensible (¿qué nos pasa? Y ese no saber qué nos pasa es, entre otras cosas, justamente lo que nos pasa). Y a la vez el de su mundo entorno, que está dejando de ser agrario, como lo fue durante siglos, para empezar a introducirse en la modernidad. El de sus padres y abuelos es un mundo que vive en un tiempo circular, en el que la repetición de las estaciones proporciona la seguridad de lo conocido, al tiempo que supone también la conciencia del peso de una posible maldición de la que no existe escapatoria y que tal vez por eso se acepta con sumisión. El saber, condensado en los refranes, vendría a resumir todo ese universo pequeño y cerrado, en el que todo el mundo se concoce y se observa. En el que caulquier salida de tono comporta un posible juicio crítico.


Es la España provinciana, que todavía guarda frescos los recuerdos de la Guerra Civil, que tantas heridas sin cicatrizar dejó en la mayoría de la población vencida, como es el caso de la del protagonista. Todavía subsiste la costumbre de hablar en murmullos por temor a ser oídos. De aquella sociedad en la que los estudios volvían a estar bajo el control de la Iglesia. Y a este respecto, la crítica que hace de métodos y ambiente opresivo (no hay mayor opresión que la de las conciencias; y cómo no dejarse dominar por aquellos que tienen la llave de la condenación eterna para quienes se masturban, como le sucede al narrador) es hilarante a veces, y dramática otras, en la medida en que uno no puede dejar de reconocer las mismas amenazas y los mismos miedos en la conciencia infantil de una criatura de seis años obligada ya a confesar sus pecados a un extraño. Y ante todo ello la reclusión en la soledad del yo, en el coleccionismo de recortes de periódicos y revistas ilustradas con las últimas noticias de la Luna (como el que yo mismo llevaba por entonces, carne temprana de fan), o la apertura libérrima que ofrecen los libros a la imaginación desenfrenada: Salgari, Twain, Doyle y luego, Darwin, Burton, Stanley, cuyos viajes le resultan mucho más fascinantes, por verdaderos.


Así que, ante este panorama, el chico se admira de las novedades que la tecnología va trayendo al pueblo, en el que el cine de verano,  con sus imágenes inalcanzables (el comentario de Los hermanso Marx en el Oeste, que el protagonista va a ver con su padre, es descacharrante), y la radio eran los únicos contactos con el exterior (Sra. Francis...): la motocicleta, cuyo sonido se reconoce sin verla porque es la única, los elctrodomésticos y, entre ellos, el más importante, la televisión en blanco y negro, que se veía y comentaba en común. Todo tan reconocible para mi memoria de niño y adolescente...

Y como cierre, acorde con la dedicatoria inicial, el homenaje a la figura del padre, muerto ya, mientras él está lejos, en N. York, definitavamente irrecuperable, como todo lo que el tiempo arrastra a su paso y que impide que le preguntemos todo lo que entonces no nos atrevimos a formular, bien por timidez o porque creíamos conocer mejor que ellos la respuesta. Libro a mi parecer menor, dentro de la trayectoria del autor, pero que no dejará de emocionar a la gente joven de mi edad, y que resultará tremendamente informativo para quienes ni se imaginan lo que ha cambiado este país en apenas cuarenta años. Todo servido con la prosa rica de Muñoz., habilísimo en el uso de la sinestesia acertada, de la percepción de olores , tonalidades y sonidos que rescata del ayer, de escenas que ya sólo quedan en las fotos y en la memoria de quienes las vivimos. Y ahora, en sus palabras.

José Manuel Mora.









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