Historia de la lectura

Modos de lectura 


Hasta que, preparando las clases de Hª del Libro para el Módulo, no cayó en mis manos el libro de Manguel con el título de esta entrada, no  era consciente de la diversidad de maneras de leer que lo escrito proporciona. Ya en la Grecia clásica había gente que leía en silencio, como se atestigua por la acotación dramática de una de las tragedias: el personaje leía para sí mientras quien había traído el mensaje esperaba la respuesta. 



Esta actividad debía de ser excepcional, puesto que lo normal era que se leyera en voz alta en justas poéticas, en la escuela( se aprendía primero a escribir y luego a leer, porque esta segunda actividad se consideraba más sofisticada), o por boca de un liberto para obtener varias copias de un original que los escribas escribían al dictado, o bien de parte de alguien que conocía la técnica (que también era variada: silabeo, palabra a palabra, frases completas, según la finalidad y dada la dificultad que entrañaba la scripto continua, sin separación, lo que hacía al oído el garante del sentido) y leía para el grupo de gente que no tenía la capacidad. Llegada la Edad Media, en los monasterios, era costumbre la lectura en voz alta en el refectorio, lectura normalmente edificante, para evitar que los cuchicheos llevaran a los monjes a pecar contra la caridad mediante las mutuas críticas. Sin embargo el estudioso leía en silencio en su celda o en el scriptorium.


Alguna diferencia debía de haber entre ambas modalidades cuando Agustín de Hipona (s. IV) en sus Confesiones se asombra al ver a Ambrosio de Milán: “sus ojos recorrían las páginas y su corazón penetraba el sentido; mas su voz y su lengua descansaban. Muchas veces, estando yo presente, pues el ingreso a nadie estaba vedado ni había costumbre en su casa de anunciar al visitante, así le vi leer en silencio, y jamás de otro modo”. Probablemente la lectura silenciosa proporcionaba una mayor rapidez y una mayor capacidad de asimilación, sin necesidad de relectura.


Pero claro, esta lectura en silencio, sobre todo si los textos eran sagrados, resultaba peligrosa para la autoridad, ya que el lector se acercaba sin intermediarios a la plabra revelada, lo que era alentado por los protestantes y fue enormemente criticado por la Contrareforma católica, ya que cada uno, de los pocos que sabían leer, podía tener su propia interpretación. Y con esta dualidad, silenciosa / en voz alta, la lectura se ha mantenido hasta bien entrado el s. XX.


Durante todos estos siglos la actividad lectora asociaba espacio y tiempo: tanto da que hablemos de tablillas, de rollos de papiro, de códices, de páginas de periódicos...; el discurrir de nuestra mirada sobre las páginas implicaba el paso del tiempo en que leíamos y además se traducía en un avance físico sobre la superficie de lo escrito ("ya me queda poco, ¿qué pasará?").



Y de repente (pues repentino es un cambio que se produce a fondo en menos de una generación), con la llegada de lo digital, los usos han cambiado. Y hay que tener en cuenta los datos del INE:  el porcentaje de libros impresos se ha reducido en un 24%, hasta cifras de hace una década, y los de formato digital han crecido en un 20%., con un 500% de aumento en las ventas de dispositivos de lectura electrónicos. en el último año. Gracias a ellos, libros sin cubiertas, uno puede ocultar lo que lee. Es cierto que ya no podremos decorar el salón de acuerdo al color de los lomos de la colección que lo presidía junto a la tele. Pero, ¡y la movilidad que estos aparatos nos proporcionan a la hora de la lectura! Y casi sin peso. Seguro que del mismo modo que, según la consistencia del libro que leíamos, adoptábamos una postura u otra (sofá, cama, playa, biblioteca), también ahora adaptaremos nuestra forma de lectura al nuevo soporte, puesto que leemos con los ojos, con las manos, con el cuerpo todo. 


En los libros analógicos uno se podía situar frente a la obra completa, con conciencia de su extensión. En los digitales eso ya no es posible. Cuando leemos avanzamos en el tiempo, pero no en el espacio ( la tableta siempre es la misma) que la materialidad del libro, con el pasar de hojas, nos proporcionaba. Lectores más sintéticos, los digitales, acostumbrados a los twit, a los esemeses, se decantarán probablemente por lecturas más breves, en las que prime la novela "tipo rollo chino", que decía Cortázar, más que por una literatura ensayística de calado y que exige detenimiento. Lo que parece probado por las primeras investigaciones es que los lectores digitales leen más que los analógicos ( los primeros, 24 libros al año, mientras que los segundos sólo una media de 15; aunque es verdad también que los primeros representan por ahora el 6'8 % del total en 2011). Como diría Dolors Insa, lo importante es que lean. Luego ya discriminarán. Y si no, pues peor para ellos. Lo que está claro es que, con tanta pantalla varia, se ha modificado nuestra forma de acceder a la lectura, más sincopada, más fragmentada, más interactiva también.


Cada novedad en la "edición" a lo largo de la Historia ha obligado a los lectores (genérico, hay más mujeres que varones en esta actividad) a reaprender su saber. La novedad de la imprenta llevó a imprimir los incunables a la manera de los códices para que los lectores no se extrañaran. Desde estas humildes páginas (ya sabéis, "orgullosamente humilde") se hace evidente que el hecho de leer ya no es aquel vicio solitario del que hablaba Muñoz en la novela que comentaba el otro día, sino que, yo mismo, cuando acabo algo, comparto desde aquí mi apreciación de lo leído con gente a la que nunca conoceré (por ejemplo, ese alguien tan fiel que entra desde Mountain View, ¡!¿?). Y así los antiguos clubes de lectura se transforman en páginas electrónicas de lecturas compartidas, algo que también potencian las redes sociales.
De hecho, y con esto acabo, toda esta tecnología permitirá seguramente unos libros distintos, que incorporen imágenes quietas o en movimiento, con acompañamientos sonoros, hipertextos, mapas., finales abiertos que se confeccionarán de acuerdo a las preferencias de los lectores...en fin; dejemos volar la imaginación.

José Manuel Mora.




















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