El ruido y la furia, de W. Faulkner

¡Oh, los clásicos....! 

  La vida como una historia contada por un idiota lleno de ruido y de furia.
                                                                          W. Shakespeare, Macbeth

Quienes tienen el tiempo y la curiosidad de seguir estas páginas saben que nunca he pretendido sentar cátedra desde ellas, sobre todo en las que realizaba el comentario crítico de los libros que voy leyendo. Para ello haría falta mucha consulta, citar fuentes y elaborar sesudas críticas. Lo mío, ya lo he dicho con anterioridad, es proporcionarme un testimonio de lo leído para que no pase al fondo de la memoria donde todo  se confunde y se borra. Si además permite a los curiosos lectores tener una pista sobre aquello que comento, para que los anime a leer, miel sobre hojuelas. Viene esto a cuento de la entrada que estoy comenzando. Críticos de pedigree tendrán publicados análisis enjundiosos de este libro, no en balde es obra de un Nobel, considerado ya hace tiempo como un clásico contemporáneo. Yo no me planteo eso sino, más simplemente, dejar constancia de la impresión que el libro me ha provocado. Y creo que es suficiente.


FAULKNER, William. El ruido y la furia (The sound and the fury en el original de 1929). Madrid: El País, 2002. Trad. A. Antón-Pacheco. Antes de entrar en harina me gustaría decir que en mis años de estudiante salmantino, allá por los 70 del siglo pasado, ya leí Las palmeras salvajes, con el pasmo consiguiente. Se contaban allí dos historias en capítulos alternativos, lo que desconcertaba bastante, hasta que uno iba siendo consciente de la complementariedad de ambas. Me entero ahora, al redactar estas líneas, de que el autor las concibió como relatos separados, que luego decidió publicar como un único libro. Y ya en los 90, llevado de comentarios elogiosos de quienes lo consideran su maestro (G. Márquez, Vargas, Benet, Onetti, M. Molina) abordé La mansión entrando así en ese universo entre alucinado y obsesivo, lleno de violencia, del viejo y hondo Sur, con más negros que blancos y donde el recuerdo de la escalvitud es aún muy vívido para sojuzgadores y sojuzgados.

Faulkner (1897-1962) había abandonado sus estudios para dedicarse a escribir. Concibió un territorio del que incluso llegó a publicar un mapa, Yoknapatawpha, en el que los personajes de sus historias vivían y a los que podías encontrarte como protagonistas en unas y como secundarios en otras. De hecho en la citada La mansión aparece Jason Compson, uno de los cuatro narradores principales de la que hoy comento, en una presencia colateral. El escritor sureño conocía y admiraba a los grandes renovadores de la narrativa europea: J. Joyce, que publicó su Ulises en 1922, V. Wolf, F. Kafka, M. Proust... y cuando empieza a escribir en 1922 su bagage de lecturas es amplio y profundo. La literatura estadounidense no sería la misma tras la publicación de su obra que, en general, gozó de buena aceptación desde un principio y que se vio coronada por el premio sueco en 1949.



Y vamos con las impresiones/sensaciones que su lectura me ha provocado. De entrada el título, como un eco del monólogo sespiriano que encabeza esta página, nos pone en situación para el monólogo de Benjy, el pequeño de los Compson, retrasado mental y castrado. Se trata de un fluir de conciencia , con ausencia muchas veces de puntuación, de alguien que no tiene percepción del paso del tiempo, lo que lo hace saltar de un momento a otro de su vida sin previo aviso. No hay introducción explicativa alguna. De los personajes, de lo que hacen o dicen no hay ninguna puesta en situación. El lector tiene que ir deduciendo relaciones, afectos, odios, incluso identidades. Para complicarlo más, uno de ellos, Quentin, lleva el mismo nombre que la que luego será su sobrina. El desconcierto es total. Las concordancias pueden ser en masculino o femenino, según convenga al sexo del personaje al que se refiere. El gran hallazgo de esta primera parte es expresivo. Benjy se mueve por sensaciones primarias: frío, calor, olores, dolor, gozo,  y eso le da pie al autor para un uso magnífico de la sinestesia. Y dejo un único ejemplo "olor a alcanfor y a lágrimas una voz que lloraba continua y suavemente al otro lado de la puerta a media luz el olor a color de media luz de las madreselvas" (pág. 106).



En el segundo capítulo el monólogo es de Quentin desde Harvard, donde ha ido a estudiar con gran esfuerzo económico de la familia, que lo ha enviado. Éste es más enrevesado, si cabe, porque es la conciencia de alguien que se quiere suicidar y que analiza con caótica precisión no sólo el presente, sino el pasado que lo ha llevado hasta allí, todo teñido de un enorme complejo de culpabilidad por los sentimientos que experimenta hacia su hermana Candace y de una conciencia de fracaso y decadencia personal y familiar. Aquí el análisis es sutilísimo, de gran penetración psicológica, con magníficas descripciones de los lugares por los que da su último paseo. Sus referencias a la familia van aclarando un poco el panorama, aunque no demasiado, porque el autor se permite en ese fluir de conciencia la scriptio continua, lo que dificulta más todavía la comprensión.
Hay que esperar al tercero de los monólogs, la voz del terrible Jason, racista, misógino (incluso con las mujeres de su familia), antijudío (raza de banqueros malditos), retrógrado en una palabra, y con una moralidad que se ajusta a todos esos prejuicios. Es el final de la moral tradicional, que valió durante siglos, que ahora ha periclitado y que deja a los personajes ante el desamparo de la modernidad. Consciente, él también, de la decadencia definitiva de su familia y de él mismo. Nos proporciona los datos que nos faltaban para la completa comprensión de la saga.



Y en el cuarto capítulo aparece por fin la voz del narrador omnisciente, en tercera persona, aunque con un predominio de perspectiva centrado en la vieja criada negra, Dilsey, sabedora de todos los secretos familiares, comprensiva hasta la extenuación, digna y leal, imprescindible en el mantenimiento del grupo humano que la explota y al que, sin embargo, ella siente que pertenece. Y ahí se nos hace imprescindible volver al principio, releer para reencontrar el sentido que no se vio en un primer momento. Se entiende entonces el uso de la cursiva en determinados pasajes para separar tiempos y espacios, como se acostumbra uno por fin a la ausencia de los guiones introductorios de diálogo, o tantas otras intervenciones del autor que debieron de resultar rompedoras para el momento de su publicación.

Decía Don Fernando Lázaro en sus clases de crítica literaria que la literatura, desde un punto de vista temático, maneja casi siempre los mismos asuntos. Que lo importante o novedoso está en la forma en que éstos nos son presentados. No cabe duda que en la fecha de su publicación, esta novela marcaba una línea fronteriza. El escritor espera y demanda de sus lectores una actitud activa, similar a la que le gustaba a otro de sus grandes admiradores, Cortázar; necesita que ellos, los lectores, también den, cada uno a su modo o a su ritmo, sentido a lo que leen. Y es en esa llamada a la participación en la que el lector (genérico) encuentra otra de las compensaciones: ser co-creador de ese mundo lejano, caduco, triste, viejo. 
No voy a engañar a nadie. No es una novela fácil. Pero como dijo no sé quién "es lo difícil lo que nos ha sido encomendado".

José Manuel Mora. 


P.S. Una última apreciación la traducción me parece de gran mérito al haber trasladado, sin perderse, el inmenso batiburrillo que supongo será el original. Menos mal que Faulkner, en un último gesto de acercamiento a sus lectores, nos ofrece un nomenclator explicativo de los distintos personajes a modo de coda. Vale.



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