La señora Bovary, de G. Flaubert

 ¡Qué carácter...!

 Tal vez sea cierto lo que reza el dicho: excusatio non petita, acusatio manifesta. Si empiezo diciendo que no pretendo descubrir meditarráneos cuando me pongo a redactar estos comentarios sobre mis lecturas, puede sonar a exculpación. Pero cómo pretender escribir algo importante sobre este libro después de que Vargas Llosa publicara La orgía perpetua, en la que realiza una disección completa de la obra que por fin he decidido leer para llenar otra de mis lagunas... Y sin embargo estas notas me sirven, como cuando empecé a redactarlas siendo estudiante en Salamanca, para recordar lo leído, para retener las sensaciones experimentadas con la lectura, para dejar miguitas en el camino de este blog para quienes vengan detrás. Así pues, allá va.


 Vayamos por partes. En primer lugar, yo tenía por casa un par de ejemplares que salieron a la luz con el expurgo. Uno de ellos en francés, de Gallimard, que debí de comprar en mis tiempos de Burdeos, pero que siempre me echó para atrás porque pensé en las dificultades de vocabulario que me iba a encontrar con todo el léxico del XIX. El otro, de 1983, en una edición de las "bonitas", todavía titulada Madame Bovary. Con este nombre la novela evoca, para los que hemos estudiado literatura, a uno de los personajes fundamentales de las letras francesas. Empecé a hojearlo y no podía con su lectura porque la traducción resultaba infame. De hecho, ni siquiera se citaba al responsable. Decidí entonces comprar la que por fin acabo de terminar. FLAUBERT, Gustave. La señora Bovary. Barcelona: Alba, 2012. Trad. de Mª Teresa Gallego Urrutia. De ella ha sido la decisión de traducir el tratamiento en el título (cosa que ya se había hecho en España en ediciones de principios del s. XX). El ejemplar es, como suele suceder en esta editorial, de un cuidado exquisito en la elección de papel, en la cubierta y su ilustración, en la separación de los capítulos y paginación, y en la distribución de los blancos... En fin, un goce para los sentidos de los maniáticos de la lectura analógica.


Flaubert (1821-1880) era un buen burgués, de buena familia burguesa de la ciudad de Ruán (sigo a la traductora al dar el nombre español de la ciudad que en Francia se conoce como Rouen, en Normandía). Ello le permitió vivir sin agobios económicos, dedicado a la tarea de escribir y a algún que otro viaje exótico. Aunque es probable que en su formación pesaran todavía influencias románticas (de hecho en el capítulo VI hay una crítica irónica y divertida para los connaisseurs, de Lamartine, de Byron, de Scott, sus honorables predecesores), es cierto que cuando se pone a redactar esta novela, 1851, el realismo es la tendencia general en Europa. Y, en ese sentido, el padre de la criatura es Cervantes. "La pasión de Emma, que tan hermosa le había parecido en los libros" (pág. 52) es la misma que la que embarga a D. Quijote. Y, como al manchego el cura y el barbero, la madre   y el marido "impedirían a Emma que leyese novelas [...] libros perjudiciales, obras que van en contra de la religión y que se burlan de los sacerdotes con palabras tomadas de Voltaire" (pág. 154) por ser tal vez la causa de sus malestares, y porque  "se estaba convirtiendo en una parte verdadera de esas ficciones" (pág. 193).


La novela se publica en 1856 (cinco años de elaboración a razón de jornadas de doce horas diarias, lo que da idea de lo concienzudo de su trabajo), inicialmente por entregas en un periódico, y es inmediatamente denunciada por la fiscalía imperial, que la tacha de disoluta e inmoral. Fue absuelto el autor porque se consideró que tenía derecho a no atenuar la verdad, y parece ser que se había inspirado en un hecho real, cercano a su familia. Este éxito contra la censura, catapultó su obra a la fama y se imprimió ya en 1857 en volumen, con inmediatas traducciones al resto de idiomas cultos europeos (vid. supra). Resulta curioso, de entrada, este aspecto de "lo burgués", presente en el autor, en sus lectores, en los personajes que pueblan la novela. Flaubert profesaba a su clase un odio eterno, lo que se pone de manifiesto en todos los caracteres que la pueblan. Pero su concepción de lo burgués tenía que ver con el egoísmo, la cerrazón ante ideas nuevas, la incapacidad de aspiraciones nobles y artísticas.


De la misma manera que en la pintuira de la época, los escritores se aprestan a la observación minuciosa de la realidad ("Soy un ojo", llegó a escribir, por no repetir la conocida imagen del espejo junto al camino), pero Flaubert se hace consciente de que una cosa es lo real y otra la realidad creada mediante artificio con visos de verosimilitud. Y en ese sentido, tal como señala Vargas en su trabajo, se convierte en el padre de la novela moderna. Es una novela bien decimonónica, pero el autor esconde su omnisciencia sobre lo que crea y que nosotros leemos como sucedido, de manera que tenemos la impresión de que los personajes son completamente autónomos con respecto al novelista. Hay algún momento en que la técnica narrativa parece casi cinematográfica, gracias al uso de una extraordinaria elipsis (cap. I, de la tercera parte, lo que no sabemos que sucede en el coche de punto entre Emma y Léon, pero que podemos intuir), justo para potenciar la imaginación del lector. 


No voy a entrar en el tema, algo tan manido y conocido como un adulterio en un pueblecito de provincias, de parte de la mujer del médico, con dos hombres diferentes, además. Lo grande de la obra, o al menos así me lo ha parecido, es que, conociendo el argumento, se lee casi de un tirón. No hay en ella la profusión de descripciones habituales en las novelas de la época. Flaubert usa le mot juste. Había veces que su expresión me llamaba tanto la atención que recurría al original para ver como lo había escrito él en francés y comparar con la magnífica versión de la sra. Gallego. El uso de unas metáforas espléndidas ("Y el aburrimiento, araña silenciosa, tejía su tela en la sombra de todos los rincones de su corazón", pág. 63), la aparición del argot, que no sé si se usa literariamente con anterioridad (bazar, por desorden, je me la casse, por me largo, todavía vigentes cuando yo anduve por allá), los lenguajes específicos de cada profesión (medicina, farmacia, notaría, comercio, agricultura), todo ello con la consciencia autoral de que "la palabra humana es como un caldero rajado con el que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando lo que querríamos es llegar a las estrellas", pág. 225. De ahí la lucha a brazo partido del escritor por encontar la manera de decir insustiuible, la adecuada, la justa.


Los que curiosean por esta páginas, saben que, no hace mucho, leí otra historia de adulterio, la de la mujer del sr. Karenin. Puestas una junto a otra en la memoria, ésta es de una intensidad mucho mayor. El conflicto en ambas es bien de época, aunque en el ruso el marido era mayor y muy rico, y además no hubo amor. Aquí se presenta el aburrimiento mortal de Emma ante "la mediocridad de la vida doméstica que la impulsaba a fantasías suntuosas" (pág. 135), en contraste con  la grisura de su marido, su vulgaridad. Frente a eso, el anticonvencionalismo de Rodolphe, el primer amante, más parecido a los héroes de sus lecturas, en medio de una sociedad pendiente de lo que ocurre tras los visillos de las demás casas, para juzgar de acuerdo con los criterios morales que la Iglesia sigue dictando a pesar de la Revolución pasada. Y ahí la libertad absoluta de Emma, que sólo se somete a los dictados de sus deseos, de sus caprichos, de lo que ella considera acorde a su temperamento " más sentimental que artístico; buscaba emociones, no paisajes" (pág. 54). Como en cualquier ser humano hay intentos de volver al camino marcado, con "esa cobarde docilidad que es, para muchas mujeres, algo así como el castigo y, a la vez, el precio de redención del adulterio" (pág. 286). Pero si es abandonada, seguirá buscando el ideal en el jovencito encantador, Léon, porque "no era feliz, nunca lo había sido. ¿De dónde venía esa carencia en su vida?" (pág. 326). Todo ese torrente incontenible de sentimientos y frustraciones la conducirán al desastre en forma magistralmente graduada por Flaubert, con un final que se impone como el único posible.
Y no quiero dejar de comentar algo que he tenido en mente durante la lectura, y es que la figura de Ana Ozores, La regenta, de la mano de Clarín, puede a veces hacerle sombra a la francesa. La panorámica social a través de Vetusta, es más amplia que la que proporciona el villorrio de Yonville-L'Abbaye. El empaque del Magistral es muy superior a cualquiera de los amantes de Emma y su figura da pie a críticas a la Iglesia de mucha más enjundia que las que Flaubert hace del cura del pueblo a través del descreído del boticario. Mucho más mordiente tiene la figura del usurero, buen ejemplo de taimado burgués.
Y lo dejo para no cansar. Los clásicos son así, de múltiples lecturas, de vigencia a través de los siglos. Un regalo para los sentidos y la imaginación, a pesar de la tristeza que puede provocar en algún momento la infeliz dama.

José Manuel Mora.



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