De óxido y hueso, de J. Audiard

Dos por uno

Cuando pensaba sentarme a escribir , tenía en mente La historia de Pi, película que vi ayer tarde y que se promociona sola, creo. Sin embargo esta tarde he reincidido y he ido a ver otra que no creo que tenga tanto eco mediático a pesar de haber ganado muchos premios, como se puede ver en el cartel adjunto. De óxido y hierro, dirigida por el francés Jacques Audiard, de quien ya había visto la impactante De latir, mi corazón se ha parado en 2005. Vuelve a la carga con la intensidad acostumbrada.


El arranque es triangular: un padre con su hijo de cinco años en busca, no de otra oportunidad, sino de seguir viviendo sin ataduras ni responsabilidades. Un tullido de afecto, de cuyo pasado apenas sabemos nada. Y una mujer con una profesión peculiar: es domadora de orcas en un acuario, además de que gusta de salir a bailar sola. El accidente inicial que la deja a ella en silla de ruedas recuerda la historia de Intouchables, ya comentada en estas páginas. Pero aquel tono de comedia, aquí ha desaparecido. Hay una necesidad mutua: para ella es imprescindible la intensidad vital de él; para él acabará siendo necesaria la exigencia de respuesta de ella. La aparente disonancia de madurez y de hondura de los dos personajes no obstaculiza su encuentro debido a la situación de cada uno de ellos.


El mismo padre capaz de cargar al crío sobre sus hombros, es capaz también de estamparlo contra el sofá si lo saca de quicio o de olvidarlo en el colegio sin ir a recogerlo porque está echando un polvo. El dibujo del personaje acaba de redondearse con la afición que tiene a los comabates cuerpo acuerpo. Y un actor no demasiado conocido por estos pagos, Mathias Shoenaerts, belga, a quien no hubiera reconocido después de su papel de golfillo en Daens (1992), es capaz de encarnarlo con una fuerza y una sensibilidad admirables. No conocemos nada del pasado del personaje pero lo vamos asumiendo contradictorio, natural, vital, generoso, descerebrado...



De la Cotillard sí que había visto recientemente su trabajo en Medianoche en París, de Allen y en Nine; dejo fuera su encarnación de la Piaf porque no quise perder el mito. Aquí está impecable en sus miradas de desvalimiento, de necesidad, de afán de superación. Y resulta creíble que más allá de la atracción por el bruto mecánico, ella sea capaz de intuir alguien con la delicadeza y la generosidad suficientes como para enamorarse perdidamente. Y el amor no se expresa, pero está latente en cada encuentro.

Ambos han ganado premios por su interpretación, y creo que merecidamente. Me ha llamado la atención el verismo con el que la actriz aparece sin sus piernas tras el accidente. Dejo aquí esta foto en la que las medias verdes que luce en la escena del baño servirán después para que, con el "potochó", puedan desaparecer más fácilmente. Mención aparte merece la música que, sin subrayar en exceso, se hace presente cuando es necesario de forma importante.


Y había empezado, y acabo, con La historia de Pi, enorme metáfora de las que yo explicaba en clase bajo la fórmula de B en lugar de A. Fui a verla porque, de un director como Ang Lee, uno puede esperar lo mejor. Después de Sentido y sensibilidad y de Brokeback Mountain, tan dispares ambas, parece que el autor ha sentido la necesidad de rodar algo que una vez más se distancia de lo anterior. Se basa en una novela previa que le condiciona la historia, pero él (3 Des aparte) ha sido capaz de plasmarla en imágenes ciertamente sorprendentes: las de la balsa en medio del mar, la isla de los suricatas, o las iniciales en Pondicherry, en India, que hace poco yo había visitado, me han resultado curiosas, aunque creo que todo es excesivo para sostener la base sobre la que se construye la metáfora de la que hablaba al principio. Hubo escolares con los que compartí la proyección que se salieron porque no pudieron soportar la angustia. Criaturas.


Así que, si me tuviera que decantar por una de las dos, elegiría la primera sin lugar a dudas. Sin embargo, quienes prefieran lo espectacular, a lo mejor disfrutan más con la segunda. Cuestión de gustos.

José Manuel Mora



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