Una pistola en cada mano, de Cesc Gay

¡Estamos buenos...!

Como ya había visto las anteriores pelis de Cesc Gay (Barcelona , 1967), Krámpak y En la ciudad, y las disfruté, me he abalanzado a ver la que paso a comentar: Una psitola en cada mano. Y eso que ya he dejado atrás la edad problemática en la que se centra el filme, la de la famosa crisis de los cuarenta, sobre todo desde la perspectiva de los varones. Las féminas son aquí el necesario contrapunto entre inteligente, puntilloso, sensato y malaleche. Justo lo que los varones del cuento se merecen.


Una de las cosas que más me gustan en este director, que suele crear sus guiones, además de dirigir, es la maestría a la hora de plantear los diálogos.Tiene un especial don para hacer de la reticencia un arma que, cuando es usada con la inteligencia que aquí utulizan sus actores, se convierte en una herramienta dramática/humorística impresionante. Hay una elocuencia en las miradas, en las sonrisas, en los silencios... que convierten algunas escenas en altamente explosivas, aunque luego nunca suceda nada.


Gay ha construido el filme a base de encuentros de dos personas rodados en escenarios únicos: amigos, matrimonios separados, marido cornudo con el nuevo amante, parejas cruzadas... Y como el director ha pretendido y logrado dirigir una peli sencilla, la estructura en secuencias rodadas a base de planos frontales, cruzados, al bies, de espaldas... en determinados escenarios ciudadanos de esa Barcelona que conoce tan bien. Cada una de estas secuencias narrativas se mantiene por sí misma y todas tienen su enjundia porque a pesar de la ironía que encierran muchas de las réplicas, el fonfo es serio: soledad, incomunicación, egoísmo, aburrimiento, cotidianeidad, separación, frustración... 


Ha contado para ello con algunos de sus actores fetiches y otros con los que lo hace por primera vez. Y a todos les saca un excelente rendimiento a base de trabajar la naturalidad. Quienes hemos dirigido teatro sabemos de la dificultad que encierra lo aparentemente sencillo. Hace falta crear un clima de entendimiento y complicidad a los que los actores no siempre están dispuestos, no por falta de generosidad interpretativa, sino por la forma en que se rueda una peli, tan discontinua, o por la falta de tiempo. Aquí parece que todo fluya sin esfuerzo. Leonardo Sbaraglia y Eduard Fernández; Javier Cámara y Clara Segura; Ricardo Darín y Luis Tosar; Eduardo Noriega y Candela Peña; Alberto San Juan y Leonor Watling, Jordi MollàCayetana Guillén Cuervo... no sabría decir quién está mejor. Aunque, si me tuviera que decantar, la Peña está que se sale en el papel de calientapollas. Y Tosar, lejos de su dureza habitual, se bate el cobre de forma excelente con Darín, quien derrocha humanidad en el papel de marido engañado. 


Fernández y Sbaraglia mantienen una complicidad de una intensidad emocional espectacular a base de abrazos, sonrisas amargas y lágrimas incontenibles. Todos estos microrrelatos van confluyendo a lo largo de todo un día para reunir al final del mismo a todos los personajes en una fiesta. En ese momento los conocemos mucho mejor. La fotografía está cuidadísima y logra captar la expresividad desbordante de los actores desde puntos de vista poco habituales. Y, como en sus anteriores filmes, Gay no utiliza música para subrayar las emociones. Tan sólo la incluye para separar las escenas.


Según confiesa el director, ya que se trataba de secuencias aparentemente inconexsas, los actores recibieron tan sólo la parte que les correspondía interpretar, no el guion completo, para no dejarse contagiar por los demás personajes. Ensayaron tres o cuatro días cada historia y la rodaron en una semana. El resultado es de una gran frescura. Y no todos los varones que aparecen son imbéciles, egoístas, machistas o inútiles, que de todo hay, sino que también los hay comprensivos o generosos. No es una peli maniquea. Sí lo es, y mucho, enormemente divertida, aunque el resumen sea la frase final que encabeza estas líneas: "¡Estamos buenos...!"

José Manuel Mora.







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