A royal affair, de Nicolaj Arcel

Retrato de época...

Convendría, antes que nada, hablar del título. Alguna vez he señalado aquí la dificultad de una buena traducción (aunque ya sabemos que los distribuidores hispanos reinventan, ¿revientan?, a capricho los títulos que se estrenan), ya se sabe el adagio italiano, traduttore, traditore, el que traduce (o lo intenta), traiciona (aun sin querer). Si traducimos literalmente, quedará tal y como se ve en los cines "Un asunto real". Sin embargo, tanto en el título original danés, como en su traducción al inglés, A royal affaire, que es la que he elegido para encabezar la entrada, aparece la palabra affaire, préstamo tomado del francés, y que en ese idioma tiene connotaciones amatorias, o más sencillamente se podría trasladar como "lío de faldas", que sería "real" en este caso, dados los protagonistas.


La siguiente precisión tiene que ver con el director: Nikolaj Arcel (1972), absolutamente desconocido por estos lares. Que en su tercer filme haya optado, sin conseguirlo, al oscar a la mejor película de habla no inglesa, me parece un logro. Tal vez dicho logro tenga algo que ver con el guión, firmado por él mismo y Lars von Trier. De hecho en el festival de Berlín ganó un "oso" en esta categoría, además de al mejor actor, Mikkel Boe, desconocido aquí, y que interpreta el papel de rey medio enloquecido, Christian VII, que se sentaba en el trono de Dinamarca a finales del XVIII y del que históricamente no sabía nada. También cabe mencionar su participación, la del director-gionista, en el de Los hombres que no amaban a las mujeres, una hazaña, condensar el tocho de la novela en algo comprensible y apasionante.


Lo de menos, a mi parecer, en esta historia es el asunto de faldas del título, por muy real que sea y por bien llevado y medido que esté, que lo está. El desamor de la inglesa, (Alicia Vikander, actriz sueca tan desconocida como casi todo el resto del reparto), a la que casan a distancia con el rey es a todas luces comprensible, más si el pobre hombre es considerado loco ("se masturbó demasiado", dice el primer ministro) y es manipulado sin cesar por su madrastra (que tiene otros planes para el trono) y por los miembros del consejo real, que sólo le pasan los decretos a la firma, sin que él los lea o los intente entender. Ella, una mujer culta, lectora, a la que han censurado los libros de su biblioteca personal a su llegada, no puede dejar de sentir curiosidad por el médico y consejero de su marido, un racionalista impenitente, conocedor de J.J. Rousseau, de Voltaire, de los ilustrados que funcionaban por toda Europa, o al menos por los territorios donde había libertad de imprenta (no era el caso en la tierra de Hamlet, ni en la España de la época, dominada por la Inquisición). Curiosidad que acaba derivando en una pasión entre ambos irrefrenable, además de prohibida, claro. La secuencia del baile palaciego es de una intensidad de miradas muy conseguida.


Lo que creo que está magníficamente logrado es el retrato de una época en la que el oscurantismo de la iglesia protestante, unido a los intereses de una nobleza terrateniente que usaba y abusaba de sus siervos, mantenía a la población sometida, atrasada, sujeta a los tributos necesarios para pagar el derroche de la corte... Una época que estaba dando sus últimas boqueadas, la Revolución Francesa estaba a las puertas, y en la que el espíritu de "las luces" intentaba abrir cauces nuevos para el pensamiento y la actuación modernizadora (limpieza de canales, vacunación contra la viruela, anulación de la censura de publicaciones, aumento de impuestos a quienes más tienen...). Hay un tema subyacente, que se explicita en algún momento y que resulta muy español: el mundo como representación (La vida es sueño, El gran teatro del mundo, Calderón, claro) en la que cada quien no puede salirse del papel que se les ha asignado, los personajes/seres humanos actúan sujetos por el papel que les ha tocado representar, sin libertad individual alguna; aunque en un momento dado, y puesto que se posee todo el poder en el caso del rey, uno pueda intentar salirse del guion marcado. Todo ello viene envuelto en una factura cuidadísima, por las localizaciones, el vestuario y la iluminación, la que da como resultado una fotografía de interiores a la luz de las velas, absolutamente creíble.


La influencia del médico extranjero, alemán, se acentúa en la medida en que gana también el corazón del rey a base de sensatez y afecto cierto. El personaje está servido por Mads Mikkelsen, a quien había visto en la peli de Susanne Bier, y que ya me había llamado la atención, Después de la boda (2006). Aquí está cargado de una intensidad interpretativa que lo hace muy creíble. Su actuación, llena de intención política, no deja indiferente a nadie en la corte y el mecanismo se pone en marcha: manejos, compra de voluntades, intento y logro de golpe de estado, manipulación de la plebe, ("muerte al alemán", gritan, con ese punto xenófobo tan popular). Todo ello me recordó que en nuestro país también se decía "muerte al choricero", para intentar cargarse a Godoy, quien también se encamaba con su reina. A ello añadían una frase de más raigambre, más nuestra "¡Vivan las caenas!". Al fin y al cabo el pueblo es fácilmente manipulable si no está instruido y, como decía Galdós en uno de sus Episodios Nacionales,  "Sin duda el mayor placer de esa bestia que se llama vulgo consiste en ver descender hasta su nivel a los que por mucho tiempo vio a mayor altura". Eso queda de manifiesto también en la corte danesa. Así pues, una lección de historia amena, que no suena a acartonada, vibrante, y con un final que, si se ajusta a la realidad, como parece ser, resulta esperanzador.

José Manuel Mora.





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