Yo soy Don Quijote, por Pepe Sacristán


Don Quijote redivivo

Gracias al diseño de esta página que tuvo a bien confeccionar mi antiguo alumno Fran, (yo entonces no hubiera sido capaz, gracias) y a la etiqueta "actualidad", he podido colgar un par de comentarios sobre teatro, asunto alejado en principio de los contenidos del blog. Si hace poco hablaba de la desolación de un cine vacío, hoy he de decir que el Principal estaba lleno "de gente joven de mi edad". Sin embargo, con lo aficionado que he sido a   este arte, presenciado, leído, interpretado y dirigido por mí durante cuarenta años de profesión, he de confesar que es la primera a la que asisto esta temporada. ¡Cómo me habrá parecido la programación en estos tiempos de recortes! Pero hoy iba con la recomendación de mi compañera, y sin embargo amiga, Basi Esteban y del resto del Departamento. Así que aquí presento Yo soy Don Quijote de la Mancha.


La obra arranca on una escenografía elemental, casi del teatro pobre de Grotowsky, que nos sitúa en un escenario con los palcos al fondo. Estamos en el juego especular del teatro dentro del teatro. Los tres actores y el músico se disponen a comenzar la representación y la inician con una discusión nada bizantina sobre la vigencia de la figura cervantina, la fidelidad de las citas, la necesidad de encarnar, de dar la propia carne actoral, a D. Quijote, Sancho (Fernando Soto), y la creación divertida y acertada de Sanchica (Almudena Ramos), la hija de éste. Esos son todos los mimbres, junto a cuatro elementos de atrezzo. Y acaban siendo más que suficientes. El panóptico del fondo servirá para proyectar unas imágenes casi fantasmagóricas del territorio manchego. Las caracterizaciones mínimas las completan los actores con la verdad de sus interpretaciones, de las que luego hablaré.


Que el responsable de la dramaturgia, José Ramón Fernández, decida iniciar el primer parlamento de D. Quijote con el pasaje de "aquellos tiempos que los antiguos llamaron dorados porque no exitían las palabras tuyo y mío" (cito de memoria) pone el listón muy alto. De repente uno siente que no está en otra época, sino bien en la nuestra, cuando Cervantes habla de la justicia ausente, de los aprovechados de toda laya, de la violencia contra los débiles... Parece ya evidente, desde el principio, que la vigencia de los clásicos, o al menos de éste, no es un mito de los libros de literatura. El "dramaturgo", tarea que en el XVI ejercía el director y a veces primer actor de la troupe actoral haciendo y deshaciendo a su antojo y según la respuesta de los diversos públicos, ha levantado la función, no reviviendo las distintas situaciones por las que pasan caballero y escudero, sino apoyándose en el relato que estos hacen de lo que les ha sucedido en cada una de las salidas. Las palabras son cervantinas casi todo el tiempo, pero a veces se entretejen con las reflexiones de los propios personajes, sobre sus aventuras y desventuras, y los comentarios que los propios actores hacen de lo que están representando. Hay dignidad en el tratamiento, se alejan de lo chusco y lo manido, de la fácil risa que pudieran provocar los distintos sucesos.


El hallazgo del Rocinante, que más parece Clavileño, es de lo más apropiado dentro de su sencillez. La armadura de quita y pon es muy efectiva para transformar al hidalgo en caballero. Los comentarios de Sanchica sobre el papel de su padre en la aventura, o sobre la presencia de D. Quijote en estampa, que ya circula con éxito, suponen un contrapunto de sensatez a la locura del protagonista. Locura cuya finalidad parece tan razonable, tan necesaria, y hoy más que nunca. Se enriquece todo ello con citas de autores actuales, como san Antonio Machado, o autocitas al trabajo de Sacristán en otra de sus incorporaciones del personaje (el musical El hombre de La Mancha). La caracterización de Sancho con sus inevitables refranes ("ahí está mi rucio, que no me dejará mentir", aunque en el original sean las gallinas las que pueden testificar) es acertada y su humanidad próxima.


Aunque, seguramente, la obra no sería lo que es sin el recital interpretativo de Pepe Sacristán, que llega al culmen de su carrera con esta actuación en la que se nota que disfruta, que lo que dice lo hace suyo con su cuerpo y con su voz, con gestos mínimos, con la empatía hacia su personaje, hacia su lucha por la bondad, la libertad y la justicia. Y aquí está la magia del teatro, el momento único, cada noche repetido, pero siempre distinto y en el que cualquier cosa puede suceder. Un medio cálido ante la frialdad de tanta pantalla, grande o pequeña. Antaño los espectáculos eran efímeros y de ellos sólo conservábamos la memoria del que quisiera comentarlos, pero la magia de las interpretaciones, de la puesta en escena, acababa en el olvido. Ahora se realizan grabaciones de las representaciones y gracias a ellas el trabajo de los actores y los montajes perdurarán con mayor eficacia para quienes vengan después y quieran saber cómo funcionaba ese espejo social que ha sido siempre el teatro. Sin embargo el temblor emocional de intérpretes y público latiendo al unísono en un teatro sólo se podrá experimentar yendo a las salas. Tal vez por eso perdura, a pesar de la crisis y los recortes.

José Manuel Mora.

P.S. Dejo aquí unas imágenes como constancia de lo visto. Y una justificación: este "documento", que sólo sirve a mi memoria personal, ya que el espectáculo ya no se verá más en Alicante. Tal vez pueda valer para animar a otros allá donde se programe.



Comentarios

Fran ha dicho que…
De nada, querido profesor :)

Estupenda reseña. Me hubiera encantado ver esta obra. Una pena que haya durado tan poco por estas tierras.

Saluts!

P.S: Aunque sigue manteniendo su funcionalidad, quizás sería bueno darle un lavado de cara al blog y actualizarlo a estos tiempos (el 2007 queda ya muy lejos! :P) Si estás interesado dímelo y nos ponemos a ello.