Las lágrimas de San Lorenzo, de Julio LLamazares

 La melancolía y el tiempo

Por fin, de rabiosa actualidad. Para quienes, entre los que se entretienen por estas páginas, creían que soy un trasnochado lector, quiero demostrarles que estoy "al loro". Mi última lectura y esta reseña coinciden prácticamente con la publicación en prensa por los comentarista serios. No tiene mérito porque, desde que oí hablar de su publicación, sabía que acabaría por comprarla y leerla ("comprarla", ¡qué antigüedad!). Las fidelidades tienen estas cosas. La frase anterior viene a cuento de que desde 1988, año en que se publicó aquella Lluvia amarilla que me dejó trastornado por la belleza de su prosa, he seguido la pista al autor. Aquella reflexión sobre la soledad del último de los habitantes de una aldea del Pirineo aragonés, sobre los que habían muerto antes que él, sobre la posible locura que lo acecha, me conmovió enormemente, sobre todo por la musicalidad de su prosa, plagada de maravillosos endecasílabos. Trás-os-montes (1998), Cuaderno del Duero (1999) y Las rosas de piedra (2008), libros de viajero con tiempo para pergeñar unas notas, también me resultaron enormemente sugerentes, aunque confieso que los seguí por la prensa.


Hablo sólo de lo que conozco, porque este chico joven de mi edad (aunque no sea cierto, su biografía en la solapa dice que es de 1955, es decir que tiene ocho menos que yo), nacido en un pueblecito de León que anegaron las aguas de un pantano, ejerce de novelista, de poeta (¿se puede ejercer de poeta?) y de periodista desde su primera publicación en el 85, a pesar de su inicial formación en derecho. Con esta novela, LLAMAZARES, Julio. Las lágrimas de San Lorenzo. Madrid: Alfaguara, 2013, vuelve a los estantes de las librerías. Hay quien dice que, a veces, los escritores redactan siempre el mismo libro, puesto que no son capaces de escapar de sus obsesiones. Veamos si es cierto.


El argumento es nimio. Un padre cincuentón, separado, va a Ibiza (lugar mítico en el que pasó su primera juventud), con su hijo preadolescente, a contemplar ese fenómeno celeste de la lluvia de estrellas, las famosas Perseidas, que se produce en las noches de julio y agosto y que es fácilmente perceptible, sobre todo cuando no hay en el entorno contaminación lumínica. A los ojos nuevos del niño se suman los de un padre cansado de ser lector de español cada año en una universidad extranjera diferente, lo que le ha producido un severo desarraigo. Y a su lado, y bajo la bóveda negra de la noche, ahora iluminada por las estrellas fugaces, comienzan a agolparse los recuerdos: los primeros, la vivencia de algo semejante en una era leonesa, junto a su padre ya muerto, y de alguna de sus frases que le quedaron grabadas "Nos pasamos la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo" (pág. 50). Y con cada estrella una nueva remembranza. "La memoria no era una debilidad, sino, al contrario, la única patria de las personas que, como yo, hemos renunciado a todas" (pág. 168). Y así, cada capítulo lleva el mismo título, "Otra...". Evidentemente hay una carga simbólica en esa vivencia nocturna que el propio autor desvela: "Las lágrimas de San Lorenzo no son sólo una metáfora del tiempo. Son sobre todo la prueba de que la vida es apenas una luz en las tinieblas del universo infinito, pero a la vez tan fugaz como los deseos del hombre" (pág. 169). Porque de eso trata el libro, entre otros asuntos, de la vida y su fugacidad. Es este un viejo topos literario, que el propio escritor rastrea en sus lecturas escolares del viejo Catulo (no me resisto a citar sus versos: Los soles pueden ponerse y salir de nuevo. / Pero para nosotros, cuando esta breve luz se ponga, / no habrá más que una noche eterna / que debe ser dormida..." pág. 136). Y a la vez que la rapidez del pasar, está la pregunta también muy literaria del ubi sunt: los abuelos, los padres, el hermano muerto joven, el tío desaparecido en la posguerra interminable... Y la sensación engañosa de algo que parece haberse vivido, aunque "El tiempo nunca retorna y ésa es la razón de la melancolía del hombre" (pág. 54). Y ya ha aparecido otra de las palabras que podría expresar el sentimiento del narrador, la melancolía por la fugacidad de todo, por lo irreparable de no poder apresar el tiempo. No hay dolor, ni desgarramiento, hay algo más etéreo, el sentimiento dulcemente lacerante producido por la consciencia de sentirnos perecederos, como las estrellas y el universo todo.


Y sin llegar a alcanzar el tono de quasi prosa poética de su título citado más arriba, el juego metafórico es potente, como no podría ser de otra manera en el de León. Quiero dejar constancia aquí de un par de ellas: "La noche tiembla como las estrellas; la caracola inmensa del mar es ya una caja de resonancia contra la que choca el mundo" (pág. 93).  Y sabedor de su acierto, el escritor vuelve sobre la idea, aunque modificada levemente: "La noche suena como un cascarón vacío, como la caracola inmensa del mar que ruge frente a nosotros" (pág. 90). Y para no cansar, y en otro registro: "La noche se dormía a cierta hora, lo mismo que las personas y que la naturaleza entera" (pág. 117).


Al hilo de todo esto quiero rendir desde aquí un homenaje sentido a quien me letrahirió y seguramente me tiempohirió, gracias a los autores y los textos que elegía para las lecturas y los comentarios en el aula: Dª María Pascual, catedrática que fue del IES "Jorge Juan", en los tiempos en que era el único instituto de toda la provincia y quienes allí estudiábamos, unos privilegiados por ser la minoría, aunque no fuéramos del todo conscientes.  Manrique, Azorín, por poner sólo dos ejemplos me hicieron consciente con 16 años de la rapidez con la que todo pasa. Y así, al tiempo que lo vivía, sentía una melancolía anticipada al saber que no volvería nunca, por lo que todo lo vivía con extraña intensidad. De ahí al carpe diem no había más que un paso. Porque a fin de cuentas, volviendo a Llamazares, "El tiempo es lo único que permanece y que nos sobrevivirá cuando ya no estemos... La larga noche del tiempo" (pág. 179).

José Manuel Mora.

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