Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro

Oriente


 De nuevo mi amiga la viajera me propone descubrir cosas exóticas. Y antes de viajar a Japón, me presta este libro. De aquellas latitudes he de confesar que apenas he leído un libro, ya clásico, de Yukio Mishima, su Confesiones de una máscara (1948), que tanto me impactó. Viene bien traerlo a colación por lo que diré más abajo a propósito de la novela que nos ocupa. Y por supuesto al posmoderno Murakami, del que hay alguna cosa comentada en este blog.


ISHIGURO, KAZUO. Pálida luz en las colinas. Barcelona: Anagrama, 1988. Convendría decir que se trata en parte de una rareza, ya que su autor, aunque nacido en Nagasaki en 1954, se educó en  Gran Bretaña desde los cinco años y escribe en inglés. De hecho la obra en cuestión se publicó por primera vez en  Londres en 1982. Pertenece a la generación de escritores como Amis, Barnes, McEwan, Rushdie, que no conozco bien; de hecho sólo he leído algo de estos dos últimos. En la multirracial Inglaterra un japonés ha debido de sentirse más de una vez como un extraño. Y algo de eso tiene la novelita, que bascula entre el este y el oeste, en torno a la figura de una mujer de Nagasaki, que acaba viviendo en Manchester en los ochenta, pero que recuerda su pasado nipón en los años cincuenta. Esto es anecdótico porque lo importante del libro subyace a todo ello.


He citado a Mishima antes y no lo he hecho en balde. Él representaba al viejo imperio nipón, que se vio sacudido hasta el tuétano por su participación agresiva en la II Guerra Mundial. La conciencia de derrota fue insuperable para muchos japoneses (a él lo llevó, entre otras razones, a hacerse el harakiri en 1970 en un ritual tradicional), y la explosión de las dos bombas nucleares dejó trazas imborrables en la sociedad del sol naciente. A ello se ha de añadir la presencia de los soldados estadounidenses y la influencia que su particular way of life, que decimos los ingleses, dejó entre ellos. Parte del viejo mundo perdido definitivamente se manifiesta en la novela a través del suegro de Etsuko, la protagonista/narradora. También en toda la serie de rituales que se mantienen: la ceremonia del té, los kimonos, las reverencias constantes... Pero al mismo tiempo la presencia de lo nuevo se abre paso en medio de la devastación que dejaron las bombas. Sachiko, la amiga de Etsuko, es la que está siendo capaz, con todas las dificultades del mundo, de romper con su vida pasada, y está dispuesta a emigrar a América siempre que el impresentable del yankee no se vuelva a beber el dinero ahorrado para el viaje. Y su hija Mariko, ser libérrimo, que no asiste a la escuela y que hace su santa voluntad. El personaje más inquietante del libro.


Y, si todo lo escrito anteriormente no deja de ser la anécdota de la novelita, lo auténticamente novedoso es el ambiente asfixiante que se respira en este mundo de mujeres. No hay explosiones de violencia, no hay dramatismo explícito más que los berrinches o la cabezonería de la hermética Mariko-san; es más lo no dicho, que se manifiesta en las reticencias, en las faltas de explicaciones. El autor exige del lector que suponga o imagine lo que no cuenta de esa madre con la niña en situación tan extrema, ¿qué las ha llevado hasta ahí? De la misma manera que debemos suponer qué llevó a la Etsuko adulta a emigrar a Manchester, qué ha pasado con su anterior marido y con el padre de su segunda hija. Todo queda insinuado. Todo está latente. Y es esa latencia la que crea la tensión que no acaba de estallar y que nos mantiene a la espera, alertas. Los caracteres de las dos mujeres y la niña quedan perfectamente definidos por sus reacciones, por sus medias palabras, por sus actitudes. Viene servido con un tono coloquial, repetitivo a veces, ausente de retórica orientalista o de la otra. Hay en el autor un gusto por el detalle que sí es de aquella cultura, una precisión por las horas de luz, por la lluvia inmisericorde londinense, por los gestos de los personajes, tan indicativos. Aparentemente no sucede nada más que lo cotidiano, pero uno sabe que por debajo de esa cotidianeidad se está fraguando el destino de los personajes, y que parece no ser muy prometedor. Literatura, pues, distinta de la que llena las mesas de novedades actuales. Muy recomendable para quienes quieran experimentar con propuestas distintas. 

José Manuel Mora.


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