Ayer no termina nunca, de Isabel Coixet

 Duelo verbal

                                                        Yo sé que ver y oír a un triste enfada  M. Hernández.

Esta tarde he querido romper una lanza a favor del cine de aquí y, en vez de entrar a ver Tierra prometida, otra de "Jolivú", me he metido a ver lo último de la Coixet, Ayer no termina nunca. Efectivamente creo que el cine se muere. Quiero decir, el de las salas. Éramos dos. ¡Qué tiempos ver una peli a cine abarratodo, como en mi infancia en el Roxy de Benalúa, o en mi adolescencia en el Monumental, el Ideal..., todos desaparecidos!


Isabel Coixet creo que ha decidido construir, a partir de ella misma, un personaje: su ropa, sus gafas, sus poses, su modo de hacer declaraciones. Personaje que a mí particularmente me irrita. Sin embargo he de reconocer que La vida secreta de las palabras me emocionó. Esta vez la directora catalana parece que ha querido romper con la pana, bien porque no tenía dinero para rodar de otra manera (lo hace con dos actores, una localización, buena música y poco más), o porque quería plantearse algún firibulillo formal. Los flases retroactivos se filman en blanco y negro desdibujado y la acción presente en colores tan grises como la atmósfera de la película toda. Ha dirigido, producido y escrito el guión, a partir de una obra de teatro, parece ser. Y a fe que la peli es teatral.


Los personajes se encuentran en un no lugar, aparentemente las ruinas de un edificio sin terminar que está empezando a ser minado por el tiempo y el abandono: cemento vivo de volúmenes potentes y desnudos. Y ahí, un hombre y una mujer que se reencuentran después de cinco años sin verse. Mantienen las distancias, de hecho las réplicas se filman plano/contraplano, o con barridos lentos y temblorosos de un rostro a otro debido a la separación física entre ellos. Estamos en el 2017; seguimos cavando en el hoyo de la crisis y se ha producido el cuarto rescate. Hay una historia anterior que desconocemos y que produce la tirantez, el alejamiento, la respuesta borde. Estos dos seres, como en la famosa obra del absurdo, parecen esperar a un nuevo Godot que, como el otro, no acaba de llegar.


Esa espera les da pie para ir sacando todos los reproches que cada uno guarda respecto a la tragedia que los separó. Y como en casi todo, un mismo hecho, común a ambos, ha sido vivido de forma diferente por cada uno de ellos: él parece que ha sido capaz de rehacerse; ella sigue cargando con su dolor a cuestas, como una segunda piel de la que ni puede ni quiere desprenderse. La apuesta de la directora se apoya exclusivamente en el diálogo (con algún subtexto en B/N para que quede claro que es lo que piensan, no lo que dicen) y por supuesto en la interpretación impecable de Candela Peña y Javier Cámara. El daño experimentado es tan hondo y la manera de vivirlo tan diferente que no parece posible el encuentro. Y hay dos horas de metraje de por medio lo que puede dar lugar a secuencias al borde del tedio o la simple impaciencia.


Y sin embargo la necesidad de alcanzar la alteridad permite que acaben al menos en el consuelo mutuo. A pesar del dramatismo y de la fuerza de la interpretación, tal vez por la opción a la hora de filmar, la peli no me ha conmovido, y eso que la he visto con gusto. Creo que es otro de los tour de force, que decimos los franceses, que le gusta llevar a cabo a la catalana.  Y como tal apuesta puede que deje fuera a muchos. Otros tal vez la disfruten. A cada quien su gusto.

José Manuel Mora.




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