Los príncipes valientes, de J. Pérez Andújar

 Señas de identidad literarias

He aquí una rareza. Un libro que se publica con una distribución restringida, la del Círculo de Lectores que, como es bien conocido, cuida mucho sus ediciones: tapa dura granate, páginas de cortesía, sobrecubierta con hermosa foto en blanco y negro, que es como uno recuerda aquella época aciaga: los estertores del franquismo. Con el pequeño detalle, que también hace al libro diferente, de llevar los créditos en la última página en vez de, como es habitual, al inicio, a modo de presentación. PÉREZ ANDÚJAR, JAVIER. Los príncipes valientes. Barcelona: Círculo de Lectores (por cortesía de Tusquets), 2007. Esta vez la recomendación me llega a través de un primo reencontrado, casi coetáneo del autor, Manolico, y tal vez por eso más "tocado" por el libro. He querido dejar esta foto pequeña. porque es la única que he encontrado que se corresponde con la edición que he tenido entre manos.


 En el caso que nos ocupa, contrariamente a lo que decía en la última novela comentada de Zweig, aquí sí que creo se impone la necesidad de hablar del autor, puesto que ni yo mismo, que se supone que soy del área, lo había oído nombrar. Andújar es de una generación posterior a la mía. Nació en S. Adrià del Besós, en 1965; la preceptiva de las generaciones literarias suele separarlas de quince en quince años. Pertenecía a una familia de charnegos, granaínos emigrados al cinturón industrial barcelonés. Estudió, como yo, Filogía Hispánica (bueno, yo hice Románicas, de fer-la, fer-la grossa), trabajó como divulgador literario en radio y televisión; se inició como autor de ensayos, y el que paso a comentar fue su primer trabajo novelesco.


Se trata de un libro profundamente evocador, una vez más "el tiempo perdido", que se pretende recobrar a través de la memoria. Esta vez la de un niño de unos diez años, que también, como la familia del autor, vive junto al Besós, y ve correr sus aguas aceitosas, desbordantes a veces, contaminadas siempre, junto a las torres de alta tensión. Mientras el padre trabaja en el sector del metal, línea blanca, y difunde octavillas, o se manifiesta o se encierra cuando toca, la madre cuenta a su hijo viejas historias del pueblo lejano: literatura oral con toda la fuerza de la palabra viva, "la literatura escuchada está más viva que la lectura intelectual, íntima, personal, silenciosa; que atender a la lectura de un texto es asistir a la respiración del libro" (pág. 42); toda una declaración de intenciones (y el alumnado del Módulo recordará seguramente los diferentes tipos de posibles lecturas que comentábamos en Historia del Libro) .


En medio del ambiente obrero y de la conciencia de clase que se respira en la casa ("Me daré cuenta rápidamente de que no puedo pertenecer más que a mi propia biografía, y que, en resumen, soy tan solo el puñado de palabras que conozco", pág. 90), de tapadillo, hay otras figuras que marcan al muchacho: la abuela silenciosa, perdida en el bosque de su desmemoria, o la del tío Ginés que, como el de Pasamonte, bebe en la literatura picaresca sin él saberlo. Y así el sobrino dice "voy a desarrollar con la picaresca el gusto por la cultura popular" (pág. 36). Y esta cultura popular adopta para el crío diferentes formas: una de las primeras, la de aquellos libros de la Colección Historias, que yo también tenía en casa, con texto abreviado e ilustraciones de tebeo cada poco. Así leí uno de mis primeros libros, que yo creí completo: Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Y junto a toda esa cultura de transmisión oral popular, también oral, pero culta, la del maestro que les hace leer en voz alta en la escuela, como hacía mi padre en su aula. Y con la remembranza infantil se mezcla el conocimiento del especialista que pone en boca del niño reflexiones que son suyas: "Hay dos tipos de escritores, los de mar (Poe, Melville, Conrad, Verne, Baroja) y los de río (Manrique, Twain, Ferlosio, Cela) [...] los de mar son más novelistas y los de río más poetas" (pág. 41), o la sesuda comparación entre Poe y Verne, estupenda. Y junto a todos ellos (luego descubrirá con las Coplas, que unos desembocan en otros), los tebeos, con toda la patulea de personajes hilarantes, heroicos, desquiciados..., como los que yo leía mientras hacía reposo en Yecla: toda la colección del imbatible capitán Trueno del que yo no sabía por entonces que era rojeras, Víctor Mora, y que desapareció en algún cambio de casa. Y también yo, como el narrador protagonista, que se ha metido a monaguillo para comprarse tebeos, hacía algo semejante para ganarme al inefable padre Albert, que regentaba una biblioteca en la calle Reyes Católicos, donde pude leer la colección completa de Tintín.

 
Y, cuando por fin llega la televisión, es fácil abrir el foco hacia las series de origen yankee, fastuosamente dobladas en puertorriqueño: Colombo, Kojak, Ironside, o bien a las de producción nacional, como El pícaro, que asocia con facilidad a lo oído a su tío en casa. Y si todo ello se puede compartir con un amiguico, pues mejor todavía. Su compañero, Ruiz de Hita, que lleva aparejado junto al apellido a otro gran contador, el viejo Arcipreste. Con él, con su compa, comparte el tesoro de los libros sacados de la biblioteca de la escuela, recomendados por el maestro o por una presentadora de un programa infantil. "Los libros nos van a fascinar, más que por la épica de lo que cuentan, por lo sugerente de alguna palabra encontrada al azar, por el lirismo de su olor a tinta, , por la porosidad lunar de su papel, por un detalle de impresión en una sobrecubierta, o por lo fascinante de un dibujo" (pág. 106). Esta cita suena ya a otra época. Los lectores "electrónicos" se pierden todas estas sensaciones, aunque puedan ganar las que proceden de los hipervínculos. De nuevo creo que es más el autor que el niño el que dice "Voy a hacerme lector de islas [ha hablado de Verne, de Conrad, de Poe] en mi búsqueda de un paraíso al que irme con los  libros, con todos los libros del mundo, o al menos con todos los libros de la biblioteca escolar" (pág. 119).


Y por poner alguna pega, un par de cosas que me han molestado algo: la manía (?) de redactar casi todo el libro en una costante perífrasis de futuro ("voy a hacerme", "voy a desarrollar"...) que me ha llegado a cansar en algún momento. Y que, por debajo de un castellano muy bien trabajado, con hallazgos terruñeros, como "abacería", o creaciones bien traídas, como "unicejular", para refererirse a quienes lucen una sola ceja continua de lado a lado, al autor se le escapen calcos lingüísticos propios de quien habla catalán: "explicar", por "contar", por ejemplo. Cosa de poco para un libro que encantará a cuarentones "letraheridos" que comparten todo el cúmulo de referencias que el libro encierra. Al final comparto yo también, plenamente, esta última cita con el niño/futuro escritor: "No voy a ser consciente de lo que pienso hasta que no lo escribo, o hasta que no lo veo escrito, y lo leo" (pág. 167). Y si no, que se lo pregunten a estas páginas que, como las gallinas a Sancho, no me dejarán mentir. Y ahí os quedáis, que me voy a Florencia. Ya contaré a la vuelta.

José Manuel Mora.



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