Intemperie, de Jesús Carrasco

Im-pres-cin-di-ble.

Una vez más, quienes van delante, abren camino a los rezagados. Primero fue mi compañera y sin embargo amiga, Pilar Galifato quien recomendaba desde el altavoz del feisbuk el librito en cuestión. Lo calificaba de im-pres-cin-di-ble (sic). Buena lectora como sé que es, hizo que lo anotara en mi larga lista de "pendientes". Poco después una reseña de El País, le dedicaba una página completa, cosa inusual, al precio que está el espacio periodístico. Fue otro toque. Más tarde mi lectora de avanzadilla, Isabel, me dijo, "¡Qué descubrimiento! Nene, te lo tienes que leer". Y yo, que soy bien mandado, empecé con él. Mi compa de Departamento, Pepe, acabó proporcionándomelo y me lo he "bebido" en unos días, tal vez por la pertinaz sequía que se instala en el paisaje de la novela. A todos ellos, gracias por la recomendación


 CARRASCO, JESÚS. Intemperie. Barcelona: Seix-Barral, 2013. Esta vez voy sólo con medio año de retraso, así que mi comentario es casi de rabiosa actualidad. Pero, ¿quién es este tal Carrasco? Un pacense de 41 años, dedicado a la redacción publicitaria y que llevaba, según su testimonio, escribiendo relatos desde hace tiempo hasta que decidió dar el salto a la novela. No es extensa, pero sí densa, y mucho. A su profesión parece achacar el autor su propensión a eliminar lo superfluo (vid. entrevista infra del programa  Pagina2). En el artículo del diario arriba citado hubo una cosa que me sorprendió: trece editores europeos se habían puesto de acuerdo para lanzarlo simultáneamente en diferentes idiomas, antes incluso de que se hiciera aquí. La curiosidad fue en aumento.


Toda la historia se cuenta desde los ojos de un niño que huye en el arranque del libro. No hay explicaciones, ni saltos atrás que aclaren los porqués de la fuga, pero debe de ser algo que le causa auténtico horror, puesto que prefiere el hambre, el frío, los arañazos del monte, antes que volver a su familia y a su pueblo. E intuimos que no por miedo al castigo, sino "del infierno de silencio en que vivía". El chico acaba encontrando a un viejo cabrero que le presta su auxilio, su compañía silenciosa y su conocimiento del páramo, de las cabras, de las herramientas para luchar y sobrevivir en la llanura calcinada, de la vida en fin. Y que acabará convirtiéndose en compañero de fuga. "Delante de él, el llano se sacudía el sufrimiento que el sol le había causado durante el día". A ellos se añade el antagonista/perseguidor: el alguacil, así en genérico, con unas botas y una moto con sidecar ("sidecar", ¡qué antiguo!; pronúnciese a la española) y un par de ayudantes. Por último un tullido que el chico encuentra en un pueblo deshabitado. Habrá que esperar al final para que se nos aclaren los interrogantes, para que se confirmen las intuiciones que nos han ido asaltando a lo largo de la lectura, sin demasiada explicitud, por otra parte, pero con total claridad, en un desenlace tan abierto como la vida. No hay nombres propios, ni topónimos, ni ubicación temporal, aunque la moto nos lleve a mediados de la centuria pasada. Parece que el autor no quiere que nos distraigamos en cosas accesorias al hilo argumental, para que nos centremos en lo fundamnetal: en esta historia de crueldad, desamparo, violencia, pero también de solidaridad humana expresada en pequeños gestos, como enseñar a ordeñar, conocer el mejor sitio donde descansar, o cómo encontrar agua.


El autor ha elegido la concisión, un reducido número de personajes y el cielo implacable sobre sus cabezas. Hay una atmósfera casi solanesca (no del Solana negro de la España profunda, pero sí el de la oscuridad de sus gentes en medio de un secarral inclemente donde hace siglos que no llueve, la famosa "pertinaz sequía", que se decía entonces, "con los ojos tumefactos bajo el martillo de aquella fragua solar", pág. 98). Una paradoja parece desprenderse de este cuadro y es que, aunque se desarrolla a campo abierto, "a la intemperie", con todo lo que de dureza lleva el término consigo, nos puede llegar a producir una sensación de claustrofobia. Esa intemperie que empuja al chico "más allá de lo que sabía y de lo que no sabía acerca de la vida" (pág. 97). Hay una preminencia de sensaciones primarias: los olores, la sed, el calor, los propios excrementos, el hambre que roe las entrañas ("el hambre venció al dolor, como habría de ser ya para siempre")... todo ayuda a conformar un espacio no sólo físico sino anímico a veces.


Hay en las entrevistas y comentarios al libro referencias muy "literarias", que el autor parece reconocer como propias. A mí, la que me ha venido a la cabeza con mayor fuerza y de manera inmediata, ha sido la del Delibes de Las ratas, que leí hace tantísimo tiempo ya, pero que dejó en mí la impresión honda de "el ratero", de todo aquel mundo tan violento y atrasado para un lector de ciudad como yo era entonces, pero que luego pude contrastar sobre el terreno, en mis años del páramo vallisoletano. Años en los que enriquecí mi léxico de asfalto, con el del terruño de Campaspero p.e. (qué nombre tan adecuado, "campoáspero"), como le sucederá a quien se adentre en estas páginas: "alisos", "taray", albardín", cañaheja"... Y un sinfín de palabras que nos enraízan en ese paisaje y nos sitúan en la historia. Resulta claro para mí que el autor además de poseer buen oído, es un consumado lector, y no sólo de prosa. La fuerza expresiva de sus comparaciones: "perros suspendidos por el cuello [...] como crisálidas gigantes", "el hedor que liberó [la cabra muerta] le atravesó como un ánima en desbandada, impresionando su memoria de arcilla fresca" (pág. 94); las imágenes, de una fuerza plástica indudable: "Él estaba parado en su pequeña cueva arcillosa. Perdido entre los cientos de olores que la profundidad reserva a las lombrices y a los muertos", denotan a alguien familiarizado con la poesía, aquella escueta y sobria que nos deja inermes. Es además conocedor de la técnica del relato y sabe dejar en suspenso la trama al final de un capítulo, como hacían los escritores del XIX: "Y ninguno de los dos presintió la brutalidad de lo que había de suceder poco después" (pág. 103). Es un mundo primitivo que, para los veintañeros urbanitas de hoy, puede resultar desconocido y lejano, pero que a mí, que soy del siglo pasado y que viví de niño algún verano en el campo manchego, me resulta plenamente reconocible: el barbecho, las cabras, el pozo, el ordeño... Que nadie se arredre por estas supuestas pegas. La novela atrapa. No os defraudará.

José Manuel Mora.





Comentarios

Anónimo ha dicho que…
¡Ay! mi campo manchego... será lectura para mi agosto en aquellas tierras, yo que soy de estipe pastoril. LE