Tierras de cristal, de A. Baricco

 Libro frío

 Miento como un bellaco, lo sé. Aseguré que la anterior sería la última entrada referida a mi viaje a la Toscana, pero no podía dejar fuera de este grupo el comentario del segundo libro que llevé en la maleta/lector elecrónico para el trayecto. BARICCO, ALESSANDRO. Tierras de cristal. Barcelona: Anagrama, 1998 (aunque en Italia se publicó en 1991). Como se ve no era ninguna novedad, pero me picaba la curiosidad de leer algo del autor de Seda (1996), que tanto éxito cosechó en su momento y que a mí se me escapó, a pesar que su no lectura me dejaba fuera de la más rabiosa modernidad, o de la posmodernidad, ya no me acuerdo...


El turinés que parecía tener un contrato con el diablo, como D. Gray, y que creo que ejercía de enfant terrible, al igual que su héroe literario Holden Caulfield, sí, el prota de El guardián entre el centeno, de Salinger, es ya casi un chico joven de mi edad, y a pesar de su temprano éxito, ha seguido escribiendo, presentando programas de televisión, colaborando en obras cinematográficas y haciendo algo de teatro. Ha ido más allá incluso, y ha fundado un taller de escritura creativa, algo en lo que no creo demasiado porque, aun cuando la escritura requiera de técnica, y eso sí se puede aprender, tiene un componente de cratividad, de imaginación, "talento" lo llama él, que no todo el mundo posee (quede claro que no hablo de inspiración; Lorca decía: "La inspiración ha de cogerme trabajando"). Yo, sin ir más lejos, creo que sería incapaz de inventar algo que tuviera entidad, sentido, por más cursos que realizara. Y sin embargo, en una entrevista reciente confiesa que su método de aprendizaje fue leer mucho desde joven, lo que me parece absolutamente acertado. De hecho hay un par de citas en el libro que no me resisto a dejar aquí:  "Leer no es otra cosa que mirar fijamente un punto para no ser seducidos y destruidos por el incontrolable deslizarse del mundo" (pág. 46).


 Vamos pues con la novela en cuestión, en la que confieso que me ha costado entrar. Fue su primera obra, lo cual resulta sorprendente por el mundo que es capaz de crear. Centroeuropa, mediados del s.XIX, en un país indeterminado, en una ciudad de imposible nombre, Quinnipak, en los momentos en los que la industrialización, el maquinismo, parecían que iban a abrir todas las puertas, que todo acabaría por poder hacerse realidad, en una idea de progreso sin fin. Y ahí comienzan a aparecer una serie de personajes que inicalmente no parecen tener demasiada relación entre sí, aunque se irán trabando sus historias para ir conformando una especie de puzzle. Un tal Sr. Rail, cuyo sueño máximo es poseer un ferrocarril que le permita viajar a velocidades extremas, 80km. por hora nada menos. Y con esa rapidez endiablada también la lectura puede ayudar: "En los trenes, para salvarse [de la velocidad], se leía" (pág. 45).


Lo divertido de esta locura , a la que decide aplicar la mayor parte de los beneficios que obtiene en su fábrica de cristal, es que la locomotora acaba varada en el prado delantero de su casa cuando el dinero se acaba y tan solo se han tendido doscientos metros de vías. No está solo en medio de sus afanes; otro de los personajes, Pekisch, construye artilugios musicales imposibles, que le permitan atrapar notas que él cree escuchar pero que le resultan inasibles, o prepara un concierto a partir de dos melodías que se cruzarán en el centro del pueblo cantadas por dos grupos de personas, en una especie de "sinfonía fantástica". Y no se puede dejar fuera a un tal H. Horeau, que pretende levantar un palacio de cristal sostenido por vigas de hierro, diáfano, al estilo de los que de verdad se cosntruyeron para las distintas exposiciones universales finiseculares, un espacio en el que entrar supusiera "tener la impresión de salir fuera [...] es la magia del cristal...proteger sin aprisionar [...] sentirse dentro y sentirse fuera al mismo tiempo" (pág. 106). Todos estos personajes tienen un toque surrealista y sin embargo parecen dar a sus ensoñaciones y deseos un barniz de normalidad.


 Todos estos sueños se viven con un apasionamiento inusitado. La esposa de Rail, Jun, de una belleza dolorosa, nos resulta atractiva por lo desconocida, aunque sabemos de sus arrebatos cuasi incestuosos, de su sometimiento a un destino innombrado y del deseo irrefrenable que despierta en su marido y en quienes la conocen. Todo este enorme rompecabezas va toamando forma a pesar de dificultades añadidas, como la que representa un narrador múltiple, desconocido, con el que no nos podemos identificar. A Baricco le encantan los juegos que ya inventaron los del OULIPO, con G. Perec a la cabeza y sus eumeraciones caóticas capaces de crear atmósferas. 


Escarbando en la red para preparar esta entrada, me encuentro luego con una noticia que incluye foto (vid. supra), que da cuenta del incendio de uno de estos palacios de cristal, con la muestra de la ruina humeante que quedó, al igual que sucede en el libro. ¿Lo habrá tomado el autor de la realidad? Da igual. Frente a ese distanciamiento y frialdad buscados por Baricco, hay momentos de una intensidad dramática enorme, conseguida mediante la superposición de sensaciones: el tren, la velocidad, el paisaje que huye rápido al otro lado de la ventanilla, las campanadas de la iglesia, la lluvia... Y es verdad también que los aciertos expresivos son numerosos: "Aquella tarde se puso a llover como si se tratara de un castigo [...] con maravillosa ferocidad" (pág. 16). "La ciudad estaba ahogada en el betún de su propia noche. En la espuma de sus propios sueños: En la mierda de su propio insomnio" (pág. 25), ejemplo claro del uso magistral de la metáfora que se rompe con la salida de tono final. Y esta descripción última: "Once tañidos de campana que en ese momento violentan la oscuridad y se disuelven en el aire líquido del aguacero infinito [...] piedras de bronce en el agua de la noche [...] once sonidos impermeables lanzados en la podredumbre de la noche" (pág. 61). El maestro Lázaro Carreter nos enseñaba las estructuras posibles de los diferentes tipos de metáfora. Eso se puede aprender, pero ¿cómo se enseña la maestría expresiva del párrafo anteior? Con todo, y a pesar de su explícita apuesta por la emoción, "porque donde la vida arde de verdad la muerte no es nada" (pág. 122), el libro me sacaba fuera de él cuando empezaba a sentirme a gusto, por culpa de los quiebros narrativos y por la distancia de los narradores y en definitiva del escritor. Leedlo y discutimos.

José Manuel Mora.









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