Hannah Arendt, de Margarethe von Trotta

La banalidad del mal

                                                                                             Qué dificil es,
                                                                                                      cuando todo baja, 
                                                                                                     no bajar también. 

                                                                                                                           A. Machado
 
Dos semanas sin cine se me han antojado mucho así que, recién desembarcado de Wroklaw, con una cervecita en la mano, vi que ya habían estrenado una peli que me venía recomendada por mi hermanico desde Madrid, donde todo se estrena antes, como es bien sabido. Se trata de Hannah Arendt, de la directora alemana Margarethe von Trotta. De ella quiero recordar haber visto hace añísimos Las hermanas alemanas. Era una mujer de rompe y rasga y parece que lo sigue siendo, a juzgar por la elección de la figura para su filme. Se me escapó sin embargo su biopic sobre la mítica Rosa Luxemburgo.


La peli llega con premios desde su país y desde el Festival de Valladolid. Y los pucelanos saben mucho de cine. No necesitaba de tanta recomendación, puesto que la figura de esta mujer, de la que he ido leyendo pequeñas reflexiones y de la que los estudiosos hablan, y bien,  me era enormemente atrayente de por sí. Consciente de que se proponía hacer un filme de actriz, la directora ha buscado a una intérprete alemana, Barbara Sukowa, para mí desconocida, pero también muy laureada por aquellos pagos. Ella lleva todo el peso de la cinta, muy bien arropada por sus compañeros de reparto.


Hanna Arendt (1906-1975), nació en Alemania de donde se exilió huyendo del nazismo. Había sido alumna, y parece que algo más, de uno de los grandes filósofos del siglo pasado, Heidegger, del que se acabaron por conocer sus simpatías hacia el nacional-socialismo. Luego tuvo que experimentar el desarraigo de vivir en un país extraño sin acabar de dominar la lengua. Y por uno de esos azares de la vida, el New Yorker, una de las revistas más prestigiosas de la época en EE. UU., le encomendó seguir el proceso que se iba a desarrollar en Israel contra Adolf Eichmann, uno de los responsables del Holocausto y que había sido detenido por el Mosad en Argentina y trasladado a Jerusalén para su juicio. Esta fumadora empedernida vio la ocasión de conocer de cerca el horror que no había podido presenciar en Nüremberg al acabar la guerra.


Pensadora  que no se dejaba arrastrar fácilmente por lo que a todo el mundo le parecía evidente, la maldad intrínseca del jerifalte nazi, pronto empieza a considerar la cuestión desde un punto diferente. Las imágenes en blanco y negro, auténticas, tomadas de las retransmisiones de la televisión de la época, años sesenta, la colocan ante un ser capaz de la mayor maldad, pero no como hasta ahora se había experimentado, por codicia, ambición, afán de poder o cualquier otro motivo, sino simplemente por cumplir órdenes. Le parece poco inteligente y, como quienes le dan las órdenes, con la idea de deshumanizar a los judíos para así poder ejercer con ellos todas las crueldades imaginables. No lo está considerando inocente, ni está dispuesta al perdón, simplemente piensa que su actitud frente al mal es de una banalidad estremecedora y, por banal, más aterradora y nunca vista hasta el momento.


Su reflexión, que se convierte entonces en atrevimiento, consiste en considerar a los líderes judíos del momento previo al Holocausto, en parte responsables por los errores cometidos en su trato con los nazis emergentes. Y esto no puede ser perdonado ni por el lobby judío neoyorquino, que la considera una pensadora llena de soberbia, ni por su pueblo de origen, que cree estar ante una traidora a la causa judía. Pero como ella misma señala a uno de los que la critican: "Yo no soy de un  pueblo, tengo amigos". Y sobre todo, se resiste a dejar de pensar, aunque sea a contracorriente, aunque eso le cueste el otracismo o la pérdida de sus amistades. 



Fílmicamente está rodada con una sabiduría que arranca en el mismo guión (es posible que alguien considere que hay demasiadas palabras, pero se trata de alguien que reflexiona en voz alta o echada en su canapé atada al sempiterno cigarrillo y son, por lo tanto, necesarias), y que incluye, además de la maravillosa actuación, una puesta en escena cuidadísima, que me ha retrotraído a mis años mozos, acompañada de una iluminación soberbia, matizada, gracias a la cual a veces parece virar al sepia de época. El speech final ante un aula abarrotada es magnífico y estoy seguro de que puede despertar el ansia de conocer a esta valeinte mujer a través de sus textos, por ejemplo uno de los más famosos, el que da título a esta entrada.

José Manuel Mora.
 

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