La liebre con ojos de ámbar, de Edmund de Vaal

 Una joya

Una vez más la buena consejera de mi amiga Isabel, quien a su vez recibió el soplo de otra amiga común, Merxe, me pone en la pista de un libro hasta cierto punto novedoso, apenas del año pasado. Es cierto que la editorial, Acantilado, suele saber lo que se hace y que Qué leer lo consideró el mejor libro de 2012, pero de todo esto no tenía constancia. Así que me puse a leerlo confiado en quienes me lo habían hecho llegar. Y ya adelanto que no he quedado defraudado, antes al contrario. WAAL, EDMUND de. La liebre con ojos de ámbar. Una herencia oculta. Barcelona: Acantilado, 2012. El diseño de la edición es cuidadísimo, con esas hojas de guarda en rojo intenso y el tacto amable de la cubierta. Un par de pegas a esta cuestión introductoria: las fotos familiares que se incluyen son de pobre resolución (¿cuestión de no aumentar costes?) y la traducción creo que en algunos momentos era manifiestamente mejorable. Peccata minuta para un magnífico libro. Incluso el diseño de cubierta es del propio autor.


¿Qué ha podido llevar a una persona que se dedica profesionalmente a la cerámica ("mi trabajo es hacer cosas", pág 26 de la introducción), a ponerse a escribir un  libro? A veces el impulso o la motivación puede ser una fotografía encontrada, o unos documentos en una carpeta, o una nota en un archivo, o unos objetos que te llegan a las manos en forma de colección, como es el caso: 276 netsuke (" Los netsuke (japonés:根付) son esculturas en miniatura que fueron inventadas en el siglo XVII en Japón para prestar una función práctica (los dos caracteres japoneses ne+tsuke significan "raíz" y "fijar"). Las vestimentas tradicionales japonesas denominadas kosode y kimono—no tenían bolsillos; sin embargo, los hombres precisaban disponer de algún medio para guardar sus elementos personales tales como pipas, tabaco, dinero, sellos o medicinas", de la wiki).


Y así el autor novel se propone dedicar cuatro o cinco meses a redactar la historia de estos objetos encontrados, los netsuke. Y la realidad es que acabó la obra cinco años después. Veamos por qué. "Poseer este netsuke—haberlos heredado todos—significa que me han hecho responsable de él y de aquellos a quienes perteneció", (pág. 23). Y así comienza un recorrido por lugares (el París finisecular, del XIX, claro; Viena de entreguerras; Japón ocupado) y épocas diferentes. "Quiero saber qué relación hay entre el objeto de madera que ahora hago rodar entre los dedos—duro, delicado y japonés—y los sitios en donde ha estado" (pág.26). No quiere caer en lo elegíaco, en la nostalgia de la riqueza perdida por una familia judía enormemente rica, a la que él pertenece. Y para ello se centra en los objetos.
 

 "Todo en los relatos se reduce al paso de los objetos de mano en mano. Te doy esto porque te quiero. O porque a mí me lo dieron. Porque lo compré en un lugar especial. Porque tú lo vas a cuidar. Porque te va a complicar la vida. Porque le dará envidia a otro. En los legados no hay historias fáciles. ¿Qué se recuerda y qué se olvida? Tanto puede haber una cadena de olvido, de borrado de posesiones anteriores, como una lenta acumulación de historias. ¿Qué se me está entregando con estas miniaturas japonesas?" (pág. 27 de la introducción). Junto con estas páginas a modo de preámbulo introductorio, el autor sitúa un árbol genealógico con el que poder orientarnos en una vasta familia.


El primer poseedor de la colección de netsuke es su tío abuelo Charles Ephrussi, contemporáneo de impresionistas, coleccionista de chinoiseries, aunque en este caso la moda sea más bien el japonisme (se decía que los japoneses eran "brillantes para modelar el sentimiento fugaz", banquero a la fuerza y entendido en arte y crítico sensible, amigo y protector de artistas, y personaje capaz de inspirar el personaje de Swan en la novela de Proust (véase la figura del fondo con sombrero de copa, retratado como guiño por Renoir).  Para este hombre "coleccionar, transformar la mirada en posesión y la posesión en conocimiento" (pág. 45) supone algo más, pues, que la moda al uso de los parisinos con posibles. En medio de ese París de salones, ópera, belleza y elegancia, tolerancia incluso para quienes llegan de fuera, como los Ephrussi procedentes de Odessa aunque perfectamente integrados, la sombra del affaire Dreyfus comienza a proyectarse de forma ominosa. Y con todas las revistas de época que el autor va leyendo, con los periódicos que dan cuenta de la tensión y las banderías, con las cartas que va encontrando, con las fotos antiguas que su padre descubre en su biblioteca, va formándose una idea algo más clara de sus antepasados, aunque sin llegar a entender "qué significa ser parte de una familia judía asimilada, aculturada" (pág. 167). De ahí la necesidad de seguir investigando para entender y entenderse.


La colección llega a Viena ("crisol del s.XX [...] y también parque temático", pág. 166), como regalo de boda a una sobrina que vive en un palacio inmenso en la Ringstrasse, en los tiempos en que ésta se diseñaba y construía, durante los estertores del periodo encabezado por el emperador Francisco José, poco antes del asesinato de Sarajevo, que provocaría la primera gran carnicería europea. La colección se exhibía en París en un salón rodeada de muchas y diferentes obras de arte. Pero la nueva dueña decide albergarla en su vestidor, a la vista de su doncella y sus hijos. "Los netsuke se han mudado del mundo parisino de G. Moreau al mundo vienés de un libro infantil". 


Ahora, y tras la guerra y la devaluación rampante, triunfa la Secesión, con Klimt y Schiele como estandartes rupturistas. La propietaria vive en el lujo y la despreocupación y los niños pueden jugar con esos extraños objetos como meros bibelots. Sin embargo y conforme aquellos se van haciendo mayores e inician sus estudios, las dificultades empiezan a achacarse al poder judío. El antisemitismo latente va haciendo cada vez más acto de presencia en la sociedad. El dinero ya no es suficiente para poder abrir todas las puertas. Da igual asistir a las óperas de Wagner, que cartearse con R. M. Rilke. Hitler quiere incorporar su antigua patria, ya convertida en república, al naciente Reich. Y, tras un referendum manipulado y con las tropas en la frontera, cuando lo consigue comienzan las limitaciones de movimientos, la imposibilidad de subir en un tranvía o sentarse en un banco para quienes son judíos.



















 








Quienes lo han sabido ver a tiempo han emigrado antes de que las verdaderas dificultades comiencen. Estamos en ese momento que tan bien había retratado Zweig en otro libro comentado aquí, Memorias de un europeo. Los camisas pardas comienzan a campar por sus respetos. Los asaltos y las incautaciones de todo lo valioso que los palacetes encierran se hacen cada vez más frecuentes. De todo se apropian. A costa de quedarse con una única maleta, algunos consiguen atravesar la frontera con Chequia. Y desde allí saltan a Londres. Los que no lo consiguen acaban siendo deportados a campos de trabajo y exterminio. El horror. De nuevo el horror. 


La colección desaparece en la debacle. No quiero destrozar el libro. Así que diré que reaparece de nuevo en Japón, con lo que para las miniaturas se cierra el círculo con su vuelta a sus orígenes, aunque esta vez en casa de otro Ephrussi, tan exquisito como su tío abuelo y que deja dispuesto que, cuando él ya no ésté y su compañero/herdero desaparezca, la colección pasará a su sobrino, nuestro escritor, que se puso a bucear en la historia de estos objetos y por consiguiente en la de su familia. Con todos los años que le ha dedicado, el autor ya no sabe si "este libro trata de mi familia, de la memoria o de mí, o sigue siendo un libro sobre miniaturas japonesas" (pág. 354). Será el lector quien deba decidir.


De alguna manera el libro se inscribe en una tendencia literaria muy actual, la que partiendo de la hechos históricos acaba por construir Literatura, con mayúsculas. Pienso en J. Cercas, o en A. M. Molina. El estilo con el que el escritor ha levantado su libro es tan delicado como las tersas superficies de sus netsuke. Es una prosa limpia, sin demasiado adorno ni siquiera los que hubieran podido ser fáciles desmelenes emocionales, porque al fin y al cabo está hablando de su familia. Pero, como él mismo señala, "lo que importa es cómo cuentas las historias de las cosas" (pág. 360). Y él ha acertado de pleno. De hecho uno se bebe las trescientas y pico de páginas con pocas pausas, porque el libro no permite que lo dejes. Un hallazgo. Gracias a quienes me lo recomendaron. Yo no hago sino transmitir lo gozado, por si alguien se fía de este lector impenitente.

José Manuel Mora

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