La habitación muda, de Herbjørg Wassmo

Vergüenza y culpa

Y vamos con el segundo volumen de la trilogía de Tora, que me he bebido en un par de semanas. Las imágenes de la cubierta de los tres libros son uno de los elementos que dan unidad al conjunto, puesto que podrían mostrar la evolución de una muchacha como la niña protagonista, hasta su plenitud de mujer. Pertenecen al pintor Vilhelm Hammershøi, a quien descubrí en la visita que hice al museo de la ciudad de Goteburgo. La pintura nórdica, prácticamente desconocida por estas latitudes, se me apareció con esa luz tan especial que tienen los interiores de esas tierras en sombra invernal cuasi perenne, o llena de claridades veraniegas deslumbrantes, muchas veces vacías, con esa sobriedad tan protestante. WASSMO, Herbiørg. LA HABITACIÓN MUDA. Madrid: Nórdicalibros, 2011.


Seguimos en la aldea al borde del fiordo, donde vive Tora. Como en todos los núcleos humanos pequeños las personas viven constreñidas por las habladurías de la gente. "Sabía que estaban hablando, con sus voces nocturnas, bajas, oxidadas, llenas de impotencia. Hablaban con monosílabos. Con aguijón. Con dureza. Con mordaz animosidad. Contra ella." (`pág.12). Y eso que la autora no dibuja demasiado a los personajes que son secundarios. Lo que hace es caracterizarlos: "Johana la del pañuelo", "Jenny la del kiosko", "Einar el del desván"... Se trata de las gentes  que acompañan la vida  del pueblo. Para Tora aún resulta más difícil, no sólo por ser hija natural de un alemán invasor, como se puso de manifiesto en el primer volumen, sino porque la niña, que empieza a ser mujer, va siendo cada vez más cosnsciente del acoso y del abuso sexual por parte de la figura del padrastro, el monstruo doméstico con el que tiene que volver a convivir y que hace que la muchacha viva pendiente del horror de la puerta de su habitación entreabriéndose en medio de una noche cualquiera, mientras la madre trabaja en la fábrica de fileteado. Se siente a solas con su angustia, con la injusta vergüenza que padecen quienes son violentados por adultos, con la carga insoportable de una culpa que no es suya, pero que asumen como propia. Y en medio de una naturaleza que a veces, cuando sopla el viento del suroeste, parece enloquecer arrancándolo todo de cuajo, como sucede con la tormenta navideña. Aunque esos momentos de tragedia pongan en funcionamiento los resortes de ayuda mutua para sobrevivir.


Y con todo ese horror cotidiano la autora no se recrea para no resultar tremendista; a pesar de lo tremendo de lo que narra, mantiene una finísima sensibilidad en el trato que da a su criatura y con sensibilidad extrema cuenta el horror que vive, su fragilidad y su fuerza. Y así hay momentos para la alegría y para la ilusión, como la llegada periódica del que proyecta las películas en el Pueblo. Toda esa larga secuencia me ha traído a la cabeza el ambiente de algo parecido en la España rural de los años cuarenta en el filme de V. Erice, El espíritu de la colmena. "Estaban en la parte más negra del invierno, antes de Navidades, y aun así era verano, allá donde consiguiera que funcionara su proyector" (pág. 62). Y hay un personaje al que Tora siente solidario y que además le lleva un par de años de vida y experiencia, su amiga Sol, hija de la religiosísima Elissif. "A Sol le gustó todo lo que hizo el muchacho. Al condón le decía condón y al coño, coño [...] Sol sintió que la iniciaban en otro mundo [...] el pecado no existía" (pág. 169). Ella le muestra sus ansias de dejar el Pueblo. Y esa idea empezará a germinar en la mente de Tora, a pesar de que eso vaya en contra de una de las normas no escritas del lugar: "Tora entendió que tenía eso en común con los demás isleños, que no soportaba los cambios bruscos [...] Así era la ley del Pueblo: todo tenía que continuar como siempre" (pág. 139). Y sin embargo comienza a imaginarse lejos. La ceremonia de la Confirmación la admite en público dentro del mundo adulto, igual que su primera regla le confirma su madurez en su intimidad. "Se había convertido en otra. No había sucedido de un día para otro [...] Puede que diera comienzo [...] cuando empezó a atraverse a pensar en sí misma como alguien" (pág. 187). También el primer amigo varón, el sordomudo Frits será fundamental para entender que va dejando de ser una niña. Pero sobre todo está la figura de su tía Rakel "Consideraba a todo el mundo sus iguales y obligaba a la gente a pensar sobre sus palabras. Así era ella" (pág. 195). Ella le muestra el afecto que su madre no se atreve a darle y le ofrece, junto con su marido Simón, la posibilidad de ir a estudiar fuera. Y también será ella la que la hará enfrentarse a la idea de la muerte debido a su enfermedad. Así va madurando la adolescente, en un vaivén terrible entre luces de esperanza y sombras de desesperación. "La chiquilla Tora había dejado atrás la juventud sin haberla vivido" (pág. 303).


He hablado antes de la delicadeza con la que trata la autora situaciones escabrosas. Para ello cuenta con el lirismo de su estilo, que encaja perfectamente en el hilo narrativo sin que éste deje de ser por ello verosímil. Hay momentos en que el surrealismo del sueño o de la pesadilla se confunde con naturalidad con la realidad que la chica vive. La escena del baile en la casa de la juventud, en plenas "noches blancas" boreales, es definitoria de ese tránsito hacia la adultez del que hablaba y de las cualidades de la prosa de Vassmo: "La luz estaba cristalina y nítida. La luz de la noche. El seguro de vida anual y certero de los habitantes del Norte. Tora vio que el cielo y el mar se fundían en una tenue bruma [...] Un resplandor blanco y bajo vibró [...] El sol había tocado el mar y se dirigía de nuevo al cielo" (pág. 236). Yo viví ese ambiente irreal de luz lechosa en medio de la noche islandesa, en la que los coches circulaban por las calles desiertas con las luces dadas para tener la sensación nocturna. Y sin embargo, la brutalidad sigue ahí, al acecho, esperando la oportunidad para abalanzarse sobre la presa, justo en el momento del anticlímax que supone la posibilidad de ir a estudiar el Bachiller a la ciudad. Hay momentos en que resulta difícil seguir leyendo porque la angustia atenaza al lector. Pese a todo la escritora quiere dejar abierto un resquicio a la esperanza para esa chica que se debate por vivir en medio de la más absoluta de las soledades y de una incomunicación impuesta por su vergüenza, a pesar de la cual logrará hacerse un hueco entre los compañeros de instituto, que desconocen su terrible pasado, sus traumatizantes experiencias. "¿Quizá no existiera más que para esto? ¿Para salir adelante una y otra vez? (pág. 380). Y así, después del desgarro vivido en la soledad y la nieve, lejos de casa, de su familia, lejos del Dios de Elissif, la autora nos prepara para el desenlace en el tercer y último volumen, que ya he empezado a leer. ¡Menuda historia!

José Manuel Mora.



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