Pigmalión, de B. Shaw y My Fair Lady, de G. Cukor

 Cine y literatura

Estar matriculado en la Universidad Permanente de Alicante, a mi provecta edad, me permite que no se oxiden las neuronas que me quedan. Y, aunque loro viejo no aprende idiomas, llevo tres años inscrito en italiano, con la impagable professoressa Brunella patanè, y además sigo el curso de ingés audiovisual, que me mantiene vivo el oído. Y aquí, con Marian, surgió la sorpresa. Cuando propuso comparar la obra de Bernard Shaw (1856) con las versiones fílmicas posteriores, pensé sólo en el placer de volver a ver a la Hepburn, de la que me enganché con 16 años y que me sigue fascinando todavía. Sin embargo el ir a los textos originales tiene sus compensaciones. La obra del irlandés, Pygmalion, basada en el mito contado por Ovidio, se estrenó primero en Viena,  en 1913, sin la presencia del autor y los miembros de la compañía decidieron que el final sería mucho más atractivo si Eliza acababa casada con el profesor Higgins, al contrario de lo que sucedía en el texto original. La representación arrasó y, cuando se estrenó en Londres y su autor vio el cambio, exigió la vuelta a lo escrito por él. No le parecía creíble que la muchacha acabara desposando a quien no se había interesado por ella como mujer, sino tan sólo como base de su experimento: transformar a una vendedora de flores del Covent Garden en una dama que domina las formas de la sociedad victoriana y es capaz de asumir su refinada fonética, dejando atrás su barriobajero acento cockney.  
 

La versión fílmica en B/N, que se rodó en 1938, (http://www.youtube.com/watch?v=tmdPj_XbF30&hd=1) obtuvo el oscar al mejor guión adaptado, que fue redactado por Shaw. Fue así ganador del famoso premio cinematográfico y además del Nobel de Literatura con anterioridad, en 1925. Socialista de la tendencia fabiana y preocupado por la filología y la fonética, mezcló ambos temas en la obra que comentamos mostrando el contraste terrible entre la clase alta londinense y los proletarios de sus bajos fondos. Lo que para la vendedora es una oportunidad de ascenso social, aunque sea sólo formal, para el fonetista Higgins es un experimento.A través del padre de la muchacha el autor se ríe de la moralidad de la middle class, que lo ha hecho infeliz al tener que preocuparse por lo que posee, frente a la despreocupación que regía su vida cuando no tenía nada. El enfrentamiento final entre Eliza y Higgins es magnífico porque, frente a las quejas de la joven por el trato recibido, él responde que trata a todo el mundo igual. Ella se rebela en ese momento y decide ser ella misma, con sus propias opciones, lo que le hace exclamar a él que por fin ha vencido, puesto que la ha hecho autosuficiente. Pero ni la obra ni la peli han acabado. Hay una coda.


Geoges Cukor era al menos tan inteligente como el autor de la obra y sabía el territorio que pisaba en Hollywood en 1964, cuando la convirtió en el maravilloso musical, gracias en parte a la partitura que Lerner &Loewe habían estrenado en Brodway. Sabía también cómo hacer pasar las ideas de Shaw bajo el celofán casi edulcorado del cine musical. Y así, el director, mediante la puesta en escena, va subrayando las conquistas de la muchacha, desde la mirada aérea del profesor desde lo alto de la escalera cuando ella entra por primera vez en la casa, incluso la de los criados en la parte superior del edificio con Eliza abajo, hasta el momento en que ella va subiendo la escalera para ir a dormir tras haber pronunciado el trabalenguas (The rain in spain...) y bailado con Higgins. Luego será el momento en que se siente al mismo nivel que la gente del palco de Mrs. Higgins en las carreras de Ascott, hasta que por fin baje resplandeciente para dirigirse al baile. Menos sutil se muestra, y fiel al original, en la ironía que se gasta en el asunto del padre de Eliza, a lo que ayuda, que duda cabe la interpretación soberbia de S. Holloway. En esta versión el enfrentamiento de los dos miembros de la imposible pareja resulta más intenso y creíble gracias a la Hepburn y sobre todo a R. Harisson, que obtuvo un merecido oscar A la pobre florista no le queda la opción de volver al Covent Garden, donde ni la reconocen; tampoco a casa de su padre, que no quiere más cargas; si decide casarse con Freddy, arruinado, le tocará trabajar para mantenerlo; la opción de fonetista, haciendo uso de todo lo que ha aprendido podría no estar mal. Cukor deja el final abierto que había planteado Shaw, no entra al trapo del happyending que hubiera estado bien visto por las plateas, y en el gesto de los dos actores en torno a las famosas zapatillas, puede entreverse cierta complicidad paritaria, más que el sometimiento. Ha sido una delcia volver a escuchar la partitura y ser capaz de canturrearla siguiendo los subtítulos en inglés, entendiéndolo todo mucho mejor y con un ojo más crítico que el de aquel encandilado muchacho de dieciséis años, maravillado en las butacas de "general" del viejo cine Ideal. Quienes desconozcan la versión antigua y tengan una competencia en inglés suficiente, recomiendo el visionado accesible en línea. La de Cukor es un clásico al que se puede volver continuamente sin miedo al aburrimiento. Al menos para los fanes de esa convención en vías de desaparecer que es el cine musical.

José Manuel Mora.



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