Antigua luz, de John Banville

 De amores adolescentes y otros conflictos...

                                                                                          
   Se miente más de la cuenta
por falta de fantasía: 
      También la verdad se inventa.
                                                                           A. Machado

Los premios, como los decesos (lástima lo de la Matute), o los aniversarios, son una buena excusa para descubrir o volver a releer a escritores que en su momento se nos pasaron por alto o que hace tiempo que no visitamos. Esta vez  es mi amiga Basi la que me recomienda el título del recientemente premiado con el Príncipe de Asturias de la Letras, galardón que va siendo cada vez más prestigioso (ya fue Premio Booker en 2005, que en cuanto a prestigio no tiene demasiado que envidiar). Usa el escritor Banville un heterónimo cuando se convierte en autor de novela negra, Benjamin Black. Yo he preferido hacer caso a mi amiga, lectora impenitente y de fiar y he escogido un título de los que el autor presenta con su verdadero nombre. BANVILLE, JOHN. Antigua luz. Madrid: Santillana Ediciones Generales, 2013. Casi una novedad, pues. Lo he comprado en "bolsillo", lo que no es muy de mi agrado, pero así me he traído otro que ya he empezado y del que hablaré próximamente.



El título original, Ancient light, hace referencia a la "servidumbre de luces" en el momento de la construcción de un edificio, pero una traducción técnica como ésta haría perder el poder evocador de la versión literal que se ha escogido, además de que su polisemia puede señalar la fuerza iluminadora de lo que el narrador/protagonista recuerda en el otoño de su vida, tras toda una carrera como actor de teatro. La cita que sigue aparece al inicio, así que no destrozo nada: "Billy Gray era mi mejor amigo y me enamoré de su madre" (pág. 13); quien lo dice tenía 15 años en el momento de los hechos y la señora Gray le doblaba la edad; la desigualdad es evidente. Pero lo que me ha resultado curioso desde este mismo inicio es el hecho de que el narrador ponga en entredicho sus recuerdos, lo que provoca un estado de alerta y de posible escepticismo en el lector, como es lógico: "Hay quien afirma que, sin darnos cuenta, nos lo vamos inventando todo, adornándolo y embelleciéndolo" (pág. 13). Y con este prolegómeno el narrador empieza a contar su aventura adolescente con la señora madura. Esta relación dispar en un pueblecito irlandés, católico y cerrado, claro, (la escena de la confesión del muchacho es divertidísima y su conclusión también), en los años sesenta, me ha traído a la cabeza un par de títulos cinematográficos: Verano del 42 (1971, de R. Mulligan) y Harold y Maud (del mismo año y de A. Hashby). En ambos, como en The last Picture Show (de P. Bogdanovich y, curiosa coincidencia, del 71 también), encontramos este tipo de relación desproporcionada. Siempre vemos a dos seres desvalidos que encuentran en la relación el refugio necesario, el desfogue, el aprendizaje... Y sin embargo el otro gran ejemplo de enamoramiento desequilibrado es el de la Lolita, de Kubrik, en el que la jovencita es capaz de acarrear la ruina familiar, profesional, emocional. Parece que el papel de la mujer como corruptora viene directamente de la Biblia y el juicio de descrédito en este caso es mayor. 


Uno de los aciertos de la novela es la naturalidad con la que el escritor trata un tema tan espinoso y cómo consigue hacerlo creíble. El retrato del adolescente con su desvalimiento, sus rabietas, su necesidad de sexo y de ternura es estupendo y corre parejo del que hace de la mujer que, sin ser una desprejuiciada de los sesenta, decide vivir con libertad encubierta lo que la vida le ofrece inopinadamente. El otro hilo argumental de la novela sitúa al narrador al borde del retiro profesional y ante la posibilidad de rodar una película, medio que le es ajeno. La pérdida dolorosísima de su única hija y las inseguridades del rodaje y las nuevas relaciones que establece se van alternando de modo sabio y fluido con los recuerdos de juventud sin que ambas tramas chirríen en su encuentro. El narrador juega a a ser consciente de lo que cuenta y de los posibles lectores, nosotros, a quienes se dirige explícitamente: "En cuanto al sueño propiamente dicho, no os aburriré con los detalles" (pág. 19); o esta otra cita, "Y al mismo tiempo, y sé que es algo que provocará abucheos de desprecio e incredulidad cuando lo digo" (pág. 268), que pone de manifiesto que es consciente del juicio adverso que puede producir. Ejerce pues de omnisciente, aunque los límites que la edad le va poniendo de manifiesto dificulten el recuerdo: "Qué curioso, esos agujeros negros que uno encuentra cuando pulsa con demasiada insistencia el tejido comido por las polillas del pasado" (pág. 126). Queda entonces la opción machadiana con la que he iniciado el comentario. A mí, que soy casi de la edad del autor, me va pasando algo semejante y por eso todas estas líneas. Esa inseguridad en el recuerdo permitirá la sorpresa final.


Todo ello está servido con claridad de estilo  e intensidad descriptiva para los ambientes y las personas: "Mi madre en la cocina, en su silla, junto a la ventana, leyendo una novela policiaca de la biblioteca, las gafas en el extremo de la nariz, una patilla reparada con esparadrapo, lamiéndose el pulgar para pasar la página y parpadeando soñolienta" (pág. 237). A veces la adjetivación se alía con la metáfora para lograr mayor expresividad: "El agua alta e inmóvil se veía cubierta por una capa de gasolina procedente de los cargueros de carbón amarrados, que le daba un lustre de acero al rojo vivo que de repente se ha enfriado, donde se arremolinan tonos iridiscentes de rosa plateado y esmeralda y un hermoso azul frágil y luminoso, con el fulgor de una pluma de pavo real (pág. 136). Y en ocasiones se llega al acierto de la imagen capaz de trasmitir lo que se desea: "Grandes bandadas de pájaros, estorninos, creo que eran, que se reunían sobre el mar ciertos días, cayendo en picado y desviándose como una ameba, cambiando de dirección con una coordinación perfecta e instantánea, y que parecían inscribir en el cielo una serie de ideogramas dirigidos exclusivamente a nosotros, pero dibujados de una manera demasiado veloz y fluida como para que pudiéramos interpretarlos " (pág. 34). La traducción de Damià Alou no logra en ocasiones desprenderse de fórmulas que suenan demasiado a su catalán materno ""Su prosa ha sido lo que de buen principio (de bell nou) me ha sorprendido" (pág. 104). Detalle insignificante si no fuera porque la elección de términos rebuscadísimos no sé si se corresponde con los originales en inglés. 
Volviendo al principio, me quedo con la afirmación de que no siempre es posible recordarlo todo ni tal como fue. Para eso está la literatura, para inventar lo que nos falta, para inventar la realidad, aunque luego venga ésta a destrozarnos nuestra composición: "A menudo el pasado parece un rompecabezas en el que faltan las piezas más importantes" (pág. 255).

José Manuel Mora.


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