Ciudad abierta, de Teju Cole

 ¿Novela de ideas?

Mi amiga Isabel ha vuelto a poner en mis manos un libro del que no tenía noticia. Ni del título, ni del autor. Y es raro, porque seguramente fue reseñado en las páginas de los periódicos habituales. Pero, o bien no le presté la atención debida, o la otra opción, más inquietante, es que todo se me olvida, lo que me llevaría a drásticas decisiones, como dejar de leer las sugerencias literarias (descubro con terror que una de las referencias que he encontrado a posteriori, y que había pasado a lo más profundo de mi subconsciente, es nada menos que de M. Molina, a quien suelo seguir con interés, dada la sensibilidad con que se acerca los temas que trata). COLE, Teju. Ciudad abierta. Barcelona: Acantilado, 2012. Para lo que son últimamente mis hábitos lectores, si es de hace dos años podríamos estar hablando de una "novedad". Tanto la foto de la cubierta, de Català-Roca, como las paginas de respeto en negro mate, así como el cuidado en la edición y traducción (de M. Cohen, sin anglicismos molestos), sellos habituales de la casa, invitan a su lectura.


El tal T. Cole me aparece como un claro ejemplo de lo que se viene conociendo como un integrante del  melting pot, que decimos los ingleses, o crisol de razas, en traducción libre, o bien de forma más literal, "olla en fusión". Londres, o Nueva York serían dos casos eminentes del fenómeno. Aunque el escritor nació en Míchigan (USA, 1975) de padres nigerianos, se crió en Nigeria, hasta que se estableció de nuevo en la ciudad que nunca duerme, que decía Sinatra. Eso lo ha llevado ha sentirse extraño en multitud de países y ambientes, por no ser "suficientemente negro" a veces (en Harlem podría ser mirado con aprensión), o por serlo claramente en otras ocasiones, como le sucede al protagonista de la novela al llegar a Bruselas, sin un cartel que diga, médico psiquiatra, sensible y de paso por la ciudad, que le ayude a no levantar resquemores.


Escritor, fotógrafo, historiador de arte, colaborador en periódicos, según me chiva la solapa; "nací nigeriano y nací americano, lo que invalida todas las alegaciones de pureza y lealtad absolutas; Siempre he comprendido que somos, primero y sobre todo, humanos y que el país de uno es una cuestión de accidente histórico", ha declarado; ciudadano del mundo, pues. Esa opinión, como las declaraciones que se incluyen en el vídeo subsiguiente a propósito de su ocupación fotográfica, que lo ayuda a cambiar de perspectiva, me lo han hecho atractivo.



El libro se inicia con el deambular sin rumbo del protagonista, Julius, que es el propio narrador de sus correrías, y que resulta claramente un trasunto del autor, puesto que también es nigeriano trasplantado. El propio escritor reconoce que su modo de trabajo consiste en ir tomando notas durante sus vagabundeos. La novela que comento ha sido el resultado de tres o cuatro años de observación, confiesa. Y ha recibido múltiples premios, además de haber sido traducida a diferentes idiomas. Vive en la parte alta de la ciudad, la que no ven los turistas, pero que alberga la Columbia University, además de los famosos Cloisters, que visité hace ya tanto tiempo, con un asombro desorientado por no parecerme su lugar, aunque estuvieran bien emplazados y cuidados. Conforme uno se adentra en sus páginas, parece tener el deseo de buscar un mapa de Nueva York que permita seguir sus recorridos. Y me viene a la cabeza la novela de Dos Passos Manhattan transfer, en la que el protagonista era, en parte como aquí, la ciudad. Hay en ella el mismo anonimato del que hablaba Baudelaire. "El impacto de esas caras no aliviaba en absoluto mi sensación de aislamiento, sino que más bien la intensificaban" (pág. 14). Y Cole la define de un modo muy apropiado para este blog: "El solar de Nueva York era un palimpsesto, como la ciudad toda: escrito, borrado, reescrito" (pág. 74). Y a veces la perspectiva sorprende al que no vive y conoce suficientemente la ciudad: "No había isla más extraña que ésta, pensé mirando al mar, esta isla vuelta sobre sí misma, donde el agua había sido proscrita" (68). Y es verdad, porque entre tanta "arista dibujada", que decía Lorca, en medio de ese tráfico enloquecido, se puede olvidar el hecho de estar rodeado de agua por todas partes.


No hay sin embargo un argumento al uso. O al menos es muy leve. Una madre con la que el protagonista ha roto relación ("Por loque yo recuerdo, ese día fue la última vez que mi madre y yo tuvimos algo parecido a una conversación. La tarde fue un tiempo robado al tiempo. Después nos envolvió de nuevo el silencio, un silencio más fácil, que permitía a cada uno expresar su pena particular. Pero otra vez se transformó en un silencio malo, y con los meses en una grieta insalvable ", pág. 98); una oma a la que quiere encontrar en Bruselas adonde viaja; una ruptura sentimental reciente, y poca cosa más. El resto parece trabajado con la técnica del collage. Cada uno de los personajes con los que se encuentra: el vigilante del museo, el limpiabotas haitiano, el taxista negro, el vecino de apartamento... son excusas para ir reflexionando sobre diferentes aspectos humanos. La cosa cobra mayor relieve e interés en el caso de la compañera de vuelo a Bélgica, tan crítica con sus compatriotas estadounidenses; Faruk, que vigila el puesto de internet en Bruselas y que, siendo musulmán marroquí, bebe cerveza, lee a E. Said y a Chomsky, capaz de entender la radicalización de un compatriota aunque no apruebe la violencia, lo que pone de manifiesto lo embusteras que pueden ser las generalizaciones. Y sobre todo en la conmovedora figura del antiguo profesor de literatura, Saito, obligado a estar en un campo de concentración californiano durante la Guerra Mundial por ser de padres japoneses. Su enfermedad y acabamiento llevan a reflexiones sobre la dignidad de la muerte y también a actitudes del protagonista que lo van revelando poco a poco. Como al flâneur baudeleriano, su caminar azaroso le proporciona sensaciones que le sorprenden: "Esa tarde, durante la cual entré y salí de mí mismo, el tiempo se volvió elástico y voces desprendidas del pasado invadieron el presente (pág. 91). Ello le da pie a volver a su infancia, a los recuerdos familiares , a su escuela, a los desgarros emocionales vividos, aunque omita un suceso que le reventará en la cara al final del libro. 

 
Al ser el narrado/protagonista una suerte de alter ego del autor, eso le permite plasmar todos los gustos relativos a cine (soprendente su referencia a V. Erice y su Espíritu de la colmena), a la pintura de Brewster (?), Goya, Vermeer; a la literatura de Coetzee (aunque el escritor se confiesa admirador de los poetas D. Walcott y Kavafis), a la música de Mahler, con la que cierra el libro a través su Novena Sinfonía en el Carnagie Hall. Todo dentro de un tono menor, de sencillez descriptiva casi desnuda "Lo que veía la mayoría de las tardes eran los colores crepusculares del cielo, sus azules de pólvora, sus rubores sucios, sus óxidos, todos los cuales dejaban paulatinamente paso a la sombra profunda" (pág. 13). Y algún rasgo novedoso en el uso del estilo directo sin marcas, ni guiones, ni verba dicendi, lo que le da gran agilidad a los diálogos: "Ven, siéntate, siéntate. Tosiendo, el profesor Saito señalaba una silla. Cuéntame cómo te va" (pág. 21).
Los sentimientos vienen bien envueltos, como acolchados. La reflexión parece ganar la partida en cada encuentro con los distintos personajes y lo que éstos desencadenan en el narrador. Hubiera sido un buen libro para llevar en el próximo viaje a la Gran Manzana. Una visión desde dentro de la misma y al tiempo con la distancia que proporciona saberse y sentirse diferente aunque humano, tremendamente humano, como el resto de sus conciudadanos.

José Manuel Mora.






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