El hijo del otro, de Lorraine Lévy

 ¿Qué somos, quiénes somos, quiénes queremos ser?

Es verdad que cuando llegan las Hogueras de S. Juan, la gente huye a las playas, o a emborracharse, o a pasar la noche en blanco y el día subsiguiente durmiendo. Así que no es de extrañar que esta tarde, en el inmenso cine Navas, fuéramos sólo tres personas, a pesar del interés de la peli. De la actriz y directora francesa Lorraine Lévy no había oído hablar, aunque ha filmado dos otres títulos más, pero sí del filme, El hijo del otro, que naturalmente me trajo a la cabeza la japonesa De tal padre, tal hijo, de Kore-eda, ya comentada en estas páginas, que tanto me gustó y que se filmó con posterioridad a la que ahora reseño. No sé de posibles influencias.



Ésta de hoy es mucho más compleja por múltiples razones: al dramatismo de los niños cambiados en el fragor de un bombardeo en un hospital de Haffa, se une el hecho de que la edad de los muchachos cuando se descubre el intercambio,  ronda los dieciocho, no como en el caso de los críos japoneses, con seis añitoas apenas. Ha habido más tiempo para la crianza, la educación, la inculcación de valores morales y culturales, diametralmente opuestos, al ser uno hijo de un militar judío y el otro de un mecánico palestino. 


El inmenso muro que separa los territorios es la metáfora perfecta para mostrar los dos ambientes en que ambos se  han criado. "El Otro" del título, así, con mayúscula, es símbolo perfecto de la otredad: de raza, de religión, de cultura, de lengua (aunque en la V. O. el francés como lengua de cultura, sirva de puente al entendimiento de los dos jóvenes), de manera de vivir, de sociedad, en definitiva. Sin embargo la directora no opta por el drama abiertamente, a pesar de que la realidad aquella es profundamente dramática, sino por una apuesta por el entendimiento entre seres humanos. Uno de los chicos dice algo parecido a esto: " Aquí estamos, Ismael e Isaac, los hijos de Abraham", dos personas con ganas de enamorarse, de ganar dinero para sus gastos, de realizarse a través de su vocación.


Una vez más son las madres las primeras en mostrar empatía entre sí y, aun manteniendo el amor por el hijo que han criado, manifiestan interés por conocer al que engendraron. Los padres, sin embargo, responden más al estereotipo de dureza y de mantenerse en su postura, muy condicionados por cuestiones políticas ambos. Los chicos entran en crisis al no tener claro quiénes son, qué son, a qué ámbito pertenecen. Lo que los salvará en definitiva es pensar más bien en lo que quieren ser, médico uno y músico el otro. Y hay un elemento en la peli que me ha emocionado y es que la música sea lo que hace confluir a uno de los grupos humanos. No hablamos pues de un filme de grandes profundidades, pero las contradicciones en que se ven envueltos, la manera natural en que evolucionan, las magníficas interpretaciones de estos actores y actrices para mí totalmente desconocidos, lo convierten en una buena manera de aproximarse a la tragedia, que no drama, del pueblo palestino, que en un momento dado fue desterrado, apartado de su tierra, confinado en lo más abrupto y seco del territorio circundante, tras las alambradas y el hormigón, sin libertad de movimientos, condenado a sobrevivirse a sí mismo como colectividad, más cuando quien lo hizo (dejo aparte la tarea indigna de los colonizadores británicos) había sufrido el horror del holocausto. Quiero pensar que ambos pueblos están condenados a entenderse y a convivir cada uno con su propio estado, una vez que se hayan cumplido las hasta ahora inoperantes resoluciones de la ONU, con repliegue a las fronteras del 67, al menos. La escena final puede pecar de buena voluntad por parte de la directora, pero es lo que uno desearía.

José Manuel Mora.








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