La Puglia

El Adriático tal como era


Del viaje de este verano tiene en parte la culpa la mia professoressa de italiano, Brunella Patanè, quien fue la primera en hablarme de esas tierras de Italia, cuando propuso a su alumnado la posibilidad de un viajecito por aquella región del hondo sur. Empecé a escuchar nombres que no suelen aparecer en los carteles turísticos habituales y me puse a buscar en la red información complementaria. Luego vino Valeriano Venneri, a completar la sugestión. Él nació en esa zona y me habló de ella con el apasionamiento que suele. Y así inicié la confección de una posible ruta que arrancó en Foggia, donde recogimos la macchina que habíamos alquilado y que nos permitiría movernos con libertad por toda la costa adriática. Lo primero fue recorrer la península del Gargano que, en su lado norte, había quedado arrasada unos días antes por una impresionante tormenta perfecta que arrasó bosques, pueblos, carreteras y personas. En la ladera sur sin embargo parecía que no hubiera sucedido nada. Enormemente escarpada y boscosa, albergaba alguna que otra construcción escondida entre pinos y que no alteraba el perfil costero, como en nuestros pagos en los años 50, antes de que se iniciara la locura urbanística que nos ha traído adonde estamos..


























Más al sur, y siguiendo la línea del mar, nos encontramos con Trani, una encantadora ciudad costera, con un puerto en el que al atardecer se descarga el pescado que la gente viene a comprar directamente a los pescadores. El casco antiguo estaba sembrado de iglesias en un estilo Románico (algunas construidas sobre criptas más antiguas que mantenían su columnata de soporte), completamente diferente del que conocía en el norte (¿los normandos, tal vez?, ¿los templarios?), y con un Barroco que alcanza su paroxismo en Lecce, más abajo todavía. El primer paseo al atardecer, sin gente, sin calor, sin coches, fue absolutamente relajante. La fortaleza mandada construir por Federico II, que cierra por el norte la pequeña ensenada, era también imponente, herencia de los suabos, que llegaron bien al sur.  De hecho el tal Federico pasó la mayor parte de su vida en la Puglia y sus huellas son evidentes por todo el territorio.



























Y en el paseo vespertino de la segunda tarde se produce la sopresa: con apenas 60.000 habitantes, la ciudad cuenta con una biblioteca de auténtica categoría: Biblioteca Comunale "Giovanni Bovio". Además de albergarse en un viejo edificio en el que se ha empleado un dineral en una buena restauración, los espacios han sido pensados racionalmente:sala de conferencias, para lecturas públicas, zona infantil.... La bibliotecaria jefe accede a mostrarme los auténticos tesoros que acoge, además de todas las novedades tecnológicas que se puedan imaginar. Hay varias salas que contienen legados impresionantes (Beltrani, Trombetta, Cautela-Quercia...), de fondo antiguo, almacenados en mobiliario de época, cedidos por abogados de la localidad. A pesar de estas magníficas condiciones, la biblioteca está atendida por profesionales constituidos en cooperativa, cuyos servicios el ayuntamiento luego subcontrata. Paradojas italianas que, como pude comprobar después, se repetían en otras ciudades y otras bibliotecas públicas.

























Y dejamos por un momento el mar para visitar la fortaleza de Castel del Monte, en pleno parque nacional, construida por Federico II de Suabia, Sicilia y Nápoles, allá por el s. XII (¡cuánta historia se aprende viajando!), sin un objetivo claro, ya que no tenía función defensiva, ni tampoco servía como residencia palaciega. Algunos le atribuyen un contenido esotérico a esa construcción perfectamente octogonal, con sus correspondientes torres también octogonales en cada uno de su vértices, todo ello elevándose sobre el otero desde donde se divisa toda la campiña pugliesa (lamento ahora no haber hecho ninguna foto sin que aparezca el turista accidental, así que ahí la dejo). El centro, también octogonal, claro, queda a cielo abierto y produce una extraña fascinación. Fue reconocido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Y con razón.


Y desde allí a Bitonto, donde me volví a encontrar con otra biblioteca comunale, que también alberga unas salas de lectura que están maravillosamente amuebladas y que también poseen un fondo antiguo sorprendente. No sé si en nuestro país, una sala que acoge semejante colección estaría abierta a los usuarios, como era el caso aquí. Un lujo estudiar ahí, desde luego. El Románico de la catedral quitaba el hipo, construida sobre un antiguo templo romano. Hablamos de nuevo de una pequeña localidad que sin duda tuvo sus días de gloria, si no, no se entiende.




























Y, anticipándose o completando ya el Barroco visto, nos sorprendió una pequeña portalada de una iglesia minúscula, escondida entre el dédalo de callejas que conducen a la judería, sin fronteras nítidas, salvo la existencia todavía de una pequeña sinagoga. Sobre el dintel de la portalada se queman las ánimas en el Purgatorio (que luego hemos sabido que no existe), esperando que los ángeles salven a las agraciadas. El friso era terriblemente naïf, valga la paradoja. Está claro que con la gente de la época la cosa debía de funcionar. Aunque no fuera más que por las calaveras que pespunteaban las metopas inferiores y las superiores.


A veces una sola foto puede provocarnos un deseo irrefrenable de visitar el lugar. A mí me había sucedido con la de un restaurante encastrado en la roca, sobre un pequeño acantilado volcado sobre el Adriático: Polignano a Mare. Con ese nombre decidí que, aunque hubiera que dar una pequeña vuelta, valdría la pena visitar ese pueblecito derramado sobre roca calcárea que alberga multitud de grutas en sus entrañas. Hay un aperitivo de lo que luego vendrá, justo a la entrada, con una playita como de juguete, absolutamente citadina, con más encanto todavía al estar casi vacía al haberse terminado la temporada. Todo parecía como de cuento y al emboscarse por las callejas que iban dando a los sucesivos miradores, uno creía estar en Tabarca o en la Giudecca. No paran de recuperar mediante la restauración, que no sé si siempre será acertada, porque parece que meten mucho cemento, aunque luego revisten con la piedra de la zona, lo que le da a todo una cierta unidad de estilo.En la foto de la derecha se ve el restaurancito (cuatro estrellas), por seguir alimentando los mitos. Yo ya cumplí con mi sueño. I was there!, que le dicen.




































Hay una corriente en toda Italia, que ya había descubierto hace años en el norte, en la Emilia Romagna, llamada los "agro-turismo"; lugares que propietarios de la zona, cercanos al terruño, pero que seguramente no les renta como antaño o al que no quieren dedicar tanto esfuerzo, han comenzado a remodelar para dedicarlos a restaurantes donde se sirve comida a la antigua manera, o bien casas enteras dedicadas al productivo sistema del B&B. Valeriano nos había hablado de una casa del XVIII, en la que se había cosechado y prensado la aceituna (hay olivos por todos lados), que se ha convertido ahora en lugar de descanso, en medio de ninguna parte. Tiene la particularidad de que han mantenido la construcción de los trulli preexistentes, que se levantaban sin argamasa con techo cónico. Todo coadyuvaba a una sensación casi élfica. La localidad de Alberobello ha mantenido este tipo de construcciones, pero está más degradada por el turismo de masas, al estilo de nuestro cercano Guadalest.














En nuestro camino hacia el sur recorremos Martinafranca y Locorotondo. Son nombre sonoros y hermosos, evocadores, que corresponden con la historia o la geografía de los lugares. Pero donde volvemos a parar con ánimo de seguir el turisteo es en Ostuni, que en lo alto de la colina que corona la villa, alza una iglesia con un trabajadísimo rosetón a poniente. Nuestro destino sin embargo es Brindisi (léase como esdrújula), donde acababa la vía Apia romana, como indica el capitel de la inmensa columna que miraba a las aguas y que ahora está protegida en un museo, y que dejaba paso a las rutas marítimas  por el Adriático. Tal vez por ser domingo, el ambiente en esta ciudad portuaria que conecta con Grecia entre otros puntos, es tan absolutamente provinciano como el de Foggia. También aquí, y como va siendo habitual, el centro está peatonalizado y sólo permiten el paso motorizado a los residentes. Ello conlleva una manera de vivir, de pasear, de relacionarse completamente diferente a la de las ciudades de nuestro entorno, más al servicio del tráfico rodado. Todo resulta pausado y humano.




































Fueron las localizaciones de una peli Tengo algo que deciros (2010) las que me pusieron por primera vez ante imágenes de Lecce. Se trata de la capital barroca del sur. El Sur del que vamos teniendo signos evidentes: campesinos roturando las tierras con arados y mulas, los viejos motocarros de nuestra infancia, ya desaparecidos y que por aquí se siguen empleando con profusión. Y al llegar al centro de la ciudad nos encontramos con los restos de un anfiteatro romano que salió a la luz en unos trabajos municipales y que ahora se mantiene al aire y es sede de actuaciones veraniegas. Junto a él, una pequeña construcción de estilo gótico civil que alberga la oficina de turismo y que llama poderosísimamente la atención por sus grandes ventanales en ojiva: el sedile. Se levantó por encargo de un veneciano. La teatralidad de la luz vespertina aún realza más la plaza de la catedral, los distintos rincones, convertido todo ello en un amplísimo decorado escenográfico.



























Pero lo que nadie deja sin ver cuando visita Lecce es la iglesia de la Stª Croce. Tenemos mala suerte y la están restaurando, por lo que andamios y rejas entorpecen la vista de su espectacular fachada barroca. A pesar de ello el rosetón es de los que dejan sin habla en cuanto que constituye una filigrana en piedra. Claro que, el interior no se queda atrás, la nave principal o los altares laterales. Callejear al albur de la intuición, en busca de las puertas que daban entrada a la vieja ciudad y que todavía se mantienen en pie, es una sorpresa constante, no sólo por las portaladas de las iglesias, sino por los ventanales y balcones, las fachadas de viejos palacetes dieciochescos... todo un decorado recargado pero no agobiante, donde el paseo, insisto, sigue siendo posible.
























Y vuelta al mar, en un día igual de esplendoroso que los que el Mediterráneo nuestro nos reserva: la costa se ha vaciado de veraneantes. Los chiringuitos cierran, pero los destellos de luz en el azul siguen siendo invitadores. Las zonas arenosas se van espaciando para dejar paso a farallones calcáreos que cogen altura de nuevo. Y casi por casualidad y por los coches aparcados, descubrimos una de las tantas grutas que horadan la línea de costa. Unas se visitan desde el mar, en barcas; otras son visitables adentrándose en su interior, a través de pasillos angostos y formaciones que penden de los techos como estalactitas. Parece que datan de hace 60.000 años. Las huellas de los "aragoneses", léase "catalanes",  al llegar a Otranto ( también como esdrújula) vuelven a hacerse presentes: en lo alto de la cità vecchia, dominándolo todo, se alza el imponente castillo, más imponente aún por el enorme foso que lo rodea. En su interior una muestra dedicada a Pasolini. A pesar del tiempo transcurrido desde su asesinato en Ostia, su huella sigue viva y es la segunda que encontramos en nuestro viaje. Volverá a aparecer al final.




















Y por supuesto el Duomo. Lo bueno de no llevar el viaje preparado hasta en los mínimos detalles es que siempre cabe la posibilidad de la sorpresa y en este caso, del asombro. Cómo iba a imaginar uno que, tras la fachada de poniente, hermosa como todas las que vamos viendo, y en la que se superponen los estilos, se escondía un interior cuyo suelo está alfombrado de teselas todo él. El tema y eje central de la decoración es el árbol genealógico de la humanidad, pero a la imaginación del artista se le escapa de repente un apunte del ciclo de Alexandre. No se puede pisar y hay que contemplarlo muchas veces de través, pero cada una de las ilustraciones es más sorprendente que la anterior.



























En el camino hacia la punta más meridional, donde se encuentra el faro de Leuca, la costa vuelve a encresparse. Entre los pinos se esconden los chalés, en general de planta baja, como solía suceder por estos pagos antes de los años 60, cuando se desató la locura turística y con ella la explotación del suelo costero, con consecuencias que aún estamos pagando. Hemos conseguido tener toda la Marina alicatada hasta el techo. Además de forma irreversible. Volvamos mejor a lo más sureño del sur. El agua vuelve a estar invitadora y no puedo resistir más la tentación. El chapuzón es glorioso, como para las pocas personas que lo han descubierto antes que yo. Dejo otra foto mía, no por afán de protagonismo, sino porque en ella se aprecia la transparencia de las aguas. Aquí casi no hay industria y por lo tanto no hay polución (vid. infra). Glorioso, ya digo.



























Al llegar al Jónico, la costa desciende en dirección a Gallipoli (no confundir con la localidad en la que se libró la terrible batalla). Y de nuevo descubrimos que se trata de una ciudad encantadora, mucho más acogedora que su vecina Taranto. De nuevo una fortificación "aragonesa" (la corona de Aragón, abarcó en su momento hasta Sicilia y Nápoles, toda la Calabria, retando el poderío papal más al norte, como ilustraba muy bien la novela de Mario Puzo, Los Borgia, que me llevé y de la que daré cuenta más adelante en estas mismas páginas). Y el Barroco que nos sigue acompañando en exteriores e interiores enloquecidos. Nada que ver con el que disfrutamos en Austria y el sur de Alemania hace unos años. Y aquí el tramonto es marino, como si estuviéramos en Galicia. Suave y delicioso.
 


























Está todo el perfil costero festoneado por torreones de avistamiento, más que defensivos, como los que quedan en nuestra provincia, y que son testimonio de la amenaza turquesca, o berberisca después. Algunos de ellos poseen unas formas muy curiosas, como Le quattro torri, del seicientos, resto de lo que fue una construcción cuadrangular reforzada en sus vértices por las susodichas torres, que es lo único que queda, como piezas de un ajedrez perdido,  lo que nos hace detenernos. Se levanta por fin un aire racheado que indica que el buen tiempo va tocando a su fin. La gente está trabajando ya y todo tiene un aire algo decadente, como la Venecia de Visconti, pero sin tanto glamur.


























 
Y el viaje va tocando a su fin. Nos quedan un par de etapas. Y Taranto (vuélvase a leer de forma esdrújula; malditos italianos que ponen tildes sólo en contadísimas ocasiones), con su doble bahía nos sorprende doblemente. Al lado norte queda una zona industrial en la que se trabaja el acero, y que parece que proporcionó mucha ocupación a la comarca, pero que también ha contribuido a la polución de las aguas y del aire. En la otra, más ciudadana y a la que se accede a través del puente "giratorio", queda la consabida fortaleza, aparentemente la más colosal de las que hemos visitado. La humedad debe de hacer insufrible la ciudad en plena canícula. También nos llama la atención que, en este domingo de paseo por el casco viejo, nos parezca estar más en Nápoles que aquí. Suciedad en las calles, costras de mugre en las fachadas medio derruidas, ropa tendida, música a volúmenes discotequeros, gente que descansa en sillas a la puerta de su casas. Las iglesias están a rebosar de la misma clientela que en España: familias, gente mayor... Sin embargo la visita al MARTA (Museo Arqueológico de Taranto), uno de los más importantes de Italia compensa el viaje absolutamente. La reestructuración de salas y materiales (terracotas, mosaicos, bronces, piezas de oro, mármoles), es soberbia y a la visita se le añade un fastuoso concierto con una sonata de Mozart. Un lujo. Parece que en cuestiones culturales, Italia nos sigue llevando considerable ventaja.



























Ya nos había hablado Valeriano de la accoglienza típica del sur. Mi antiguo compañero de insti, Maurilio Bianchi, me había puesto en contacto con un viejo compañero de estudios, que al parecer había sido sindaco (alcalde) de un pueblecito por el antiguo P.C. Y este hombre, Rocco Ressa, sin conocerme de nada, me había ofrecido su casa y su coche. Le aceptamos tan solo un bañito en la piscina campestre y una comida extraordinaria que preparó su mujer, Rachele. Lo de menos, con ser todo ello importante, fue lo que he citado. Lo estupendo fue que hubo ocasión de conversar interminablemente, de intercambiar información sobre nuestros dos países. Consideraba sorprendente el salto adelante que había dado España en cuestiones sociales y cómo para los italianos, la presencia del Vaticano dentro de su país, suponía una rémora difícil de llevar. La comida fue la más auténtica de todas las que probamos y el ambiente que lograron crear nos dejó un recuerdo imborrable. Los esperamos ahora en Alicante.



























Quedaban sólo dos etapas y aquí, en Matera, sí que tuvimos que contener el aliento al divisar por primera vez la panorámica de uno de sus sassi, cada una de las barriadas de cuevas que trepan la ladera de una montaña que cierra la hoz de un riachuelo, como en Cuenca. Las gentes que habían vivido en las cuevas hasta los años sesenta del pasado siglo, fueron desplazadas a barrios de nueva construcción y en ellas se fueron instalando, negocios, restaurantes, B&B, pero con un cuidado tal que desde fuera se diría que nada ha cambiado desde que P. Levi se inspiró en la zona para hablar del profundo atraso del sur en su novela Cristo se paró en Éboli. También Pasolini escogió la población para rodar su Evangelio según S. Mateo. Y también bajo tierra, una cisterna de 16 m. de profundidad y 65 m. de longitud, que construyeron los romanos y que puede competir con la "basilica" de Estambul.

























 


Y al llegar a Bari para devolver el coche y embarcarnos hacia Roma, descubrimos que, a pesar de lo caótico de uno de los puertos más importantes del levante italiano, también allí había cosas que ver: por supuesto el castello aragonese de rigor, imponente y la iglesia de S. Nicolás, que atrae a fieles del rito ortodoxo, rusos sobre todo, que rezaban con una devoción que por aquí va dejando de verse. Por todo ello mereció la pena parar, aunque no fuera más que un día en la ciudad costera para despedirnos del Adriático, que volvía a brillar esplendoroso.



























Quedaba la vuelta a Roma, con un día por delante. Roma la inabarcable, la imposible de conocer en todos sus rincones ni viviendo en ella. Pero pateadores como somos, "la dura vida del turista", ya se sabe, aún nos dio el cuero para recorrer lo más emblemático bajo un chirimiri matutino y una tarde ya tranquila y soleada. La ciudad supera al individuo, pero recorrer el Lungotebere fue una experiencia gratificante y entrar en S. Pietro in Vincoli para enfrentar de nuevo al Moisés, al que sólo le faltaba hablar, según su creador, valió la pena. No voy a recurrir a las postales tradicionales, pero sí una de las fotos da idea de lo grandioso que es todo. Y el Castel Santangelo como homenaje a Tosca.



























Un viaje que no ha tenido desperdicio, aunque no haya habido tanto museo como en otras ocasiones o tantas bibliotecas como el año pasado en Holanda o en Florencia. No se puede tener todo. En cualquier caso, altamente recomendable. Gracias a todos los que me encaminaron a conocer y realizar esta passeggiata.

José Manuel Mora.





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