Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez

Derrotas

Cada vez se me hace más evidente la necesidad de continuar con estas memorabilia, dado que si no lo he consignado aquí, pasado el tiempo, no sé si he visto o leído lo que tengo delante. Se trata en este caso de un libro que consideré urgente comprar después de leer un suelto elogioso en el periódico, en el que se hacían eco de un homenaje que se procuraba en Zurich (!) a su autor. MÉNDEZ, ALBERTO. Los girasoles ciegos. Barcelona: Anagrama, 2004; aunque la que leo es la trigésimo primera edición, de 2012. Más de 300.000 ejemplares vendidos, dice la banda promocional, además de señalar que uno de los relatos ganó el Premio Setenil, y el libro completo. el de la Crítica (¿pero no quedamos en que yo me compraba y leía los que conseguían ese galardón?), el Nacional de Narrativa, ambos en 2005, y ambos también póstumos. Y nada más empezar la lectura, me asalta la sensación del déjà vu; sin embargo en las baldas de mi biblioteca no está. Seguro que me lo dejó mi amiga Mª Clara. Y cuando llego al último de los cuatro relatos que lo integran, y que es el que da título al volumen, me doy cuenta de que recuerdo la peli que José Luis Cuerda filmó sobre él en 2008, con J. Cámara y la Verdú, ambos magníficos.


El autor nació en Madrid en 1941 y murió prematuramente a los 63 años. Estuvo vinculado al mundo de los libros a través de la edición y también colaboró como guionista con Pilar Miró. Militó además en el Partido Comunista hasta 1982. Acabó el libro de relatos cortos sabiéndose ya enfermo. Y es evidente que, aunque el segundo lo  presentó al M. Aub en 2002, conforme el libro le fue creciendo entre las manos, lo fue reelaborando para darle una cierta unidad a las cuatro historias, al hilvanarlas de forma sutil unas con otras. De hecho en una de ellas se nos cuenta el desenlace de la primera con claridad, ya que en aquélla sólo lo habíamos entrevisto; y en la última, la hija del matrimonio es la madre muerta en la sierra de la segunda historia. Hay otro elemento que confiere unidad al conjunto y es que cada uno lleva el mismo título: "Derrota", más un subtítulo que lo diferencia de los siguientes, además de la cronología: 1939, 1940, 1941, 1942. El autor ha elegido una cita introductoria, que habla del "duelo": Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliación y perdón. En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable. [...] El duelo no es ni siquiera cuestión de recuerdo [...] es hacer nuestra la existencia de un vacío; de C. Piera.



Y he aquí que, de nuevo, como comentaba en la anterior entrada, la presencia de la guerra interminable, en forma ahora de negra posguerra, se vuelve a hacer presente. Y los derrotados pertenecen a ambos bandos. En Si el corazón pensara dejaría de latir (1939), hay una voz en primera persona que nos sobresalta, porque parece querer ser testimonio fidedigno de lo que se cuenta: "Ahora sabemos" (pág. 13); "Nos consta" (íbd.); "Voluntariamente omitimos" (pág. 26)... Estamos en un juicio por alta traición a un militar sublevado, que el día que se sabe que Casado se va a rendir en Madrid, alza las manos ante lo que queda del ejército defensor de la República y dice "Soy un rendido" (pág.13). Aquellos juicios culminaban en una ejecución sumarísima. Sin embargo al final la historia se da la vuelta. Los dos elementos fundamentales de la escritura de Méndez son: la intensidad emocional al anlizar los sentimientos y sensaciones de los personajes, y el uso de la paradoja como herramienta estilística que confiere una fuerza inusitada a su expresión. Y aquí dejo un par de ejemplos de cada uno de ellos: "Bajo un aire tibio, transparente como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melancólico" (pág. 14; la cursiva es mía). O bien: "Sólo escuchó el alboroto de su pánico" (pág. 14). Y un par de antítesis:  "Los republicanos eran un ejército civil" (pág. 15). "Por fin era lo que había decidido ser: su propio enemigo" (pág. 24).



Manuscrito encontrado en el olvido (1940) es aún más intenso, puesto que la primera persona que garabatea unas notas en un cuadernillo encontrado luego por un pastor en una breña (¿el famoso recurso del manuscrito hallado?; hay una nota del editor al final, que busca los rastros perdidos del maestro y el alumno aventajado), es un mozalbete que no llega a 20 años y que lucha por no dejarse derrotar por el hambre y el frío, una vez ya derrotado por la guerra, y por salvar a su bebé recién nacido junto al cuerpo de la madre. En el muro que los cobijaba se podía leer el verso gongorino del Polifemo (lo que indica que el chico había leído): Infame turba de nocturnas aves... Todo el dolor por la pérdida de la compañera, la angustia por no saber qué hacer con la criatura, son suficientes espoletas para que el lector empatice con el testimonio del cuadernillo y la angustia atenace la garganta. "Es gris el color de la huida y triste el rumor de la derrota (pág. 41). El lirismo del autor se asume en el que escribe como algo que le es propio. "Es sólo octubre pero aquí arriba el otoño se convierte en invierno cada noche (pág. 41); "Presos en un fogonazo de silencio y quietud" (pág. 64). No hace falta más para ponernos en situación. Y las palabras del muchacho se convierten en aterradoras: "El miedo, el frío, el hambre, la rabia y la soledad desalojan a la ternura. Sólo regresa como un cuervo cuando olisquea el amor y la muerte" (pág. 55).  



En El idioma de los muertos (1941) estamos de nuevo ante otro juicio sumarísimo, del que la gente sale en camioneta camino del muro del cementerio. Pero aquí aparece la figura de una madre que quiere saber del destino de su hijo muerto. Y el enjuiciado, un chelista en la vida civil, sin proponérselo, enhebra una sarta de mentiras que consuelan a la mujer y que le salvan la vida a él día tras día, como a Sherezade. La palabra creando realidad. La historia se interrumpe de vez en cuando con la redacción de una carta que el condenado quiere hacer llegar a su hermano y que la censura del cura de prisiones devuelve tachada. Y en medio de las condiciones inhumanas de la prisión, la humanidad y la ternura que el cuasi condenado derrama en su misivas y en la persona de un compañerico de celda con liendres imposibles. Y el juego metafórico siempre presente: "El silencio no se termina, se rompe; su cualidad fundamental es la fragilidad y el epitelio sutil que lo circunda es transparente: deja pasar las miradas" (pág. 77).


Y por último, Los girasoles ciegos (1942), que da título a todo el volumen. Un colegio en el que se canta el Cara al sol, como se hacía en el mío; un diácono rijoso y los padres del crío en una situación de angustia continua, de miedo a ser descubiertos en cualquier momento. El padre es un estudioso que colaboró en la organización del Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia. Tremendo crimen. Hay en el cuento una frase que puede resumir la filosofía del Régimen durante los años de plomo de la Victoria, con mayúsculas: "Que alguien quiera matarme no por lo que he hecho, sino por lo que pienso..." (pág. 129). Y así era en verdad. Si no, que se lo hubieran dicho a Federico o a D. Antonio Machado. Tristes guerras / si no es de amor la empresa. / Tristes, tristes, que dijo Miguel Hernández. Un libro precioso, en fin, a pesar de lo trágico. La realidad convertida en alta literatura. Si no, sería crónica periodística.

José Manuel Mora.












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