El jilguero, de Donna Tartt

Best seller

Lo sé. He caído. He aquí que he estado enredado veinte días con un best seller. Hay quien piensa que este tipo de libros no es literatura. O lo es sólo de consumo. Yo no la frecuento en demasía, como saben los que curiosean por estas páginas. ¿Qué me ha llevado a caer, pues? Referencias de amigos, el premio que luce en la cubierta, o simplemente el motivo que lleva el libro en la tapa, el famoso, bellísimo, enternecedor cuadrito del holandés Carel Fabritius (1622-1654), de quien dejo un autorretrato.



TARRAT, DONNA. El jilguero. Barcelona: Lumen, 2014, (1.143 págs.; la indicación no es en absoluto disuasoria). Y quiero dejar unas cuantas precisiones en cuanto a la edición. La casa editorial tiene pedigrí y suele ser cuidadosa con sus producciones. Aún recuerdo con cariño un libro de la firma que cambió mi forma de ver el mundo (Zimnik, Reiner. Los tambores. Barcelona: Lumen, 1976, en la edición que leí, preciosamente ilustrada). La cubierta es curiosa porque muestra ocultando, y aparentemente la edición es tan cuidada como suele. Sin embargo se les ha escapado un montón de erratas tipográficas a la hora de la impresión; extraño que los revisores de las pruebas no los hayan percibido. ¿Prisas por sacarla al mercado? La traducción, de Aurora Echevarría, deja traslucir un sustrato catalán bastante molesto, para quien conoce esa lengua, por debajo del castellano. "A mí ya me va bien", o "se ha engordado", tan característicos; o términos feos como "marronáceo", inexistente en el diccionario. 



¿Quién soy yo, por otra parte para ponerme estupendo, que decía Valle, con los best sellers? Alguien que ha sido capaz de pergeñar obra semejante merece el respeto que debe producir el esfuerzo ingente. Viene además reconocido por el Premio Pulitzer de este año. Se concede en los USA desde 1917, gracias al editor de su nombre.Y lo han obtenido gentes como E. Warton (La edad de la inocencia), M. Mitchell (Lo que el viento se llevó), J. Steibeck (Las uvas de la ira), W. Faulkner (Una fábula), E. Heminway (El viejo y el mar) o más recientemente J. K. Toole con La conjura de los necios, o T. Morrison con su Beloved; estas tres últimas las he leído y la de Morrison me encantó. Y perdón por el excurso, pero lo he hecho para señalar que incluye grandes autores y grandes obras. Sin embargo...¿Quién es la tal Donna Tartt? (1963, Mississipi, USA).



Lleva publicando desde hace más de 20 años, desde los dieciocho y, según confiesa ella misma, cada una de las novelas que ha publicado le ha llevado una decena de años, lo que no es de extrañar cuando uno se enfrenta a un volumen que resulta incómodo de manejar como libro de cabecera. Llama la atención el anticipo de 450.000$ que recibió por su primer libro siendo una desconocida y que Vanity Fair predijera su fama en un artículo que le dedicó. La crítica se ha mostrado dividida ante sus dos primeros libros, El secreto (1992), un thriller gótico, y con Juego de niños, (2002), cosa que a ella parece darle lo mismo, dado los niveles de ventas millonarios y el número de idiomas a los que se han traducido sus libros.



La escritora se reconoce fan de Ch. Dickens como padre de la novela moderna (será en inglés; a lo peor no sabe que el británico era un amirador confeso de Cervantes). Por eso no es de extrañar la extensión de su fábula, los recovecos de la trama, los saltos atrás para explicar una situación que se plantea in media res, cosa que hace desde las primeras páginas con el protagonista-narrador encerrado en un hotel de Amsterdam. No hay que esperar más que tres páginas para que nos hallemos con Theodore en Manhattan, cuando apenas tenía trece años y vivía su madre. Como la historia se sitúa en nuestro presente (las referencias a la actualidad, hechos, música, hábitos, artilugios tecnológicos son constantes), el que arranque con una bomba en el MET (Metropolitan Museum), la ubica en la onda expansiva (perdón por la redundancia) del 11-S. Es además la excusa perfecta para que el cuadro de Fabritius, allí colgado en una exposición temporal (su lugar permanente es el Mauritshuis de La Haya), vaya a parar a manos del protagonista, lo que desencadenará el resto de la trama. Hay una primera parte en la historia que tiene visos de novela picaresca, en la medida en que Theo, al quedar huérfano, pasa por una serie de casas, familias ("amos"), ciudades que irán moldeando su carácter.



Tarrt describe muy bien y capta con energía, brillantez y conocimiento de causa el ambiente de la Gran Manzana. Para quienes la hemos visitado, parece que las páginas nos sumergen de lleno entre avenidas, calles, taxis y gentes: "La luz había ido apagándose hasta quedar en un tono gris industrial" (pág. 28); "Observé cómo cambiaban los semáforos por el desierto cañón de Park Av. al amnecer" (pág. 117); y por no cansar, la última: "A veces por las tardes soplaba un viento húmedo y arenoso a través de las ventanas, justo cuando el tráfico de la hora punta disminuía y la ciudad se vaciaba; era la lluvia, los árboles echando hojas, la primavera dando paso al verano; y el grito desesperado de las bocinas, el olor a humedad de la acera mojada tenían algo eléctrico, una sensación de aglomeración y estática en la atmósfera, secretarias solitarias y tipos gordos con comida para llevar, la omnipresente y poco atractiva tristeza de las criaturas que luchaban por vivir" (pág. 220). Sin embargo esta herramienta narrativa, a veces se vuelve reiterativa por el uso repetido de la misma, como si pretendiera estirar la historia. Da igual que sea en N. Y. o en Las Vegas, donde el muchacho acaba dando con sus huesos en casa de su padre, desaparecido hasta entonces, y donde conocerá a Boris, el otro personaje que le sirve de contrapunto. "Arena marrón, resplandor despiadado, trance y silencio, arenilla volando por el aire" (pág.326). Antes he hablado de picaresca, pero ésas no son sino novelas de aprendizaje. Se cita en el libro, Tierra de hombres, de Saint-Exupéry y algo hay de la búsqueda del sentido de la vida en ambos. A ello se suma el thriller en que acaba convirtiéndose la persecución del cuadro, lleno de intriga y giros inesperados (aquí también entra la prolongación innecesaria de alguna anécdota). "Era mío, mío. Miedo, idolatría, acaparamiento. Los encantos y los horrores del feteichismo" (pág. 767).



Dice A. Muñoz Molina que "Hay dos metáforas centrales en cualquier literatura: la inmersión y el viaje" (Apud, El País, Babelia, nº 1199, pág. 5). Si es así, y creo que lo es, hay en la historia de Theo un viaje (el que hace de noche, solo, en compañía de su perro, desde Nevada a Manhattan está lleno de angustia y negrura, por no hablar de los que le provoca la ingesta de grogas varias), y una inmersión en sí mismo, en busca de su propio conocimiento, que no será sino el resultado de una pérdida, la de su madre. Acaba descubriendo "un yo que no quieres. Unos sentimientos que no puedes evitar" (pág. 1128). El relativismo moral de Boris acaba llevando a conclusiones ambiguas, incluso en boca de Hobie, el viejo protector del muchacho, un personaje tratado con auténtico cariño por la autora: "¿No sale a veces el bien de alguna extraña puerta trasera?" (pág. 1124). Frente a su bonhomía, un acierto de la escritora es no presentar al protagonista como dechado de bondades, como hubiera hecho el señor Dickens. Aparece como honrado y bondadoso en ocasiones, y mentiroso y asesino en otras. Pero como él mismo acaba señalando: "El cuadro hizo que me elvara por encima de la superficie de la vida y me permitió averiguar quién era yo" (pág. 1132). "He llegado a darme cuenta de que las únicas verdades que cuentan para mí son las que no puedo o no sé comprender" (pág. 1136). Tanto el retrato del chico como el de su amigo Boris son excelentes. Hay sin embargo un escepticismo demasiado posmoderno para mi gusto.
Y voy concluyendo. Frente al frenesí de sucesos en la vida de Theo, Tartt se muestra como una conocedora del arte. Si no fuera así no podría haberse acercado al jilguero de la tabla con tanta sensibilidad y delicadeza. La forma en que "lee" los cuadros de la escuela holandesa expuestos en el MET es muy acertada y sabia.  Sin embargo, ¿vale el arte como mero instrumento de entretenimiento? Lo digo reconociendo que el libro me lo he bebido en veinte días, cuando calculaba más de un mes. Esta novela como objeto cerrado, hermoso en ocasiones, inquietante a veces, ¿no acaba por ser inútil? Parece que para la escritora el objetivo no es otro que gustar y gustarse. Da la impresión de estar encantada de conocerse. No he caído en los de D. Brown o de P. Coelho. Y he aquí que en éste sí. Cosas de los libros. A cada quién su gusto y a cada quien su libro. Ahí lo dejo.
José Manuel Mora.




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