La sal de la tierra, de W. Wenders y Ribeiro Salgado

 Testigo

Tal y como anuncié ayer, hoy tocaba otra peli, si no quiero que se me escapen las tres o cuatro que quiero ver. Hace muchos años, en 1989, en un viaje a París, en lo alto de La Grande Arche, en el barrio de la Défense, había expuesta una muestra fotográfica de alguien a quien yo conocía de oídas y también por algunas imágenes suyas en los periódicos, con motivo de reportajes o de exposiciones o premios. Había una cita introductoria en la pared: "Más que nunca, siento que solo hay una raza humana. Más allá de las diferencias de color, de lenguaje, de cultura y posibilidades, los sentimientos y reacciones de cada individuo son idénticos".  Me quedé tan impactado que desde entonces procuré seguir sus trabajos, que suelen editarse en fastuosos libros de tapa dura y gran formato.


Se trataba de Sebastiao Salgado, nacido en Minas Gerais (Brasil) en 1944. No es lo mismo ver fotografías en un periódico, bajas de resolución (antes del vendaval digital) y de pequeño tamaño, que verlas como enormes lienzos, en blanco y negro, tal y como el artista las concibió. ¿Artista, fotógrafo, periodista? No sé cuál es el apelativo que más le conviene. Con formación de economista que abandonó, tal vez el de humanista le cuadraría mejor, aunque formara parte de la agencia Magnum Photos desde 1979, para montar después su propio sello. Confiesa que para captar imágenes de gente que nunca ha visto una cámara o que no ha estado en contacto con personas que no son de la tribu, primero convive, hasta estar cómodo junto a ellos y ganarse su confianza. Se trata de mantener su dignidad, la de los fotografiados, y no perderles el respeto. Pues bien, parece que ante el último de sus proyectos, que suelen ser de largo aliento, dos admiradores suyos decidieron acompañarlo en la empresa. Se trataba de su hijo, Juliano Ribeiro Salgado y del cineasta Wim Wenders. Fruto de ese viaje es el documental que ahora presentan.


Se trata de un diálogo a tres voces: la de Salgado, quien después de tantos años en París habla en francés con Wenders, la del director que habla en off y lo hace en inglés, y la del hijo, que habla en portugués con su padre y en inglés con Wenders. Esa polifonía idiomática se da también en las imágenes. El recorrido vital del fotógrafo se hace en primera persona, mirando a cámara en un primer plano intenso y en un magnético blanco y negro. Las imágenes que él ha ido tomando a lo largo de su vida, metiéndose en todos los charcos habidos y por haber, unas veces llevado por su curiosidad, otras como acompañante de Médicos sin Fronteras, son también en B/N, aunque habría que hablar de una infinita gama de grises. Se dice en el documental que fotografíar consiste en dibujar con luces y sombras (la cita es aproximada). Por último, las filmaciones que realiza el hijo durante el viaje en el que acompaña a su padre se han rodado en un color saturado que resalta siluetas y colores (magníficas las mujeres que se van dando color rojo por todo el cuerpo). Es estupendo el diálogo que se establece entre estas tres personas cargadas cada una con su propia cámara y fotografiándose simultáneamente en plano contraplano. En ese sentido el montaje de Wenders es modélico.


No es una película para estómagos delicados. El horror de las hambrunas, de los exilios, de las epidemias, de los campos de refugiados, de las guerras llega a ser agobiante, incluso para el propio Salgado, quien confiesa que llegó a enfermar espiritualmente. La muerte está muy presente en el recorrido del fotógrafo. Son estupendos los contrastes entre los primeros planos intensísimos que parecen bucear en el interior del fotografiado, y los planos generales panorámicos para mostrar la amplitud de los desatres. Le falta concluir, como dijo Hobbes actualizando al clásico latino, aquello de Homo homini lupus. Parece no haber salida, aunque el título del documental puede sugerir otra cosa. Se trata de una cita del Evangelio de Mateo (5:13): "Vosotros sois la sal de la tierra; pero, si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán?" Ya hubo una película con este título de 1954, de H. Biberman, en la que los trabajadores mexicanos se cosntituían en el elemento salado necesario. Aquí es el ser humano más apartado de la civilización, incontaminado, el que guarda la semilla de esperanza al final de la cinta, el que parece vivir en armonía con su entorno. También la actividad del propio fotógrafo junto a su mujer, que han logrado reforestar la parcela en la que vivió el padre y que había sido devastada por la sequía. Hoy es un parque nacional para el disfrute de todos.


Esa secuencia final y la música que suena de fondo con los créditos, permite al espectador salir respirando con más libertad. Wenders ha vuelto a lograr emocionarme, como ya hizo con aquel otro documental tan vivo y chispeante, Buenavista Social Club, inolvidable para quienes hemos viajado por la Isla Grande. O con su película París, Texas, con aquella Kinsky tan conmovedora de 1984. Tanto en Cannes como en San Sebastián parece que su último trabajo ha gustado mucho, porque en ambos lugares ha sido premiada. A pesar de lo indicado más arriba, sigo pensando que es muy recomendable.

José Manuel Mora.




Comentarios