Así empieza lo malo, de Javier Marías

 El pasado que no cesa

Y sigo con las novedades, cosa poco frecuente en mí, que me muevo más a golpe de intuición o de la recomendación de alguien en cuyo gusto confío. De hecho el libro que acabo de leer viene con un pie de finalización de abril de 2014. Así que, aunque la tinta ya no esté fresca, puedo decir que el volumen seguro que está y permanecerá tiempo aún en las mesas de novedades. Esta vez fue de nuevo mi amiga Isabel la que me lo sugirió, aunque ella reconoce que es una fan. Otros sin embargo dicen que no pueden con el escritor. Así que allá va. He de decir que sus artículos dominicales me tienen como incondicional. Los de él y los de Millás son los primeros que leo en la revista de los colorines. MARÍAS, JAVIER. Así empieza lo malo. Madrid: Alfaguara, 2014; con una estupenda y sugerente reproducción de Balthus en la cubierta. Ítem más, los críticos del suplemento cultural del diario de máxima tirada en nuestro país lo han elegido como "la obra más importante del año". Marías es además un chico joven de mi edad, ya lo he señalado con ocasión del comentario de su obra anterior,  Los enamoramientos, en estas mismas  páginas" (Madrid, 1951), y que lleva 43 años publicando y siendo premiado y traducido.


En los últimos libros aquí comentados, el de Cercas, el de Muñoz Molina, en éste, hay un cierto aire de familia, aunque cada uno a su modo, con eso que se conoce como estilo personal en cada escritor. Parece haber una vuelta a los años ochenta, como si ya empezara a haber suficiente perspectiva para ambientar la ficción en lo que para muchos de nosotros fueron años de euforia tras el largo túnel de la dictadura: "Ahora Franco había muerto hacía cuatro o cinco años" (pág. 43), ésa es la perspectiva del narrador de la historia."Tan tentador era el futuro que valía la pena sepultar el pasado [...] fueron años de optimismo y generosidad e ilusión, y a mí no me cabe duda de que fue lo mejor que entonces se pudo acordar" (pág. 46), dice el contador de la historia. Sin embargo, y como en todo, hay sus luces y sus sombras. Y a ello, entre otras cuestiones, parecen haberse puesto los narradores citados. Y Marías, pero con su toque personalísimo que lo aleja del realismo decimonónico para mejor poner en tela de juicio lo que nos cuenta: El narrador señala desde el principio que "iba más allá de convertirme en mero oyente o qizás en confidente, de hacerme partícipe de unos hechos o más bien de una sospecha, de un rumor" (pág. 35). O sea que lo que desencadena la narración parece que no es más que un comentario hecho al desgaire por alguno "de los que se resitían a la farsa y relataban la verdad [...] algo así sería lo que había llegado recientemente a los oídos de Muriel" (pág. 48).


Y aunque parezca que ese va a ser el hilo de la trama, el intento de desvelar lo que de verdad o falsedad haya en el rumor, pronto veremos que ese elemento se entreteje con la relación de pareja del tal Muriel, cineasta ficticio, contemporáneo de Jesús Franco (ser real de esos años), y de su mujer, Beatriz, cuyo matrimonio conforma una "larga e indisoluble desdicha" (pág. 11), como ya nos advierte la contracubierta, y en medio el "joven De Vere", testigo y narrador, y algo más, de esa historia. Y la anterior no es la única incorporación de alguien real a la trama. El Profesor Rico (Francisco Rico, en el siglo, y hoy miembro de la Real Academia de la Lengua, además de amigo del escritor desde hace muchos años) juega un papel si no esencial, sí de secundario con peso. Seguramente la complicidad de los dos ha permitido que Marías lo retrate con crueldad a veces, con sorna siempre, con la misma retranca que se gasta aquél en sus intervenciones públicas (a alguna he asistido): "aún no había cumplido los cuarenta y sin embargo portaba una biblioteca sobre los hombros (quiero decir de su autoría o creación) y llevaba una fulgurante carrera como erudito, estudioso, desfacedor de errores, luminaria o privilegiado cráneo, perfeccionado pedante (hacía de la pedantería un arte), maquinador vocacional y por supuesto egregio y tímido profesor [...] dada su espantosa precocidad general" (pág.108). No quiero imaginar la juerga que se habrán corrido los dos, escritor y amigo, leyendo las galeradas de la novela. Rico no creo que sea de los que piensan que "fingir es esencial para convivir, para progresar y prosperar, y aquí [en España] no hay fingimiento posible después de habernos visto las caras de facinerosos" (pág. 50). De hecho el propio escritor parece ajustar las cuentas, sin nombrarlos, con algunos personajes que supieron transitar con éxito desde el franquismo más rancio a adalides de la progresía y el progretariado. "Demasiado tiempo de biografías falseadas, embellecidas leyendas y aplicado o consentido olvido [...] Los muertos dejan de contar en cuanto son eso, muertos" (pág. 424). La ambigüedad moral afecta a todos los personajes de la historia narrada, al narrador incluido. Como en la vida misma, vaya. Otro de los temas subyacentes del libro es la conveniencia o no de saber la verdad, de contarla o no, por sus posibles consecuencias. El propio autor declara: "Me parece bien que no se llevara a nadie al banquillo, pero no que no se sepa lo que hizo cada uno" (Babelia, nº 1204, pág. 3).


Y para todo ello el escritor pone las cartas sobre la mesa, cartas que sus seguidores conocen: "Ya que había accedido a contarme, tendría que ser a su ritmo y manera. Ése es el privilegio del que cuenta, y el que escucha no tiene ninguno, o sólamente el de marcharse" (pág. 480). De modo que va suministrando los datos de la anécdota narrada con cuentagotas, a la par que con una maestría envidiable. Es cierto que, para los ritmos que se gastan en la actualidad, para algunos lectores este modo de contar puede resultar premioso. Quienes lo conocen y lo siguen, si además quieren entrar en su juego, disfrutarán a modo. Y, junto a este saber demorar los elementos de la intriga, se suma su peculiar estilema, la recurrencia en torno a un concepto cuya expresión parece escapársele, por lo que necesita merodear en torno  a las palabras que lo aproximan a lo que quiere decir: "Como si ponerlo en palabras o imágenes y en orden equivaliera a abaratarlo y a trivializarlo, como si sólo lo no revelado o lo no enunciado conservara el prestigio y la unicidad y el misterio" (pág. 343). No renuncio a señalar un par de metáforas recurrentes a lo largo del libro: "El encorvado oeste", o bien esta otra: "Debió de parpadear alguna noche el soñoliento ojo obligado de nuestra luna centinela y fría" (pág. 250), que aparecen en sucesivas ocasiones. Y para no cansar, hablando de nuestro leve trascurrir por la existencia: "Seré como nieve que cae y no cuaja, como lagartija que trepa por una soleada tapia en verano y se detiene un instante ante el perezoso ojo que no va a registrarla. Seré lo que fue, y que al no ser más, ya no ha sido. Seré un susurro inaudible, una fiebre pasajera y leve, un rasguño al que no se hace caso y que se cerrará en seguida. Es decir, seré tiempo, lo que jamás se ha visto, ni puede nunca ver nadie" (pág. 516). 
El título lo ha sacado, una vez más, de su admirado Sakespeare. Al lector que todavía no ha iniciado el libro seguramente le resultará sugerente, y dentro de la trama tiene su sentido, relacionado con el asunto del rumor citado al inicio: "En realidad todo lo que se cuenta, todo aquello a lo que no se asiste, es sólo rumor [...] Cuando uno renuncia a eso, cuando uno renuncia a saber lo que no se puede saber, quizás entonces, parafraseando a Shakespeare, quizá entonces empieza lo malo, pero a cambio lo peor queda atrás" (pág. 324). No sé si es magro consuelo, pero es lo que decide Muriel después de haber querido saber. 

José Manuel Mora.

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