Timbuktu, de A. Sissako

Tierra de silencio

Esta vez la recomendación me llegó desde Tánger, a través de mi amigo Paco, que casi se ha hecho de aquel pueblo. Aún no se había estrenado aquí y yo todavía no sabía que había sido sleccionada como candidata a los Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Por supuesto es absolutamente infrecuente que el cine de uno de esos países, incluso de ese continente, llegue a nuestras pantallas. Por eso se agradece que por una vez sepamos qué pasa fuera, contado por gente de allá. Timbuktu, así, sin tilde y a pesar de que por acá la conozcamos como Tombuctú, ha sido rodada por Abderrahman Sissako. La peli es de nacionalidad mauritana, qué exotismo, aunque el director es maliense, formado cinematográficamente en Moscú y París. Sabe por lo tanto de lo que habla. No es su primer filme, aunque los dos anteriores, Waiting for happiness y Bamako, no sé siquiera si se llegaron a estrenar por estos lares. Al menos yo no los vi. Se trata de alguien musulmán, pero que ha viajado y que ha adquirido un sentido humanista de su cultura y que por ello puede ver los extremismos con ojo crítico.


Hay lugares evocadores ya desde su mismo nombre, aunque no los hayamos visitado, aunque no conozcamos fotografías de sus parajes (cosa cada vez más infrecuente gracias a san Guguel). A mí eso me pasaba con Samarkanda, o con Ulan Bator, o con Antananarivo. La primera me fascinó cuando la visité, con las cúpulas de sus mezquitas relucientes de azulejos de colores. En la última el exotismo pertenecía a sus gentes sobre todo. En Mongolia no he estado. Pues bueno, también  Tombuctú me resultó siempre evocador como nombre y como lugar remoto, perdido en un mar de arena más allá del inmenso desierto. En Ouarzazate, al sur de Marruecos, había una señal que indicaba los kilómetros que faltaban para alcanzarla. Más tarde la magia se acentuó al saberla poseedora de unas riquezas bibliófilas sorprendentes, que empezaron a coleccionarse al llegar unos andalusíes en el s. XV con unos manuscritos valiosísimos. Ya en nuestros días ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad y los tesoros bibliográficos empezaron a ser restaurados y catalogados por la Fundación Mahmud Katí. Pero todo esto ha pasado tristemente a ser historia. Desde el vecino del norte, Libia, en 2012 los extremistas islámicos de al-Qaeda en el Magreb empezaron a infiltrarse por la frontera septentrional maliense y a conquistar territorio con ánimo de establecer una república gobernada por la sharía. Se desató una guerra civil que acabó con la mayor parte de las bibliotecas existentes en el territorio; todavía hoy, a pesar de la intervención del ejército francés, está lejos de solucinarse la situación por completo. Aunque el territorio se hubiera islamizado en plena Edad Media, aquella tierra es un crisol de razas, idiomas y culturas. Y es ahí, en 2012, donde transcurre la historia que la peli nos muestra. Su director firma también el guión junto a Kessen Tall.


A lo mejor toda la información anterior resulta ociosa a la hora de contemplar el filme, pero creo que la contextualización ayuda a valorar mejor lo que se nos presenta. El lugar nos aparece lleno de contrastes: calles de tierra, antenas parabólicas sobre los tejados de adobe, jaimas sobre arenas doradas completamente aisladas, o no tanto ya que, según en qué dirección se sitúen, los móviles tienen cobertura. Motos, canoas, todoterrenos y armas, muchas armas automáticas. Los guerreros cubiertos con sus turbantes y armados hasta los dientes, recorren en la escena inicial con un altavoz las callejuelas de la aldea, anunciando una lluvia de proibiciones: no se puede cantar, ni fumar, ni jugar al fútbol, ni reír y, por supuesto, las mujeres deben ir no sólo cubiertas sino con guantes y calcetines y el adulterio se castiga con latigazos o con lapidación. Son geniales las escenas de la pescadera que se niega a enfundarse los guantes para vender su mercancía, o la de los muchachos que juegan al fútbol con una pelota imaginaria. Resulta un balé de enorme lirismo, en el que la imaginación burla a las trabas.


No hay en la peli una reflexión crítica sobre este yihadismo enloquecido, cruel y absurdo. Es suficiente que el director presente a estos fanáticos actuando, para que todo alcance su punto de crítica sin paliativos. El contraste con la escena del grupo de jóvenes que acompaña a una muchacha que canta a su tierra de forma soñadora lo hace todo más evidente. ¿De dónde sacan estos asesinos armas y coches tan sofisticados? ¿Quién se enriquece con la venta de todo ello? Son preguntas que uno no deja de hacerse. Y mientras la idea de destino parece inherente a las personas que habitan esas tierras desde siempre. Ello y el poder de la muerte a tiro de gatillo es suficiente para la sumisión. La fotografía plasma el río o la duna con la misma dosis de belleza. La música es la justa para acompañar las imágenes, sin recurrir a la edulcoración  o al dramatismo exagerado. La tragedia junto al río desencadenará el resto de la acción. El ojo crítico con tanta barbarie por parte del director aparece de manera indirecta en una réplica de la mujer de la jaima. Cuando la instan a que se cubra, responde que si el que se lo exige se siente turbado, lo que tiene que hacer es marcharse; no ha sido llamado ni es bien recibido. Yo, que he visitado Marruecos, Túnez, Egipto o Madagascar, y que he disfrutado de su acogida y de sus gentes, me quedo con la sensación de que no quiero visitar Malí, a pesar de que en tiempos lo deseé. Y sin embargo no todo está perdido mientras queden musulmanes como este director.


José Manuel Mora.





   

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