El país de las maravillas, de Alice Rohrwacher

 Neorrealismo de nuevo cuño

Como no vi su primera película, poco puedo decir de su directora. El ir a ver su segundo largo se ha debido al palmarés de Cannes del año pasado (Gran Premio del Jurado, el segundo en importancia), y a que los comentarios que había leído me la hacían atractiva. El país de las maravillas (Le meraviglie, en su título original) viene firmada en el guión y en la dirección por una jovencísima Alice Rohrwacher, de padre alemán y apicultor, y madre italiana. Estudió escritura fílmica y su primer trabajo, Corpo celeste (2011), despertó pasiones y premios. Parece que aquí ha volcado algunas de sus vivencias cerca del mundo de las abejas y de los paisajes en los que pasó su infancia.


Su segunda peli la ha ambientado en la región de Umbría, lejos de los paisajes de cartolina al uso. El casón en el que habita esta peculiar familia tiene poco "glamur"; nada que ver con el conjunto donde se rodó Novecento, por ejemplo: colchones en el suelo, telas pegadas a la pared a modo de cabezal, leños en el hogar, niñas que no van a la escuela (¿verano eterno?), o somier a la intemperie, todo muy hippy. Pero es que las personas que viven en él, un auténtico gineceo en el que el padre, a pesar de dar muchas voces y de trabajar como el que más, no es quien realmente lleva la responsabilidad última, tampoco parecen vivir en el siglo, que se decía antaño. O al menos no de la forma en que la mayoría lo hace. Como en la vieja canción que cantaban los de Dagoll Dagom, parecen Restes del naufragi / material de desguaç. Como si fuera lo que la marea dejó en la playa de una vieja comuna a la que el padre parece aferrarse y que está acabando por superar a la madre. Gente que prefiere no acoplarse a las normas sociales que rigen en el entorno, ni a las sanitarias, ni a las que dictaría la sensatez. A todo ello se añade una tía desnortada y un preadolescente problemático que llega en acogida y que no dice una sola palabra, aunque silba muy bien. A pesar de la marginalidad en la que viven, la necesidad de dinero se hace patente por momentos.
 

Gelsomina, Maria Alexandra Lungu, aunque sólo tenga catorce años, es una chica responsable, trabajadora, sensata, con un punto de ensoñación típico en las adolescentes ante la música, los chicos con vespa o los concursos televisivos, y que parece conocer todos lo secretos de las abejas a las que mima y cuida con un trato exquisito. Esta estrecha relación permite uno de los elementos de realismo casi mágico que se viven durante el filme con las abejas que surgen de su boca, o como el momento en que se bebe un rayo de luz. La  niña es de una naturalidad apabullante, no sé si de la misma pasta que  la precoz actriz, a juzgar por los posados de la cría en el estreno de Cannes. La familia de la que parece hacerse cargo se aleja de lo que es habitual y sin embargo nos parece reconocible en cada conflicto que surge. Y ella se encuentra en la difícil frontera entre la niñez y una incipiente y obligada madurez que la hacen ver con ojo crítico al resto de los componentes del grupo.


Está rodada con sencillez, mayoritariamente en torno a la casa, o en medio del paisaje del lago y en esa isla que permite la puesta en escena del concurso, en unas secuencias que son absolutamente fellinianas. Monica Belucci ejerce aquí de condottiera reina de los etruscos, todo malbaratado por la televisión. Hay en la puesta en escena del concurso un instante que me ha causado especial emoción: una anciana de una de las familias que participan es requerida para que cante. Ella se niega y lo hace su hija, a cappella y en dialecto, y de forma mágica se van sumando las otras tres mujeres en un cuarteto que posee la delicadeza de alguno de los instantes que se escuchan en el Misteri d'Elx. No se deriva de la cinta ninguna moraleja y eso se agradece, más bien una cierta nostalgia por un mundo que se pierde inevitablemente. Una peli en la que todo discurre sin demasiado plano orientativo, como la vida misma, por otra parte. Y lleno de ternura en la visón que de ella da la directora.


Pequeño filme, que no filme pequeño. Conmovedor, inteligente en lo que muestra, sensible, y con un final desolador. Parece que no sólo termina el verano, sino una determinada forma de vida arrastrada por la corriente de lo que gira en torno. No creo que dure mucho en las pantallas, así que quienes quieran bucear en esos restos de naufragio deberán darse prisa.

José Manuel Mora.







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