Campo de los almendros, de Max Aub

 Otro "episodio nacional"; éste, terrible.

Una de las cosas que aprendí mientras preparaba las clases de "Historia del Libro" para el Módulo que da nombre a este blog, provenía de F. Petrarca nada menos. Sin ánimo de literalidad venía a decir allá por el s. XIV que una de las mayores riquezas que encierra un libro es la posibilidad que tiene de llevarte a otros libros, a otros saberes. El que voy a comentar venía de la mano del último de Chirbes que he leído y del que dejé constancia aquí, Por cuenta propia. El valenciano decía que le parecía el mejor de los escritos el siglo pasado. Y si a eso se añade que tenía una deuda con el autor que me deslumbró con La calle de Valverde (1961, aunque yo la leí en su primera versión sin censurar de 1971), cuando era un jovenzuelo universitario, me dispuse a buscarlo, sin saber que se hallaba agotado. AUB, MAX. Campo de los almendros. Madrid: Santillana ediciones, 1998, aunque publicada por vez primera en 1968. Y de nuevo las bibliotecas públicas vinieron en mi socorro. Mi amiga Ana Rosa Candela, que gestiona eficacísimamente la General de la U.A. me la proporcionó en un extraño formato de casi octavo, tal como apareció en la colección de Alfaguara /Bolsillo.   



Desde los tiempos salmantinos en que me propuse que la Historia de la Literatura no debía estudiarla en los libros de texto, sino leyendo aquellos que se consideraban esenciales, yo sabía que debía haberme asomado al Laberinto mágico, la serie de "campos" sobre la Guerra Civil Española, (Cerrado, de sangre, abierto, del moro, y francés) que Aub escribió entre 1943 y 1967. Sin embargo no lo hice. Hora es de cumplir con mi obligación. Y eso que también Las buenas intenciones (1954) me había hecho disfrutar enormemente. El autor (París, 1903 - Ciudad de México, 1972) es un excéntrico en nuestras letras por diversos motivos. De padre alemán, nacido en Francia, afincado en España en 1914 y exiliado a México tras la Guerra Civil, mantuvo todas estas nacionalidades. Hablaba los dos primeros idiomas desde su nacimiento y recibió una educación de carácter agnóstico respecto al hecho religioso. El castellano lo aprendió al llegar a Valencia y fue ese el idioma que eligió para escribir, aunque manejaba un correctísimo catalán en las dos variantes, la oriental de Barcelona, donde pasó largas estancias, y la occidental valenciana. No estudió una carrera universitaria, pero sí mantuvo contactos intensos con la intelectualidad valenciana y catalana, de hecho se le considera perteneciente a la Generación del 27, tan parca en narradores. Se dio de alta en el PSOE. Acabó como diplomático en la legación en París y se hizo cargo de la compra del Guernica para la Exposición Internacional de 1937. No es de extrañar que se exiliara a Francia, donde fue acusado de comunista y encerrado en un campo de concentración y por último a México. No volvió a España hasta treinta años después en un reencuentro ambivalente, dulce-amargo del que dejó constancia en La gallina ciega (1971). Todo esto lo recuerdo para que se entiendan los presupuestos ideológicos desde donde escribe Aub. Otra cosa es su apuesta literaria.



Es posible que hoy día pueda sorprender algo menos, pero estoy seguro de que su modo de escribir no era el habitual de la época. La novela arranca in media res en Valencia, de un modo brutal, en los últimos días de marzo, que también están siendo los últimos del conflicto, con un diálogo entre personajes de los que desconocemos casi todo y que se van retratando por su modo de hablar, por lo que dicen, por lo que hacen. El autor interviene poco y cuando lo hace es de modo seco, casi telegráfico, enormemente expresivo, por otra parte: "En la ciudad, a oscuras, se mueve la gente como arañas o lombrices. Van y vienen, corriendo, paso a paso, nadie tranquilo. Gusanera. ¿Miedo? ¿Qué hacer? ¿Ver a quién? De repente nadie, la mente vacía, como la plaza: todos por las aceras, pegados a la pared, cobijados" (pág. 27). Se está organizando el traslado hacia Alicante, único puerto desde el que se puede embarcar para salvarse de la segura represión que llegará después, porque la guerra se sabe perdida. Y en esos días la visión del escritor, su excepticismo, se pone de manifiesto de modo escueto: "La moral depende de la densidad de población" (pág. 52), o  con esta otra "Si ganamos seguirá la guerra. Y si perdemos, también" (pág. 87); casi lacónico: "Aquí procesiones y fútbol porque es cosa de mirones" (pág. 69), con ese punto de ironía que aparece a cada rato en un par de personajes que se pasan el cautiverio portuario perorando sin cesar. Sucede que cuando los personajes que se van individualizando y vamos conociendo van llegando por los medios más insospechados al puerto alicantino, el Stanbrook ya ha zarpado el 28, con las 3000 personas que en él cabían, únicas que salvarían la vida y la dignidad: "El Stanbrook leva anclas a las once. Media hora después bombardean el puerto. Vuelven a hacerlo a las doce. Los muelles desiertos. Las sirenas sobre el mar oscuro" (pág. 261). Buen periodista de estilo telegráfico hubiera hecho.




Hay otra cosa que llama la atención desde el inicio, y es el modo en que el escritor retuerce las palabras, las desentierra de un desuso por años de olvido, las deforma, las inventa, desde el nivel culto al vulgar, pasando por toda clase de coloquialismos, incluidos elementos del caló. Unos ejemplos: "Mandan los mandamases y sanseacabó"; "ni pa' Dios"; "catedraliza D. José" (precioso verbo, "catedralizar"); "un gachó"; "la cholla" (por la cabeza, de donde chollar, tal vez); "no chanelan de clase"; "la voz hucheada"; "el francés lo chamullo"; "la ninfa [puta] se esclafa a carcajadas" ...  Y lo dejo aquí por no aburrir. A la hora de caracterizar a los personajes, los trazos son breves y enérgicos, sincopados, expresionistas: "Alto, calvo, bigotón, cuello de celuloide, tan gran fumador como chamelista" (pág. 107). Y así van confluyendo en el puerto, de noche, sin abrigos bajo los que guarecerse tras haber sido bombardeado, contra la llovizna, como la que caía en los días en que leía esas mismas páginas aquí en mi ciudad, tan extraña la lluvia y la coincidencia: "Agua negra, pesada, oleaginosa, con largas espirales finas de espuma parda, musga, sucia" (pág. 129). Y de nuevo un elemento evocador para un lector alicantino: "Por el Paseo de Méndez Núñez lee el letrero de un tranvía " (pág. 145). El 27 de marzo, a cuatro días de proclamarse la victoria de los alzados contra el Gobierno leal a la República, el caos va siendo generalizado: "Estos soldados sin rumbo, estas gentes que no saben qué hacer, estos bien vestidos con caras sonrientes. Este contento de los futuros vencedores" (pág. 162). Todo se conjura contra los sitiados que saben que las tropas avanzan por el sur y el norte, que esperan barcos que saben que no llegarán y siguen esperando, que están acorralados contra el mar: "El cielo encapotado, el agua mansa, gris, verde, parda, sucia, con cien clases de detritus flotando" (pág. 254). Y contra ese telón de fondo las personas: "Viven de esperanza, perseveran en creer en la entrada de los barcos que vienen a por ellos; se ven subidos a bordo [...] Los barcos que nos tenían que venir a buscar no vinieron y sólo sirvieron para meternos en una ratonera" (pág. 404). 


"20.000, 30.000 hombres [...] mal sentados frente a la pared horizontal del mar [esperando] hundirse lentamente más allá del olvido, en el mar negro, en lo negro del mar" (pág. 318). Y donde dice "hombres", léase personas: viejos, niños, soldados, mujeres, funcionarios, sindicalistas, políticos... Y de repente una tragedia anónima, escueta, sin más consecuencias que una muerte húmeda: "Una mujer de negro mal agarrada, cae al agua; se hunde, va a dar contra la hélice" (pág. 256). Y el escritor sigue enfocando su cámara en todas direcciones, como si le faltara tiempo/espacio para reflejar todo el horror que allí se vive, aunque más adelante confiesa que él no estuvo allí: "Éste es el lugar de la tragedia: frente al mar, bajo el cielo, en la tierra. Este es el puerto de Alicante, el 30 de marzo de 1939" (pág. 326). Y por fin hacen su entrada las tropas facciosas italianas con el orgullo de los vencedores. Si anoto tanta cita es porque, cuando devuelva el libro a la biblioteca de la U.A. no podré repasarlo y no quiero que todo esto se me olvide.  De nuevo la panorámica tan reconocible para los de aquí: "Atisba el Paseo de Gomis, recorre el muelle de Levante por la parte interna, regresa por el antepuerto siguiendo las vías muertas hacia la Playa del Postiguet y la pedregosa mole pardusca del Castillo" (pág. 330). "Están entre rejas; ellos mismos se han metido en la trampa. Han llegado los fascistas italianos, fachendosos; los van a remplazar los falangistas, crueles. Están rodeados. El suelo es ruedo; la mar, redonda; todo, circundado" (pág. 433). Y se inician los suicidios silenciosos, sin alharacas, con toda la desesperación de la derrota.



E intercalada entre tanto desastre, la constante reflexión desencantada y triste del escritor, también perdedor de esta guerra; a veces de raíz unamuniana, otras heredero de Azaña: "Aquí lo hacemos todo menos dar nuestro brazo a torcer, y lo tuerce siempre el más fuerte" (pág. 206). "El español no perdona, no habrá amnistía, no habrá más que rencor y odio" (pág. 370). Y a pesar de ello y del tiempo transcurrido hasta el momento en que redacta el libro, siente la imperiosa necesidad de escribirlo porque desconfía de la Historia, que siempre escriben los vencedores: "Lo que sucede es que así se escribe la Historia, a base de recuerdos e ideas, tan faltos de base [...] los únicos documentos fehacientes : las novelas [el subrayado es mío] que tienen como base una cosa real: la imaginación" (pág. 287). Para Aub la literatura es pasión o no es; y no cabe duda de que este es un libro apasionado y apasionante porque, y esto va en primera persona en boca de su alter ego, "escribe uno para poder vivir. Si no escribiera no viviría" (pág. 539). Hay unas páginas que el autor denomina "azules", por el color en el que deberían ir impresas y en las que vierte su desolación. : "El autor no está seguro más que de los muertos [...] a estas alturas no puede pararse a mirar detenidamente lo hecho ni reparar en el cómo. Es lo último que piensa escribir sobre la guerra de España [...] es algo más que historia. La historia está ahí, aunque nadie recuerde exactamente cómo fueron las cosas [...] los problemas de realidad y realismo, de irrealidad e irrealismo, me han tenido siempre  sin cuidado, me importan la libertad y la justicia (de nuevo subrayo). De esta última, como es natural con los años, estoy un poco - sólo un poco - desengañado" (pág. 432).



Y así por fin se proclama por la radio la derrota. Y se inician los traslados, a cines, a la plaza de toros, a la cárcel, al desde entonces conocido como "campo de los almendros" al subir la cuesta de la Goteta por la carretera de Valencia, a la estación de Murcia desde donde saldrán como ganado hacia Albatera. Y comenzarán las "sacas", por provincias, o por ciudades y pueblos; y la selección e identificación de los que serán fusilados de inmediato. Y el hambre y el frío y el miedo, y el desplume de todo lo que llevan encima de poco o mucho valor. Y uno de los personajes a los que el autor ha ido siguiendo se halla "Abatido, hundido, humillado de sí, reducido al mínimo, derribado, arrojado al fondo de no sabe qué, todo al revés" (pág. 563). A pesar de tanto desespero, de tanta búsqueda de seres queridos, de tanto intento de fuga, hay un padre que le dice a su hijo: “Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España , los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo.  No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides.(negrita mía de nuevo). Y creo que el libro cumple con ese cometido de ayudar a no olvidar a recordar siempre que mucho de lo que sucedió aquellos años de guerra, y ésta es también una terrible conclusión de Aub, es que "Lo que nadie podrá ocultar, ni olvidar, ni borrar es que se mató porque sí; es decir, porque fulano le tenía ganas a mengano" (pág. 649). Terrible. 

José Manuel Mora.

P.S. Añado este pequeño vídeo porque las imágenes dan cuenta del desastre, aunque se intenten compensar con el poema de otro de los perdedores: M. Hernández.


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