El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura

 Perros

Cuando hace ya casi medio año dejé aquí el comentario elogioso (Vid. infra) de Herejes, seguí hablando del libro entre las amistades y al parecer todo el mundo conocía al autor cubano con el que yo me acababa de desayunar, y su serie sobre el comisario Mario Conde. Y no sólo eso, sino que me avisaron de que el mejor de los que había escrito no pertenecía a la misma y me animaban a leerlo sin tardanza. Como soy disciplinado cuando se trata de personas a las que estimo, lo incluí en mi lista de "pendientes". PADURA, LEONARDO. El hombre que amaba a los perros. Barcelona: Tusquets Editores, 2015, en la colección Maxi (aunque el autor lo terminara en 2009, que fue cuando se publicó en la colección Andanzas), 765 págs.  Esta vez no puedo hablar demasiado de la presentación en rústica y con los cuadernillos pegados, no cosidos, aunque con una estupenda fotografía en la cubierta, cortesía del Asilo Museo Casa de León Trotski, en Ciudad de México, que en mi viaje a aquél país, hace ya tantos años, quise visitar sin lograrlo. La novela (?) ha sido traducida a diez idiomas, se han vendido sus derechos al cine y ha sido merecedora del Premio de la Crítica en Cuba. En 2012 Padura recibió el Premio Nacional de Literatura de Cuba, a pesar de ser un autor crítico con el gobierno de su país, como se ve a lo largo de sus obras.


Quienes frecuentan estas páginas saben que no suelo presumir de lo que no conozco. A quien así actúa se le suelen ver las costuras prontamente. Soy de aquel Bachiller, incluso de aquella Facultad de Letras en La Nave de Valencia, donde al estudiar Historia se llegaba al s. XIX. Así pues las lagunas mentales que albergo en lo que a la del s. XX se refiere son profundas, a pesar de haber intentado subsanar a grandes rasgos algunos de estos agujeros negros, aunque es cierto que casi siempre desde la Literatura. A ello me han ayudado, sin duda, Aub, Chirbes, Muñoz, Cercas, Uribe, Méndez, Zweig, Grandes, Carrasco, Judt..., buenos maestros para ir conformando el propio mapa mental.Y algo más arriba he colocado el interrogante a continuación de la palabra "novela" porque alguien podría considerarlo un auténtico compendio histórico en torno a dos figuras reales, la León Trotski y la de su asesino, el español Ramón Mercader. Sin embargo estamos ante el clásico subterfugio del manuscrito (esta vez no "encontrado en Zaragoza") que alguien ha de publicar para cumplir la petición del redactor del mismo, un tal Iván, cubano, lector impenitente de Chandler, Updike, Vargas, con prurito de escritor fracasado, que conoció a Mercader en una playa habanera en 1977, y que fue quien le contó su historia. Todo muy cervantino. Al igual que Cervantes era un buen conocedor de la literatura de su tiempo, conocía también las cloacas de la sociedad de su época. Padura agradece en una nota final, la ayuda que le han prestado en la investigación de la documentación existente sobre el político, abundante, y sobre el catalán, más escasa. Sin embargo subraya que "se trata de una novela, a pesar de la agobiante presencia de la Historia en cada una de sus páginas" (pág. 763). Una historia, dice el cubano, "las más de las veces sepultada o pervertida por los líderes que durante setenta años fueron los dueños del poder y, por supuesto, de la Historia" (pág. 764).


























Y así el autor va trenzando los hilos de tres vidas: la del líder comunista, Liev Davídovich, desde su confinamiento inicial en Alma Atá, en los confines de la estepa por orden de Stalin (el otro gran protagonista de la narración por persona interpuesta); la del catalán Ramón Mercader que, en la sierra de Madrid, en pleno cerco inicial de los franquistas a la capital, decide ponerse a las órdenes del Partido sin ningún tipo de renuencia; y la del frustrado y represaliado escritor cubano, Iván, trasunto en gran parte del propio autor, narrada en primera persona. Las otras dos lo son en tercera. Las dos primeras van confluyendo en el momento del golpe de piolet el 20 de agosto de 1940. La tercera se va sintiendo atrapada y asustada por lo que oye, a partes iguales, de boca del asesino que ha encontrado en Cuba, la tierra de su madre, lo más parecido a S. Feliu de Guíxols, la playa de su infancia. Los tres comparten algo: su amor por los perros. Aunque el encuentro se produce en los setenta, el narrador empieza a escribir la historia "Cuando la gloriosa Unión Soviética había lanzado ya sus estertores y sobre nosotros [los cubanos] empezaban a caer  los rayos de la crisis que devastaría el país en los años 90" (pág. 23). Hay un tono estándar, neutro de acento caribeño, en el registro  escogido esta vez por Padura. Salvo cuando Iván habla, y no siempre, la prosa se desliza sin sobresaltos, atenta a lo que cuenta, más que a florituras verbales, de las que dejo apenas un ejemplo: "Ya el sol tocaba el mar en el horizonte y dibujaba una estela sanguínea que venía a morir, con las olas, a unos pocos metros de mis pies" (pág. 97).


El personaje narrador, con sus ínfulas de escritor joven se siente como el confinado por Stalin, "aturdido por el ambiente agreste y cerrado que se vivía entre las cuatro paredes de la literatura y la ideología de la isla" (pág. 99); se siente sometido a las consignas obligatorias que hacían que "la Literatura pareciera más bien una escalera y no el oficio para masoquistas infelices que en realidad es" (pág. 103). Y no sólo por cuestiones literarias, sino bien humanas, como la represión sufrida por su hermano en la ficción por ser homosexual, por "la persistencia de la homofobia institucionalizada, de un fundamentalismo ideológico extendido, que rechazaba y reprimía lo diferente y se cebaba en los más vulnerables, en quienes no se ajustasen a la ortodoxia" (pág. 239). Y a pesar de sus reticencias, la historia que le cuenta Mercader en la playa acaba fructificando: "En silencio y también con dolor, me fui dejando arrastrar hacia la escritura [...]; si el destino me había hecho depositario de una historia cruel y ejemplar, mi deber como ser humano era preservarla, sustraerla del maremoto de los olvidos" (pág. 538). Sin embargo el final de la escritura se convierte en una sensación de fracaso, al considerar imposible publicar lo escrito. "Eres un infeliz [un no feliz], un perdedor, un comemierda [...] no eres escritor ni eres nada (pág. 423). Conforme va escribiendo se dedica a sentir "la plenitud de mi derrota, de mi vejez anticipada, de mi desencanto cósmico" (pág. 662; la cursiva es mía; típico Padura).


El narrador descubre que intentar entender la vida de Ramón Mercader, "implicaba tratar de entender también la de su víctima" (pág. 545). Y a ello se aplica y va descubriendo que el destino de Mercader "y el del hombre al que le ordenaran matar se habían confundido gracias a una macabra confluencia que lo persiguió [a Mercader] sin descanso, al igual que el grito insobornable que retumbaba en sus oídos" (pág. 679). Es tremendo comprobar el lavado de cerebro al que el catalán es sometido, primero mediante el chantaje afectivo de su madre ("Su madre tenía razón: si uno quería ser realmente libre, tenía que hacer algo para cambiar el mundo de mierda que laceraba la dignidad de las personas" pág. 67), una figura de las más turbias de la novela; luego por el de la mujer de la que se enamora, África, "cuya devoción fue capaz de contagiarle aquel odio cerval por León Trotski y la veneración por Stalin" (pág. 113); y finalmente por Kotov, el enviado de Moscú para su adiestramiento. "Aquella era la crónica misma del envilecimiento de un sueño [el de Mercader] y el testimonio de uno de los crímenes más abyectos que se hubieran cometido" (pág. 427). Durante su preparación y espera del momento adecuado y la orden precisa "Ramón vivía para la fe, la obediencia y el odio; si no se lo ordenaban, el resto no existía" (pág. 296). A pesar del monstruo en que acaba convertido, en el narrador se produce un sentimiento de compasión muy a su pesar. "Como le ocurrió al renegado [Trotski, claro] treinta años antes, ahora el mundo se había convertido para él en un planeta para el que no tenía visado [...]. Otra vez la macabra conjunción de destinos entre víctima y victimario [...] a él lo perseguían y lo marginaban el desprecio, el asco, la sangre inútil y su protagonismo en una historia que todos deseaban sepultar" (pág. 697).


Por supuesto, también la figura del revolucionario es vista con ojo crítico, aunque su aproximación intenta humanizarlo. "Para él y para Lenin había resultado evidente que el escarmiento constituía una necesidad política" (pág. 87), algo que acaba comprobando en carne propia, en la suya y en la de sus hijos. Pero Trotski consideraba que la Revolución proletaria había derivado hacia la satrapía y que si "aquella por la que habían combatido se prostituía en la dictadura de un zar vestido de bolchevique, entonces, habría que arrancarla de raíz y sembrarla de nuevo, porque el mundo necesita de revoluciones verdaderas" (pág. 73). Bien es cierto que el personaje hacia el que no hay una mirada humana por parte del autor es Josif Stalin. Las sucesivas purgas de quienes primero le sirvieron y luego le molestaban; las desapariciones a base de retoques en las fotografías de archivo, como si esos personajes nunca hubieran existido; los procesos amañados con autoinculpaciones que llevaban al paredón lo muestran como el monstruo que fue. Y para proponer en este juicio algo de objetividad, Padura recurre al veredicto de la Comisión Dewey (personaje enormemente respetado) "Dewey y los demás miembros del jurado habían llegado a la conclusión de que los procesos de Moscú de agosto del 36 y enero del 37 habían sido fraudulentos" (pág. 401). Porque, como se dice en otro lugar, el odio es una de las enfermedades más difíciles de curar. Y ésta parecen padecerla la mayoría de los personajes de este vasto fresco histórico apasionante, en el que da igual conocer el desenlace desde el principio. La narración está tan bien trabada que resulta casi adictiva, por sus personajes y por los sucesos que se cuentan.
Y a modo de coda ,el propósito explícito del escritor cubano, que aprece en la nota de agradecimiento final: "Quise utilizar la historia del asesinato de Trotski para reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida" (pág. 763).  Apasionante, ya digo.

José Manuel Mora.



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