El intocable, de John Banville

 So British...

Es curioso cómo, bien porque se ponen de moda, o porque reciben un premio (el Príncipe de Asturias de las Letras de 2014 en esta ocasión por la creación novelesca de su otro yo, Benjamin Black, autor de "turbadoras y críticas novelas policiacas" que desconozco), o porque uno ya leyó algo previo y lo disfrutó, como es el caso (vid Antigua luz, de 2012, en este mismo blog,), vuelve uno a un autor. Es cierto que por una vez, y sin que sirva de precedente, recordaba alguna crítica elogiosa de los periódicos. Todo ello son razones suficientes para retomar a un escritor que, aunque irlandés de origen y ejerciente (Wexford, 1945), aquí se muestra tan británico como su personaje protagonista. BANVILLE, John. El intocable. Barcelona; Penguin Random House Grupo Editorial, Alfaguara. 2015; aunque viera la luz en 1997 en inglés y apareciera en Anagrama en 1999 en la traducción impecable de J. A. Molina Foix que aquí se conserva; 444 págs.


Desde la misma faja que envuelve la cubierta con sus paratextos y que cubre parcialmente la bella fotografía que ostenta, se nos pone sobre aviso de que la novela se basa en la vida de Anthony Blunt, (1907-1983), agente doble que perteneció al MI5, servicio secreto británico, desde 1940, y que a la vez ejercía labores de contraespionaje para la NKVD desde 1934 (servicios secretos soviéticos de los que guardo memoria fresca a través del último libro de Padura, con el que hay alguna concomitancia: "El hecho de que Stalin, mientras corría en ayuda de los republicanos, estuviera al mismo tiempo exterminando de modo sistemático cualquier forma de oposición interna a su gobierno fue ignorado porque así convenía", pág. 122 ) , dadas sus convicciones comunistas asumidas durante su periodo de formación universitaria. Llegó a ser profesor en Cambridge, crítico de arte en The Spectator e incluso encargado del cuidado de la colección real de pinturas inglesas (curator, que decimos los ingleses, apropiándonos del término latino y que ahora se ha adoptado entre los "entendidos" de arte a través de aquel idioma, sin que sepan bien cuál es su procedencia), y asesor artístico de la Reina. Recibió el título de sir, pero aunque su doble juego se conocía desde 1964, con la llegada al gobierno de M. Thatcher en 1979 fue privado de dicha dignidad, a lo que pudo ayudar tal vez su condición confesa (o descubierta) de homosexual, dado el extremo conservadurismo de la dama ("Qué firmeza, qué determinación, qué belleza tan fascinantemente masculina" (pág. 14), ironiza el narrador. De todo este affaire guardo un nebuloso recuerdo de escándalo de primera página en los periódicos de la época. El tema ya había sido tratado en el cine en Another country (1981).


El propio autor define sin mucha precisión la obra como "¿reseña biográfica?, ¿memoria ficticia?" (pág. 443). Nos situamos nuevamente en esta corriente literaria de la que voy dejando constancia sin proponérmelo en los últimos títulos comentados aquí. Es casi cinematográfico el modo en que el narrador se presenta "Enciendo la lámpara. Mi pequeña luz leal [...], esta tienda de campaña iluminada en la que, puesto en cuclillas, me escondo felizmente del mundo" (pág. 13). Además está narrada en primera persona en un inacabable flash back con ida y vuelta, sin muchas explicaciones; con información que se va adquiriendo conforme los personajes vuelven a aparecer y se van definiendo por sus acciones y por la relación que establecen con el narrador protagonista: "Este año cumpliré 72. No puedo creerlo. Por dentro, 22 para siempre" (pág. 11). Esa sensación que tan bien conocemos quienes vamos cumpliendo una edad, aunque como decía la puta vieja Celestina a Elicia "Día vendrá en que en el espejo no te reconozcas"). Ese sentimiento tan tratado en la literatura, tempus fugit irreparabile, del tiempo que pasa en un suspiro: "los 50 años que han pasado desde aquel día hasta hoy no son nada. Fue en 1929, y yo tenía -sí- 22 años" (pág. 17). Además de esta angustia temporal hay un constante cuestionamiento en el protagonista acerca de sus actitudes vitales: "Me parecía indispensable mantener la coherencia, por razones estéticas, supongo, y para ser coherente era necesario inventar" (pág. 14), con esa paradoja final tan machadiana ("Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía. / También la verdad se inventa"). También de sus motivaciones: "Ahora no puedo evitar preguntarme si no habré sacrificado demasiado de mí mismo por la... supongo que debo llamarla causa" (pág. 31). Dudas que podrían tener que ver con el hecho de que los integrantes del grupo al que pertenece "no tenían más que un conocimiento superficial de la teoría marxista" (pág. 58). Eran los años en que muchos británicos se embarcaron hacia España para luchar contra el fascismo. No todos fueron de comportamiento tan heroico y así, "a menudo he tenido la idea de que lo que nos empujó, a quienes llegamos a convertirnos en agentes activos, fue el peso de la profunda, de la intolerable vergüenza que dejaron en nosotros los años treinta, con su empacho de conversaciones grandilocuentes" (pág. 67). A pesar de que como el propio personaje recuerda "Un ser humano como yo atravesaba el mundo a tientas" (pág. 102). Estamos lejos de los convencimientos radicales. Estamos ante un escéptico: "Creo que lo que encuentran escandaloso es que alguien -es decir, uno de los suyos- haya sido capaz de mantenerse fiel a un ideal. Y yo me mantuve fiel al mío, a pesar incluso de mi propio escepticismo innato, corrosivo" (pág. 120).


Como le dice el narrador a la supuesta receptora de su confesión, Miss V. "¿Sabía que nunca fui miembro del Partido? Ninguno de nosotros lo fue [...] Fuimos agentes secretos" (pág.135). Esa falta de convencimiento se debe a su visita a la Rusia estalinista y a la conciencia de que "era un lugar horrible [a pesar de que] podíamos perdonar el presente basándonos en el futuro" (pág.140), argumento que sirvió a muchos otros, pero que se vino abajo, ante los horrores que vislumbraron en esos viajes dirigidos, para otros tantos. "El arte era la única cosa en mi vida que no estaba mancillada [...] Vi en Poussin un paradigma de mí mismo: la vena estoica, el afán de tranquilidad, la fe inquebrantable en el poder de transformación del arte"" (págs. 348-377). Es curioso que en todo su deambular vital los amigos, su mujer, sus hijos, todo pueda dejarse de lado y que lo único que lo acompaña toda su vida es un cuadro de Poussin del que no encuentro referencia, "La muerte de Séneca", otra vez los estoicos, que supongo invención coherente con el personaje del autor. Y en ese mundo de exquisitez estética el personaje reconoce que "Para mí las cosas siempre han sido más importantes que las personas" (pág. 245), con lo que su soledad final es inevitable.


El otro componente de la narración es la homosexualidad sobrevenida, aunque previamente intuida por el personaje. Y ambos están perfectamente trabados ya que "El sexo y el espionaje habían mantenido siempre una especie de equilibrio actuando de mutua tapadera" (pág. 383). Él sabe que en la pacata sociedad británica de posguerra, y hasta hace bien poco, la que escucha la narración del protagonista se convierte en prototipo de la middle class de la isla: "Lo que en realidad censura mi biógrafa no es la libertad sexual de aquellos tiempos sino la clase de sexualidad" (pág. 287; la cursiva es mía). Está convencido de que de haberse sabido en su momento hubiera acabado en escándalo mayúsculo y que, cuando al fin se produce "la humillación pública, a la escala a la que la he experimentado, es sin duda una forma de muerte" (pág. 208). Esa pertenencia a un grupo selecto por extracción social, formación y profesión, a la que se suma el formar parte del gueto homosexual (no quiero usar gay, que entonces no estaría en curso) lo convierten en un personaje peculiar, muy británico, con constante atención a la manera de vestir, al origen familiar de los que conoce, a las posturas que se adoptan y que traicionan, los tics, todo ello en una sociedad tan clasista como la inglesa  donde, como descubrí a través de My Fair Lady, el modo de hablar puede ser tan definitorio y segregador: "por muy presentable que pudiera parecer, no tenía más que abrir la boca para revelar lo que era" (pág. 340), dice de uno de sus amantes. Es de gran intensidad el modo en que el autor presenta el primer encuentro sexual pleno del protagonista, en medio de un bombardeo alemán en Londres. Ha habido momentos en que esa manera de estar en el mundo me ha traído a la mente a nuestro Cernuda, por no hablar de tío Oscar.


Hay una precisión descriptiva que ya había descubierto en su anterior novela, da igual que se trate de personajes, o que hable de entornos. Es acerado con aquellos que no le caen bien: "[Boy] el niño que empieza a andar y ya pellizca a las niñas haciéndolas llorar; el muchacho que al fondo de la clase alardea de su erección debajo del pupitre; el marica descarado que puede reconocer de inmediato si los demás lo son" (pág. 61). Y tremendamente lírico, cuando el momento lo requiere: "Una enorme luna de blancura ósea estaba suspendida en lo alto del mar en calma, y la estela del barco centelleaba y se retorcía como una gran cuerda plateada que se desenredara detrás de nosotros" (pág. 72); o bien, "La medida de whisky se inclinó, reflejándose en sus profundidades un fuego sulfuroso, como piedra preciosa" (pág. 166). Casi todos los personajes son presentados  con una luz inmisericorde, distante. Hay pocas veces en la novela en que la emoción desborde al personaje y como consecuencia a nosotros lectores. Incluso habla de su final con desapasionamiento, como si se refiriera a otro: "El verano se acaba. Lo mismo ocurre con mi época. Al final de estas tardes enrojecidas, sobre todo, siento la proximidad de la oscuridad. Mi temblor, mi tumor" (pág. 289). Todo muy british, como digo al principio de la entrada.

José Manuel Mora.


 

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