Lejos del mundanal ruido, de Thomas Vinterberg

 Romanticismo

Hay películas, como hay libros, que nos marcan. Sabríamos decir en qué época de nuestra vida vimos la cinta o leímos el libro. Cuando niños, el cine era una cosa bastante extraordinaria, sólo si se portaba uno bien, o los padres sabían que nos gustaría se nos permitía ir: espadachines, aventuras, niños prodigio, dramones históricos... Por entonces ya estabamos capturados por la magia de aquella celebración en una sala oscura en la que se gritaba, reía o lloraba al unísono. En la adolescencia ir al cine se convertía en un ritual de pandilla, con comentario colectivo a posteriori. Eran tiempos en que íbamos definiendo nuestros roles y se iban despertando nuestros sueños y nuestras secretas pasiones. Con el inicio de la primera juventud empiezo a recordar títulos y actores, incluso cines y ciudadades: Doctor Zhivago, con la Christie y Sharif, en Valencia, cine del Oeste, por ejemplo. Sin embargo, no sé si fue el título, tan de Fray Luis, lo que me llevó a ver Lejos del mundanal ruido; corría 1967 y yo tenía apenas 19 años. Otra vez la Christie, que completaba cuarteto con  Stamp, Finch y Bates y dirigida por Schlesinger, de quien entonces no sabía nada, pero del que seguí viendo pelis a lo largo de toda su carrera. Como en aquellos años no llevaba referencia de lo que veía, sólo tenía en la mente algunas ráfagas: los corderos y el precipicio del principio, el incendio del pajar, la tormenta que puede arrasar la cosecha...
 

Estamos ahora ante un remake, que decimos los ingleses, de la novela homónima escrita por Thomas Hardy en 1874, aunque apareció como folletín en un periódico un tiempo antes, cosa que era bastante frecuente. Su obra ha sido llevada al cine reiteradamente: Tess (con otro monstruo actoral, la Kinsky, dirigida por Polanski), o bien Jude (de Winterbottom, que dirigía a la Winlest). Y aunque pertenece ya a la época realista, bajo el dominio absoluto de Victoria de Inglaterra (manners before moral), el ambiente es de un tardorromanticismo que lo impregna todo. Esta versión, cuidadísima, es de T. Vinterberg, director danés, que estuvo en los orígenes del movimiento dogma 95, del que aquí ya no queda ni rastro. De él vi en 1998, Celebración, que me causó una honda conmoción, más intensa y desasosegante todavía con La caza, comentada aquí); ahora dirige esta cinta desde Gran Bretaña, con el consabido cuidado en ambientación, vestuario, localizaciones, con que los ingleses filman las pelis de época. La banda sonora es extraordinaria, sin excesivos subrayados y la fotografía de Charlotte Bruus, capaz de crear ambientes, tanto en exteriores espectaculares, como en interiores nada exagerados.


"Es difícil para una mujer expresar sentimientos, con el lenguaje que los hombres han compuesto". La cita, que me parece literal de la obra de Hardy, pone de manifiesto una actitud nueva en una mujer, de un feminismo avant la lettre, o bien de un ser humano con sus peculiaridades: se ha formado, sabe leer y escribir (iba para institutriz), toca el piano, es un espíritu refinado y con seguridad formado en el Romanticismo ya periclitado, pero que siguió vigente en gustos y forma de pensar durante muchos años más. Una mujer luchadora, independiente (gracias a una herencia que recibe en forma de casa solariega y tierras), que no quiere un marido, aunque no se atreva a decir que lo que desea es un amante, lo que hubiera sido demasiado fuerte para la Inglaterra victoriana. A ese sentimiento de insatisfacción indefinido intentan responder tres varones, cada uno desde su manera de estar en el mundo y su peculiar forma de ser: el que ofrece compañía, protección y apoyo fiel; el vecino, más rico que ella y ya maduro, que propone unir destinos, aunque en ella no haya amor y que ofrece respeto, soporte económico y social; y el militarote más joven y desbocado de pasiones y vicios.



La supuestamente luchadora y de espíritu independiente, se verá arrastrada por quien menos le conviene. Es un personaje contradictorio y rico por su vaivén sentimental. Además de ese espíritu señalado, hay en ella, como en dos de los varones, un miedo a la soledad, al fracaso, a la pelea desigual en un mundo masculino. Todo tiende a permanecer en una sociedad estática y a la vez todo puede cambiar dentro de nosotros o en nuestro entorno, lo que hará que nos movamos arrastrados por las pasiones. Carey Mulligan ya me llamó la atención en sus apariciones anteriores: desde Orgullo y Prejuicio (2005), hasta Drive o Shame (ambas de 2011), o bien Inside Llewyn Davis, por citar sólo las que he visto y he comentado aquí. Como en dos de ellas, en ésta vuelve a cantar una preciosa balada a capella, que termina acompañando al piano. A Matthias Schoenaerts, actor de origen belga lo vi siendo un crío en su debut Daens, que tantas veces puse a mi alumnado en clase, y luego me encantó en De óxido y hueso. Ambos están intensos de miradas y contenidos de actitudes, como le sucede a Michael Seen, que interpreta al vecino maduro. Tal vez el que peca en sobreactuación es el personaje menos agradecido, el militar.


La escenas de exteriores son en ocasiones apabullantes por la belleza de los paisajes. Los interiores parecen sacados de revistas de épocas Todo ello conforma un filme en el que podemos reconocernos. Es cierto que la Christie de mis 19 años me resultaba más rompedora y frágil, pero no cabe duda de que hay mucho clasicismo en esta nueva versión. Para quienes desconozcan la primera versión, estoy seguro de que se dejarán llevar por este precioso folletín.

José Manuel Mora.

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