Máscaras, de Leonardo Padura

 Personae

A veces, tras un descubrimiento fulgurante (lo que me sucedió a mí con la lectura apasionada de Herejes (2013) , ya comentada aquí), surge la necesidad de comprobar si se trata de un acierto casual o hay más donde escarbar en la maleta del autor. Así llegué a la terrible El hombre que amaba a los perros (2009), sobre la figura de L. Trotski, unas entradas más arriba en este blog (o más abajo; uno nunca sabe cómo bucea la gente en estas página). Y volvió a ser gozoso porque, aun permaneciendo el ambiente habanero en algunas de las secuencias narrativas, la novela se abría a otros momentos y países. Era lo que se conoce como una obra de largo aliento. Y ya la editorial se encargaba de anunciar una serie titulada "Mario Conde" (no el banquero, no, sino el policía que las protagoniza). Así que caí en la tentación y, dos meses después de la lectura de este último, me traje a casa la siguiente de PADURA, LEONARDO. Máscaras. Barcelona: Tusquets Editores, 1997. El libro había obtenido además el Premio Café Gijón de Novela. Por la fecha de edición se puede ver que es un salto atrás en la escritura del cubano, ya que las otras dos novelas suyas citadas son posteriores. La experiencia suele alentar la profesionalidad del oficio.


Y voy a empezar por lo menos, para ir luego a lo más.Ya lo he dicho en otras ocasiones; no soy amante del género conocido como "novela negra". Mi librero de cabecera, Fernando, dice que es un craso error. Yo ya sé que Márkaris, o bien Camilleri, o Váquez Montalbán no cuentan tan sólo una historia del tipo whodunit, que decimos los ingleses, y que un investigador más o menos experto deberá resolver. Bajo ese anzuelo retratan la sociedad de su país (Grecia, Sicilia, Barcelona), con todas las corruptelas, los negocios turbios, los delitos que subyacen tras la  cara oficial de la colectividad. Eso por no hablar de los que se consideran grandes por ir al fondo del meollo, como R. Chandler, o D. Hammett. Y sin ponerme tan estupendo, que le decía D. Latino a Max Estrella, he de confesar que los primeros libros que me fui comprando en plena adolescencia, sin que me obligaran a ello, simplemente porque me habían hablado de lo apasionante que resultaba Diez negritos, fueron los de Dª Agatha, Christie, por supuesto. Es cierto también que M. Poirot, tan perspicaz, tan sabio en tantas cosas, tan deductivo, era de una frialdad que lo alejaba de mi sensibilidad. A pesar de ello, creo que todavía tengo una docena de títulos de la susodicha y me resisto a deshacerme de ellos. Memoria sentimental, que le dicen. Aquí el Conde sigue siendo policía habanero, preocupado como todos por poder sufrir en cualquier momento una investigación de asuntos internos que lo expulse del cuerpo y batallando con la dura realidad de la isla. Y en lo más profundo de su frustración late el deseo de escribir. Padura nos regala casi al final del libro una narración breve escrita por el personaje, que es extraordinaria, aunque él esté convencido de que, si cayera en manos de los defensores del Régimen, sería tachada de contrarrevolucionaria y pequeñoburguesa. Estamos en 1989, lejos ya de la zafra del 70. Pero el ambiente está igual de enrarecido, aunque sólo sea porque "el calor es una plaga maligna" (pág. 13) de la que no hace más que quejarse. A pesar de lo dicho arriba, nos advierte el autor antes de inciar su cuento: "Mario Conde es una metáfora, no un policía, y su vida, simplemente, transcurre en el espacio posible de la literatura" (pág. 9). Y en contradicción con lo dicho, el narrador en tercera persona lo describe así: "el Conde era un cabrón sufridor, un incorregible recordador, un masoquista por cuenta propia, un hipocondriaco a prueba de golpes y el tipo más difícil de consolar" (pág. 18).


Como señala la contracubierta, el nudo de la narración arranca con el asesinato del hijo de un jerifalte del Régimen que oficia de respetable diplomático, un chaval travestido de rojo, ahogado por la faja de su propio vestido sin que parezca haber ofrecido resistencia alguna. Al Conde, que como buen cubano, casi como buen latinoamericano, sufre de una homofobia que los hispanos les dejamos como terrible herencia, le toca ponerse a investigar en el interior de un mundo que aborrece y en el que se topa con el Marqués (Padura juega con los apellidos, que son a la vez títulos nobiliarios, a los que se añade el apelativo "príncipe" para completar), escritor, escenógrafo, director teatral, "homosexual de vasta experiencia depredadora, apático político y desviado ideológico, ser conflictivo y provocador, extranjerizante, hermético, culterano, posible consumidor de marihuana y de otras drogas, protector de maricones descarriados [...] Aquel impresionante curriculum vitae era el resultado de las memorias escritas [...] de varios informantes policiacos" (pág. 41; cabría hacer hincapié en los epítetos que se manejan). Este personaje ejerce sobre el investigador una especie de atracción malsana combinada con un rechazo casi telúrico: "Es que me encantan los prejuicios, y yo no resisto a los maricones" (pág. 42). El personaje se permite ser todo lo políticamente incorrecto que su cubanidad le posibilita. Y conforme va relacionándose con el Marqués experimenta que "aquella historia sórdida al final empezaba a atraerlo del modo que él prefería: como desafío inteligente a su abulia y sus prejuicios" (pág. 72). O dicho de otro modo: "Aquella manía tan poco profesional de empezar a sentirse implicado" (pág. 94).


Y vayamos ahora al subtítulo de esta entrada.  Personae, en latín, significaba "máscara" y como cada uno de los personajes dramáticos llevaba la que le correspondía, amplió su sentido a "personaje". Para complicarlo más, nuestro idioma adoptó este término, "persona", para denominar al ser humano. Surge así la posible confusión entre la careta y quien la lleva. Viene esto a cuento de la bastante común teoría que afirma que el travesti (también con posible acentuación aguda, travestí) "es todo una apariencia, algo así como una perfecta mascarada teatral" (pág. 49),  o dicho de otro modo: "La máscara por el placer de la máscara, el ocultamineto como verdad suprema" (pág. 73, valga la paradoja); algo así como una trasfiguración, concepto religioso que el asesinado tiene muy presente. Este ocultamiento puede convertirse en subversivo cuando va contra la norma establecida ("normal con respecto a qué?, normal con respecto a quién? y sobre todo, ¿quién impone la norma? y a partir de ahí seguimos discutiendo", les decía a mis alumnos cuando salía el tema de la homofobia en clase). No se olvide que en la isla en los años 60 "hubo algo que se llamó UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción) [...] donde se confinaba, entre otros  seres dañinos, a los homosexuales para que se hicieran hombres cortando caña" (pág. 164). Y que todavía en los 90, cuando transcurre la acción, "uno siente de pronto que está viviendo en una urna transparente" (pág. 127), constantemente vigilado por todos los comités de pureza revolucionaria habidos y por haber. "Los jodidos son los otros: los policías por cuenta propia, los comisarios voluntarios, los perseguidores espontáneos, los delatores sin sueldo, los jueces por afición, todos esos que se creen dueños de la vida, del destino y de la pureza moral, cultural y hasta histórica de un país" (pág. 105). Debió ser terrible para toda la sociedad no integrada en esos comités, es decir la mayoría, vivir bajo el escrutinio de los poseedores de "la Razón". Más todavía para esa minoría que además pecaba contra natura. Y si no, que se lo digan a Abilio Estévez, Virgilio Piñeira, Reinaldo Arenas y tantos otros anónimos que tuvieron que recluirse en sí mismos (como hizo Lezama), o marcharse lejos, tan lejos a veces como fuera de este mundo.


Y vuelve Padura a dejar constancia de su irrenunciable ser habanero "lo que no puede es quemarse en ningún bisne. Lo de los zapatos estaba medio en candela y ná, cambié el picheo" (pág. 23). Junto a este registro tan desternillante para los que somos de fuera, el escritor se sitúa, cuando el personaje lo requiere , en otro cultísimo, trufado de citas casi siempre sin las preceptivas comillas, de los arriba citados y otros como Sarduy, Artaud, incluso él mismo. Es el caso de la voz del Marqués: "Mi recuerdo de París no se acaba nunca [...] y eso es muy cierto, aunque lo haya dicho Hemingway [...] Mi recuerdo de París es como una nostalgia azul, que en veinte años no he podido sacarme de encima" (pág. 46). Hay además ráfagas de fluir de conciencia en un estilo indirecto libre para el que conviene estar muy atento, ya que el escritor lo usa sin transición alguna. 


Quienes curiosean en estas páginas saben que no soy un spoiler, que es como se llama ahora a quienes destrozan los finales. Tampoco en esta novela lo haré, pero sí que me gustaría abundar en la teoría de la máscara, no en balde así se titula el libro. El policía se relame de gusto pensando en el momento en que al asesino se "le fueran arrancando las tiras de la máscara que al final se había convertido en su propio rostro" (pág. 212). El libro parte de de una anécdota, si es que un asesinato se puede caracterizar como tal, para pasar a hablar en una inmensa metáfora, de la sociedad en la que vive y a la que le gustaría desenmascarar. No sé en verdad cómo le han permitido seguir publicando, sabiendo la acogida que tiene allende los mares. ¿Habrá que empezar a creer que algo se mueve en la anquilosada sociedad cubana? Ojalá.

José Manuel Mora.








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