La Oculta, de Héctor Abad Faciolince


Desmoronamiento

Hay libros en los que a uno le gustaría quedarse a vivir. Y éste es uno de ellos. También me pasó con Rayuela o con Cien años de soledad, por poner sólo dos ejemplos más. En esos casos uno desearía que el libro no se terminara nunca. Se produce una especie de simbiosis con paisaje, personajes, historia y apetece que la narración siga, con deseos de seguir viviendo entre todo eso que se ha acabado al cerrar las cubiertas del volumen, no sólo por clausurarlo, sino porque el cuento no daba más de sí. Buceando en estas páginas descubro que hace ya cinco años que leí El olvido que seremos (2006, traducida, y premiada por su traducción, al inglés, cosa poco frecuente, y al portugués), el anterior libro de este autor. ABAD FACIOLINCE, HÉCTOR. La Oculta. Barcelona: Penguin  Random House (lo que fue antiguamente Alfaguara), 2015; casi una novedad. De febrero a mayo lleva ya tres ediciones. "Algo tiene el agua....". Vuelvo además con gusto al colombiano, dado lo bien que me sentí entre las páginas de su libro anterior. A veces uno teme que el escritor se repita, que siempre escriba el mismo libro. No es el caso.


Hay autores que tienen fama de endiosados. Otros, de cascarrabias insufribles (cada uno que vaya poniendo nombres). Otros, por último, parecen tener amigos en la difícil república de las letras, donde tan difícil es llevarse bien con los colegas, que pueden ser además competidores.  Parece que Abad tiene amigos a un lado y otro del Atlántico, lo que informa algo sobre su bonhomía. De Medellín (Colombia, 1958), es un hombre muy viajado, estudió Lenguas y Literaturas Modernas en Turín; tal vez esto le permite ver con distancia la sociedad colombiana; con distancia y espíritu crítico. Y no es para menos, con la atormentada historia que la sociedad en la que vive lleva a cuestas: "La guerrilla, que robaba, secuestraba y mataba, y después por los paramilitares, que extorsionaban, robaban y mataban" (pág. 22). Sabe de lo que habla, ya que a su padre lo tirotearon en su ciudad. Y ahí siguen, políticos y guerrilleros, con su proyecto de pacificación y sin conseguir concluirlo. Yo, que soy viajero impenitente y que daría no sé qué por ver Cartagena, o el Darién, o lo profundo de la selva o la sierra, no me he atrevido a visitar este país. No sé si serán prejuicios, aunque no lo creo del todo ya que, para viaje peligroso, el que realicé a Guatemala hace ya años, uno de los países más hermosos e inquietantes que conozco.


La historia de La Oculta, una finca ubicada en el sur de la provincia antioqueña "esta casa blanca y roja, rodeada de agua" (pág. 35), la cuentan tres hermanos: Pilar, Antonio y Eva. Antioquia "es un sitio con un encanto tosco, pero real, y al mismo tiempo un sitio axfisiante, clerical, intolerante, racista, homófobo" (pág. 79). Y a pesar de la descripción, los tres hermanos sienten una trabazón profunda con esa tierra a la que llegaron sus antepasados a mediados del XIX y a la que se sienten ligados, cada uno por razones diferentes, de un modo casi telúrico. Cada uno va narrando una parte de la historia desde su particular apreciación. Pilar, la mayor, "católica, apostólica y romana [...] hace siglos que nos convertimos a la religión verdadera" (pág. 43) [desde la primigenia judía y peninsular]. Mujer de un solo hombre, representa la fidelidad, "Pilar no se amilana [...] nada le da asco, nada le da vergüenza, nada le da miedo" (pág. 17), buena caracterización para una de las mujeres fuertes de la Biblia; mientras que su hermana Eva es la responsable, la que renunció a sus estudios por ayudar a su madre en la panadería que regentaba. La más hermosa también, ha tenido todos los hombres que ha querido y ha disfrutado del cambio de costumbres que trajo el 68. Se siente absolutamente libre de hacer lo que le viene en gana y sólo su hijo Benji la hace refrenarse. Probalemente es la más despegada de los tres. Hay que decir que estuvo a punto de perder la vida en la finca a manos de los paramilitares en el afán de éstos por que la familia vendiera la propiedad: "Después llegaron los paramilitares, dizque a limpiar la zona, y sí la limpiaron de guerrilla pero la llenaron de ellos y de muertos" (pág. 230). Su objetivo último, el de los paras, como en tantos otros lugares se había comprobado, era invadir algunas fincas "para sembrar coca y amapola, montar cocinas y laboratorios de cocaína, para sacar oro ilegalmente y llenar de mercurio las quebradas" (pág. 151).


El tercero de los hermanos, Antonio, salió "mariconcito", que dicen por allá, en esa sociedad tan condenadamente machista que le dejamos los hispanos en herencia. Estudió violín y acabó por marcharse tan lejos como a Nueva York para no dar pesadumbre a su papá. "Lo que soy, una persona mansa, que no quiere imponerse ni obligar a nadie a ser de ninguna manera, sino simplemente ser, y ser como yo soy, porque no tengo de otra [la cursiva es mía] y no como los demás quieren que yo sea" (pág. 81). El papá pensó que podría curarse, que se le pasaría, que lo que tenía que hacer era salir con muchcahas, cosa que Antonio hizo, acostándose con alguna de un modo triste y sin ganas. Y mientras, el hijo se debatía con su yo educado para autorreprimirse en función de una conciencia de pecado que le impide algo de tranquilidad vital. "Hasta que me di cuenta de que no había nada que hacer, que por mucho que rezara y luchara, lo que tenía por dentro era mucho más fuerte que yo" (pág. 163). Y así necesitó llegar a la Gran Manzana para sentirse con la libertad suficiente para enamorarse (experiencias previas con otros varones las había tenido en abundancia y en total secreto) y casarse con un pintor negro de Harlem con el que vive "ese amor sencillo que tenemos los hombres con los hombres" (pág. 88). Desde lejos siente la necesidad de volver a La Oculta, él, que sabe que no tendrá descendencia, y se obliga a sí mismo a rastrear los orígenes familiares en archivos parroquiales, notarías, legajos de ayuntamientos... Y ese amor a la tierra sabemos entonces que viene de muy atrás. El padre les hizo una recomendación: "Traten de vivir entre iguales; trabajen, pero no manden; ni tampoco obedezcan" (pág. 39). Y parece que eso no está muy bien visto en su entorno, ni por tirios ni por troyanos.



A pesar de toda la información que va acumulando en carpetas, la hermana mayor no se fía. En todas las familias sabemos que los mismos hechos vividos por los miembros, son contados de forma diferente, porque se recuerdan de manera diversa por sus integrantes. Y así, Pilar dice de su hermano: "No como Toño, que como no se acuerda de nada, entonces todo se lo inventa" (pág. 41), con lo que se relativiza una de las voces. Así sucederá con las otras dos, cada una por razones diferentes. Justamente es la pareja de Antonio, el "extraño", el que puede poner distancia con respecto a ese amarre a tierra y tradiciones, distancia a la que viene muy bien el estilo indirecto libre: "Que uno, sí, quería a la familia, pero de lejos, porque de cerca las familias podían ser una peste, porque todos se conocían demasiado, y se sabían herir donde más duele [...] y se apegaban a cosas y propiedades compartidas, que lo mejor era vender y dividir, y cada cual por su cuenta" (pág. 322). Vamos pues conociendo a los tres protagonistas y a quienes los rodean, no sólo por lo que hacen, sino por lo que cuentan y cómo lo dicen, influidos por su edad, el lugar donde habitan o su formación: "Lo puse en Face, que es donde ahora se hacen los anuncios, los duelos y las visitas de pésame" (pág. 15), dice el más familiarizado con el mundo moderno. "Pilar me dijo que no le parara bolas a eso, que esos tipos eran loquitos pero cobardes" (pág. 27), con ese sabor del habla colombiana. Dicen los que saben que es el mejor castellano de todos los que se hablan por su riqueza, por su dulzura, por la pervivencia de usos ya perdidos en la Península; el "descansadero" llaman en la finca al lugar donde se entierra a quienes como miembros de la familia, mueren y quieren seguir cerca de La Oculta..


Y al final no son las guerillas, ni los paramilitares, sino el desmoronamiento de una forma de vida, arrasada por otros modos y costumbres y, sobre todo, por unos intereses muy concretos, que tienen que ver con los pelotazos urbanísticos que tan bien conocemos por estos pagos. "Desde la parte de atrás de la casa ya no veo el paisaje abierto que mi memoria recuerda, las fotos muestran y mis ojos añoran" (pág. 328). Y en esa madurez que Pilar califica como "la juventud de la vejez [la negrita es mía porque me parece una perfecta definición de mi situación vital presente], como dice no sé quién, uno de esos escritores que leen Toño y Eva" (pág. 168) es cuando tendrán que aprender a vivir nuevamente, o prepararse para ir muriendo poco a poco en un mundo que ya no entienden porque ha dejado de ser el suyo, lejos ya de aquella sensación que La Oculta provocaba: "Dentro de la finca yo me sentía protegida, segura, como en una fortaleza inexpugnable" (pág. 27); como nos solemos sentir en ese paraíso que todos perdemos al hacernos mayores, el territorio de nuestra niñez. 
 
José Manuel Mora. 





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