Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood

 Soy una cámara...

De momento mis vacaciones estivales están en dique seco. Motivos de fuerza mayor, aunque no trascendentales. La intención era visitar las ciudades hanseáticas, desde Hamburgo a Lübeck pasando por Bremen, y llegar a Berlín. Así pues, con tiempo, me había pertrechado de literatura analógica ad hoc. Como se trataba de dos títulos, había empezado con el más general, que es el que paso a comentar ahora. El otro iría a la maleta. Con todo trastocado, dejo el segundo para más adelante y me pongo con el de ISHERWOOD, CHRISTOPHER. Adiós a Berlín. Barcelona: Editorial Acantilado, 2014. Trad. María Belmonte. 


El autor, C. Isherwood (1904-1986), es bien británico. Empezó a publicar con apenas 24 años. Con 27 viajó a Berlín donde vivió unos años de una intensidad política extraordinarios. Fruto de esa experiencia fueron un par de novelas: Mr Norris Changes Trains (1935) y la que he tenido entre manos, Goodbye to Berlin (1939) que, dada su relativa brevedad (apenas 261 págs.), podría considerarse una novella, al modo en que se nombraban en el Renacimiento las historias no muy extensas. Sus vivencias berlinesas fueron intensas también en lo personal. Allí se enamoró de un muchacho de 17 años, diez más joven que él,  y con quien viajó por toda Europa. Al volver a Berlín el joven fue considerado un undesirable alien y condenado por "onanismo recíproco" a tres años de trabajos forzados. Los nazis ya estaban en el poder. Al ser Isherwood extranjero, pudo marcharse a Inglaterra sin más problemas. Cuento la anécdota porque en el libro, escrito en primera persona, a modo de falsa biografía y en la línea de lo que hoy se considera autoficción, "C. I. [en la narración] no es más que el práctico muñeco del ventrilocuo" (pág. 7). Adelantado a su época, vivó su homosexualidad con cierta tranquilidad y una libertad que no era propia de su momento histórico, aunque ya otros lo hubieran intentado antes. A O. Wilde le costó la cárcel y el ostracismo treinta años antes. Tuteló al poeta W. Auden, conoció en California a T. Capote y, aunque su literatura no tenga nada que ver, frecuentó a A. Huxley, al filósofo B. Russell, al músico I. Stravinsky y al novelista R. Bradbury. Pongo todo el elenco porque se vea que estaba en lo que hoy día se llamaría "la pomada".  


El librito arranca con una declaración de intenciones en toda regla: "Soy una cámara con el obturador abierto. Totalmente pasiva, que registra sin pensar [...] algún día, habrá que revelar, hacer copias cuidadosamente y fijar todo esto " (pág. 9). A ese propósoto parece responder la redacción de sus páginas. Valga tmabién esta inicial descripción de la ciudad a la que llega: "Desde mi ventana, la calle aparece profunda, solemne y sólida. Tiendas en sótanos donde los faroles arden todo el día, bajo la sombra de fachadas con balcones demasiado pesados, sucias fachadas de yeso con volutas y símbolos heráldicos grabados en relieve. Todo el barrio es así: calle que conducen a calles con casas semejantes a cajas fuertes desvencijadas y monumentales atestadas de objetos de valor deslucidos y de muebles de segunda mano de una clase media arruinada" (pág. 9); el Berlín decadente que sobrevivía tras perder la guerra, en plena República de Weimar. Y esa es la actitud del supuesto narrador/autor a lo largo de todo el texto: describe, presenta personajes, comenta sucesos políticos, cuenta historias, la mayoría intrascendentes, sin implicarse en ello. Simplemente las refleja. Opina sobre lo que le rodea, pero nada parece afectarle de verdad, o al menos no lo deja traslucir. No tiene empacho en ponerse en entredicho por los ambientes que frecuenta o las personas con las que se relaciona, pero no nos deja conocer el modo profundo en que todo ello le afecta. Calles, interiores familiares donde la vida transcurre anodina y en general entre estrecheces, pero sobre todo cafés con música, cerveza y mujeres a la caza de algún ricachón que las saque del lodazal o jovencitos necesitados de protección. "El terror a los robos y a la revolución ha reducido a estas miserables personas a la condición de asediadas" (pág. 25).


























Muchas veces esas descripciones de lugares y personas acaban, como en un espejo deformante del Callejón del Gato valleinclanesco, o como en algunos de los cuadros expresionistas del impagable O. Dix, animalizados, siendo auténticas pocilgas inadecuadas para seres humanos. "Las parejas bailaban con las manos en las caderas, aullándose en la cara y chorreando sudor" (pág. 52). En otras ocasiones un cierto lirismo levanta el vuelo ayudado por un paisaje sugerente en medio de la naturaleza, nunca demasiado lejana de la ciudad: "Me he despertado temprano y he salido en pijama a sentarme en la terraza. El bosque proyecta largas sombras sobre los campos. Los pájaros se llaman con repentina y misteriosa violencia, como despertadores que empiezan a sonar. Los abedules se inclinan, agobiados por su peso, sobre el suelo arenoso y lleno de baches del camino vecinal. Una suave franja de nubes se eleva sobre la hilera de árboles a lo largo del lago", (pág. 101). Pero son escapadas. La necesidad del protagonista de sobrevivir dando clases de inglés lo devuelve al asfalto, donde conforme avanza el tiempo (la novela arranca en 1930 y concluye en 1933) van sucediendo cosas cada vez más terribles, a las que pocos parecen dar importancia. "Una noche de octubre de 1930, aproximadamente un mes después de las elecciones, hubo un gran tumulto en la Leipzigerstrasse.Bandas de matones nazis se manifestaron contra los judíos. Maltrataron a a algunos transeuntes de nariz afilada y pelo oscuro, y rompieron los cristales de todos los comercios judíos [...] fue mi primer contacto con la política en Berlín" (pág. 179). Del simple tumulto, por decirlo suave, nos encontramos en 1932, "Llegó Hitler, el Reichstag fue incendiado, y hubo un simulacro de elcciones" (pág. 229). No parece posible mayor concisión para hechos tan trascendentes. Y eso que el propio narrador se confiesa un hombre de iquierdas, cercano a los comunistas.


Todo se vuelve más inhabitable. Y la descripción de la capital parece contagiarse del clima axfisiante para algunos de sus habitantes. "Berlín es un esqueleto dolorido por el frío: mi propio esqueleto se lamenta. Siento en los huesos el agudo dolor de la escarcha depositada en las vigas del ferocarril elevado, en el armazón de hierro de los balcones, en los puentes, en los rieles de los tranvías, en los postes de los faroles, en las letrinas. El hierro palpita y se encoge, la piedra y los ladrillos se quejan con razón. El yeso está entumecido" (pág. 235). Seguramente olvidaré a Fräulein Schroeder, a la familia obrera de los Nowak, a los burgueses judíos Landauer, a los jovencitos que Mr. Isherwood va conociendo, pero no dejan de impresionarme estos apuntes sobre la caza del hombre por el hombre: "Cada noche voy al café medio desierto [...] donde los judíos intelectuales de izquierdas agachan juntos las cabezas sobre las mesas de mármol y hablan en voz queda y temerosa. Muchos de ellos saben que van a ser detenidos con toda seguridad, si no hoy mañana, o la próxima semana [...] Una noche, un escritor judío que se hallaba en el local corrió hacia la cabina del teléfono para llamar a la policía. Los nazis lo arrastraron fuera y se lo llevaron. Nadie movió un dedo" (pág. 256; ¿No recuerda todo ello a lo ya visto en la última novela que comenté, La familia Karnowsky?). Y eso es lo más terrorífico de todo. Tras la debacle de 1945 un silencio espeso pareció extenderse por toda Alemania. Nadie parecía saber nada de campos de concentración ni de los horrores que allí sucedían.  Valga el ejemplo final: "[F. Schroeder] ya se está adaptando a mi partida, como lo hará a cualquier nuevo régimen. Esta mañana la he oído hablar fervorosamente del Fürer con la mujer del portero. Si alguien le recordara que votó a los comunistas en las elecciones del pasado noviembre, seguramente lo negaría ardientemente y con la mayor buena fe. Se limita a aclimatarse, como un animal que muda el pelaje en invierno de acuerdo con la ley natural. Miles de personas como ella están haciendo lo mismo. Después de todo, sea cual sea el gobierno que detente el poder, están condenadas a vivir en esta ciudad" (pág. 260). 

Sí recordaré sin embargo el personaje de Sally Bowles, con sus uñas pintadas de verde, tan intranscendente, tan ligera de cascos, tan seductora, tan "sofisticada" como fue capaz de encarnarla la Minelli en Cabaret, en el año 1972, aquella peli que me dejó sin dormir en el tren que me llevaba a Burdeos para iniciar mis tareas de lector en su Universidad, y que tantas veces he vuelto a ver después, un musical que acabó trastocando los cánones del género. Es un personaje frágil, sincero, enternecedor, que hace lo posible por sobrevivir y que tan bien se entiende con el narrador, tan británica como él lo es. El filme es una adaptación libérrima tan solo de la primera parte de la novelita. Sin embargo es curioso que ambos, filme y libro, acaben con una superficie pulida: "Capto la imagen de mi cara en el espejo de una tienda, y advierto con horror que estoy sonriendo. Es inevitable sonreír con un tiempo tan hermoso [...] Ni siquiera ahora puedo creer del todo que estas cosas hayan sucedido realmente" (pág. 261). Además de la tersa prosa de la que hace gala, el escritor se permite el uso del estilo indirecto libre con una soltura espectacular. El libro se lee con rapidez y facilidad. Me ha resultado como el reverso del anterior de los Karnowsky, ambos retratos de lo que precedió al horror absoluto que trajeron consigo los nazis y del que todavía hoy me parece escuchar ecos en los ataques de la ultraderecha en la antigua alemania Oriental contra los centros de acogida de inmigrantes, o en las concertinas que el impresentable de Orbán ha mandado levantar en la frontera sur de Hungría, como si se pudieran poner puertas al campo de la desesperación.
José Manuel Mora.
P.S. Una pequeña coda. Por un tiempo no habrá nuevas recensiones de libros porque acabo de empezar uno de largo aliento, de cerca de 1.800 páginas, "La guerra y la Paz" del maestro Tolstói. Ya contaré.   






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