Guerra y paz, de Lev Tolstói

 Un "ochomil" literario

En un intento de seguir rellenando las lagunas insondables de mi desconocimiento, con lo que gente más sabia que yo considera obras capitales de la literatura universal, he decidido hincarle el diente a una opera magna, aunque no sea más que por su volumen. Quería haberme acercado a ella en una edición que parece existió en tapa dura, pero que hoy está agotada. Así fue como leí del mismo autor Anna Karénina, que es un libro que guardo con mimo, dada su hermosa factura. En el caso que me ha ocupado todo el mes de octubre (razón por la cual he permanecido en "silencio literario"), he tenido que conformarme con una edición en rústica, que he ido leyendo con sumo cuidado para que no se me desencuadernase. TOLSTÓI, LEV. GUERRA Y PAZ, 1 Y 2. Madrid: Alianza editorial, 2011. Trad. directa del ruso de Irene y Laura Andresco (a las que cito, cosa que no siempre hago, porque su trabajo me parece espléndido; no sé ruso y no puedo saber la fidelidad de su versión, pero sí que el castellano en que lo han vertido es claro y correcto, a excepción de un galicismo repetido, que tal vez ellas sienten como correcto y que a mí me molesta: "cerca de alguien", por près de qn., que creo que se debe traducir por "junto a"),  1781 págs. Nada menos, añado. 

































Tal vez es un atrevimiento por mi parte querer hablar del gran escritor ruso, pero según las normas no escritas (¿o sí lo están?) de una buena reseña, conviene presentar al autor. Para ello hay una pequeña y sabrosa introducción en la edición que he manejado, escrita por Víctor Andresco (¿pariente de las traductoras? Me atrevo a decir que hijo y sobrino). Para los de mi generación, este viejo de aspecto venerable siempre se llamó León (Yásnaia Poliana, a unos doscientos km. al sur de Moscú, 1826-1910). Hay mucho escrito sobre la contradictoria vida de un hombre que, de familia noble, fue a la guerra de Crimea, lo que lo marcó; vivió como correspondía a su estado en S. Petersburgo y en la capital y acabó llevando una vida como la de los campesinos que trabajaban para él, enseñando a sus hijos en la escuela que fundó para ellos, haciendo zapatos, lejos de las comodidades familiares a las que quiso renunciar, para seguir sus ideas vegetarianas, de liberación de los siervos, de pacifismo activo (que acabaría influyendo en Ghandi, con quien se carteó), con ciertos toques de acracia. Señalo aquí estos elementos, porque luego aparecerán en su novela. Sin olvidar un misticismo de raíz cristiana, a pesar de que no quiso que colocaran la cruz ortodoxa sobre su tumba; había sido excomulgado por la radicalidad de sus ideas. La imagen de la izquierda es la del escritor en la época en que redactó su libro (1864, que iría apareciendo en fascículos en prensa, como era habitual), tarea que le llevó seis largos años. La de la derecha corresponde a su vejez, con su barba patriarcal tan característica. No voy a extenderme más, ya que hace cuatro años hablé de él en este blog a propósito de su Anna Karénina citada más arriba; una entrada que ya ha recibido 1200 visitas (?).






























Vuelvo a recordar para quienes no son asiduos de estas páginas, que habiendo artículos sobre esta obra, como el que le dedicó Vargas LLosa el pasado verano, no pretendo nada sesudo ni para expertos. En primer lugar subrayo que sólo intento no olvidar lo que voy leyendo y las impresiones que estas lecturas me causan. Dicho esto, paso a comentar algo que no sabía y es que el término mir, en ruso, es polisémico y, además de "paz", significa "mundo", el conjunto de la humanidad, con lo que el autor desde el título nos sitúa en una visión totalizadora. La historia arranca en 1805, cuando hasta Rusia llegan ecos de las conquistas de Napoleón y de cómo se va enseñoreando de Europa. Bien es verdad que, como dice un personaje en tono frívolo, "aquí en Moscú nos ocupan más los banquetes y los chismorreos que la política" (pág. 91). Sin embargo, tras la victoria de Austerlitz, los aires cambian: "Tout Moscou ne parle que guerre" (pág. 144), así, en francés, idioma que el autor intercala con el ruso, como hacía la gente culta de la época en los salones y entre las familias nobles. Entre aquellas gentes se pone de manifiesto la devoción que sentían por el zar Alejandro I, rayana en la alienación: "Qué feliz sería si pudiera morir por su zar en aquel momento" (pág. 375); o bien, "Rusia está en guerra [...] nos levantaremos todos; iremos todos a defender a nuestro padrecito el zar" (pág.123 II).


Claro que una cosa es la teoría y otra muy distinta verse en el campo de batalla con las balas de cañón silbando por encima de las cabezas y arrancando algunas de ellas. El príncipe Andrey, uno de los protagonistas, dice una vez que lo hieren: "Todo en vano, todo es un engaño. No hay nada salvo este cielo. Pero ni siquiera el cielo existe. No hay nada, salvo paz y descanso" (pág. 424). De hecho algunos momentos descriptivos de las batallas resultan enormemente cinematográficos: "Silbando con regularidad, los obuses caían en el hielo, en el agua, y, a veces, entre los soldados reunidos en el dique" (pág. 437). Tras la batalla de Borodino, ya en 1812, los franceses tuvieron el camino expedito hacia Moscú; y en ese adentrarse en el corazón de Rusia, con la destrucción de su capital por las llamas provocadas por sus habitantes y las de los invasores, se prepararía la derrota de Napoleón, vencido por el invierno y porque los rusos iban arrasando el terreno que dejaban atrás para que el invasor no tuviera con qué alimentarse.


Señalo todo esto porque el escritor, con mano maestra, sitúa a sus personajes en medio de todo este maremágnum, en un principio entregados a convites, bailes, testamentos disputados, apuestas de soldados borrachos, cartas de adolescentes, primeros enamoramientos juveniles..., todo dominado de un modo u otro por el dinero, por su abundancia y derroche, o por la necesidad de él, que lleva a matrimonios de conveniencia "¿Por qué no me iba a casar con ella, si es tan rica?" (pág. 334); aunque hay personajes que resultan chocantes para su época por su modernidad; el viejo príncipe Bolkonsky dice a su hija, la princesa María: "Según mis principios, una muchacha tiene derecho a elegir. Te dejo en libertad" (pág. 352), algo absolutamente impensable en aquel momento. Una sociedad sujeta a normas precisas, muy ancien régime todavía, en la que "tanto la deshonra del apellido como el honor, todo es convencional" (pág. 441). En realidad la novela conforma un gran díptico en el que Tolstói se vale de la alternancia anunciada en su título para dejar en suspenso una historia de amor o una batalla de la que no sabemos su desenlace. El autor omnisciente va dando paso a unos personajes sin olvidar a otros, y son legión. Aparecen en los salones o en las batallas, pues la guerra los lleva a ellas. Pero no sólo es la nobleza la protagonista del libro, sino que en él se dan cita comerciantes, campesinos, militares de graduación (magnífico el retrato del personaje real, el anciano Kutúzov, general en jefe de las tropas rusas), masones, místicos, ladrones de corazones, soldados de a pie, prisioneros, señoritas de compañía, administradores de propiedades, arribistas... que conforman una ingente comedia humana. Para todo ello el propio autor reconoce que tuvo que documentarse a fondo en archivos, leyendo cartas y acudiendo a libros sobre las guerras napoleónicas. "Realismo" obliga. Reconoce con una primera persona del plural en un momento dado: "Para nosotros [la cursiva es mía], que no somos contemporáneos ni historiadores..." (pág. 11, II). Hay una extensa reflexión sobre las causas de los acontecimientos históricos al final del libro, que es de enorme profundidad desde el punto de vista de la filosofía de la Historia. Dice el escritor en una breve coda: " Guerra y paz no es una novela, menos aún un poema y todavía menos una crónica histórica" (pág. 915, II) ya que, en sus palabras, ""Para el historiador  [...] existen héroes. Más para el artista que analiza las acciones de un personaje [...] sólo existen hombres" (pág. 919, II).


Y con todo el horror que se pone de manifiesto en las batallas, en las trincheras, en los ataques y las retiradas, en los hospitales de campaña y en los campamentos en medio del frío y la noche, no es de extrañar que el desánimo atenace los corazones de los soldados hasta llegar a la angustia provocada por el sinsentido de todo: "¡Qué bien estaría si supiéramos dónde buscar ayuda en esta vida y lo que podemos esperar cuando se acabe! ¡Cuán feliz y tranquilo me sentiría si pudiera decir ahora: ¡Señor, perdóname!... Pero ¿a quién voy a decir esto?" (pág. 441). La desesperanza parece apoderarse del escritor ante su propia descripción: "En el hospital lleno de hombres con brazos y piernas arrancados, con sus enfermedades y sus sufrimientos, con ese olor putrefacto a cadáver [...] ¿Para qué esas piernas, esos brazos arrancados y esos hombres muertos? " (pág. 615). En otras ocasiones lo que se pretende es una especie de sofrosine con la que combatir el horror: "Andrey llegó a la antigua conclusión consoladora de que no debía emprender nada, que era preciso esperar el fin, sin hacer mal a nadie, sin alterarse ni desear nada" (pág. 621). Este Andrey acaba siendo un trasunto del escritor: "Se matarán y mutilarán decenas de miles de hombres y, después, se celebrarán misas en acción de gracias porque se ha exterminado mucha gente [...] y se proclamará la victoria creyendo que cuantos más hombres se han matado, mayor es el mérito ¿Cómo es posible que Dios los escuche y los mire desde allí?- gritó el príncipe" (pág. 269, II). 

Y, a pesar de todo lo anterior, no parece que Tolstói quiera quedarse sólo con una de las dos caras del medallón, la de la guerra y el horror. Los Rostov (los padres, Nikolái, Natasha, Petia), los Bolkonsky (Nikolái Andreiévich, Andrey, María), por citar a dos de las familias más presentes en el libro, pero sobre todo Pierre Bezújov, el personaje más carismático, más auténtico por contradictorio, que va creciendo a medida que avanza la novela y va aumentando su experiencia vital gracias a todos los sinsabores que la vida le presenta (pelele embromado por sus colegas peterburgueses, candidato a la masonería, engañado por una esposa consentida y casquivana, casi arruinado por su incapacidad para llevar adelante sus posesiones, testigo en primera línea de la gran batalla, prisionero al fin de los franceses, enamorado inconsciente, pero por encima de todo generoso y bueno), todos ellos irán viendo cómo entre pérdidas de fortunas, muertes naturales de familiares y también caídos en el frente, la vida se sigue abriendo paso con el gozo que aportan los hijos, con las ocupaciones que comporta llevar una casa, con las reflexiones sobre el sentido de la vida, que acaba siendo el que cada quien es capaz de darle. "Pierre descubrió [...] que el hombre ha sido creado para la dicha, que ésta reside en él, en la satisfacción de sus necesidades naturales, y que todas las desgracias provienen del exceso y no de la falta de cosas" (pág. 682, II). ¿No parece un buen programa? Tolstói decidió ponerlo en práctica en su propia vida. Además nos dejó esta inmensa novela, reflejo de unos tiempos convulsos.

José Manuel Mora.  





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