Berlín y toda esa parte... I


 Berlín (I)

Como empieza a ser costumbre, tras el viaje y el rumiado de acontecimientos, imágenes depuradas (la tecnología facilita en exceso la toma de fotos), más el necesario descanso, vuelvo atrás la vista ayudado de mi cuaderno de bitácora, rememoro lo que ha sido un viaje atípico por lo variado de los centros de interés y también, y sobre todo, por lo desacostumbrado de las fechas. En realidad este ha sido mi viaje "de verano" de este año, en pleno noviembre. Las razones no hacen al caso. Ya he comentado con ocasión de periplos anteriores, mi reticencia a regresar a lugares que ya he visitado. Sin embargo hay ciudades que piden a gritos volver. No sólo me ha sucedido con las del Norte, ya comentadas aquí; también con París, o Venecia, por poner dos ejemplos más. En esta ocasión, nuestra anterior visita a Berlín databa de 2002, con motivo de ir a la Dokumenta de Kassel. Nos apetecía pasearnos por lo que durante décadas se había situado tras el ignominioso "telón de acero". Y vistamos Leipzig, Dresde, Potsdam y la capital. Sólo estuvimos en ella tres días y sabíamos que todo estaría muy cambiado. Ocho jornadas esta vez dan para una visita más reposada, que yo había ido preparando con lecturas previas, de las que ya he dejado constancia en anteriores entradas de este blog. Y lo primero que llama la atención es la convivencia de lo viejo con lo nuevo de una forma natural: una de las iglesias más antiguas de la ciudad se deja retratar junto al famoso "pirulí" de la Alexanderplatz. Y las estaciones de metro, necesarias para conocer una metrópoli tan vasta, lucen con el aire decimonónico de su creación, con el ladrillo visto formando dibujos geométricos, frente a otras que parecen una pesadilla futurista. El cielo se engalana de tormenta en ciernes y la temperatura es de tres grados, pero ya conocemos "la dura vida del turista", así que hay que ponerse en marcha.





















Y las ciudades se conocen caminando, no en esos absurdos autobuses turísticos que las recorren en una hora; y aunque haga frío, aunque llueva, aunque el viento dé la vuelta a nuestros paraguas y las bufandas no sean suficientes para abrigarnos lo necesario, la caminata es esencial para descubrir rincones y para tomarle el pulso a la vida, para dejarse sorprender por lo inesperado. Nuestra amiga Birgit ha llegado desde Copenhague (¡en autobús! por mor de menor contaminación y de recrearse en el Báltico) a pasar el fin de semana con nosotros, y vuelve a ser un placer compartir con ella descubrimientos y horrores. Por una parte la renovada Isla de los Museos, con la impresionante fachada del Altes Museum (y eso que desde esa perspectiva no se ve la reestructuración del Neus Museum que visitaremos más adelante).


Por otra, lo ocurrido en la noche del 13 de noviembre, el día de nuestra llegada: estallaron bombas, ametrallaron a gente y provocaron una auténtica masacre en París en nombre de la pureza de unas normas de hace 1300 años (en los televisores mudos del restaurante, con subtítulos en alemán, no quedaban más que las imágenes del desconcierto y la huida y las camillas y la sangre). El yihadismo ataca donde más duele y Francia reúne varias posibles causas para ser el epicentro de la tragedia: su pasado colonial, la abultada presencia de magrebíes que no han sido bien asimilados por la sociedad francesa y la intervención de su ejército en guerras lejanas y poco claras. Y otra vez están los parisinos entonando la Marsellesa como signo de cohesión y de orgullo ante lo incomprensible para muchos. Los ecos llegan hasta la Puerta de Brandeburgo, remozada y radiante al tímido y breve sol de invierno, donde se encuentra la embajada francesa, frente a la cual se van depositando flores y candelas en recuerdo de los fallecidos.

























Y como el horror no es sólo de ahora mismo, sino que tiene múltiples ejemplos a lo largo de la historia del ser humano (homo homini lupus), en Berlín precisamente no han querido echar tierra a un pasado ominoso, sino que han erigido auténticos recordatorios para prevenir la desmemoria (qué envidia para los que venimos de un país en el que aún quedan multitud de enterrados malamente en cunetas). Y así se levanta junto a la Potsdamer Platz el Monumento al Holocausto judío (2005), que perpetraron los nazis ante el silencio ¿cómplice? de tantísimos compatriotas. La ciudad se lo encargó a Peter Eisenman (1932, USA) y éste optó por unos desnudos bloques de granito grises y pulidos, dispuestos en diferentes alturas sobre un suelo adoquinado que se eleva y desciende hasta encerrarnos entre sus aristas, sin más horizonte que otros bloques igual de fríos y unas hojas caídas. La desorientación puede llegar a ser agobiante. La sobriedad puede llegar a ser también muy expresiva....






















A veces sin embargo la sociedad tiende a banalizar las cosas (véase Un informe sobre la banalidad del mal, de H. Arendt). Y así, hay un par de puntos en la ciudad en los que el recuerdo de lo vivido se ha comercializado y se ha vuelto objeto de trasiego turístico y foto rápida y divertida. Por un lado algunos de los restos del nefasto muro, aún en pie, con sus pintadas, ante los que la gente se fotografía, con lo que el testimonio pierde la carga de "testigo" al estar descontextualizado. En otro lugar, lo que queda del famoso Check Point Charlie, donde la gente se jugaba la vida para poder pasarlo y que ahora parece un decorado de película barata con figurantes incluidos y el logo del restaurante de comida rápida al fondo. Times are changing, que dijo el otro.






















Y dentro de esta fiebre de cambio acelerado que experimenta/padece la ciudad desde que se convirtió nuevamente en la capital de la Alemania unificada, toda ella parece ser objeto de especulación y las grúas se levantan por doquier. No parece que quieran dejar nada por construir, tras la devastación que sufrió durante los bombardeos de la IIª Guerra Mundial y la posterior reconstrucción que afecta a estaciones de tren, grandes avenidas, líneas de metro nuevas, rascacielos de diseño y firma, como los del Sony Center, con su maravillosa pérgola de luz cambiante, que alberga una plaza ciudadana al abrigo de lluvias, vientos y nieves, y también un enorme centro comercial. Aquí no importa que se haga de noche a las 16:30 de la tarde. En determinadas zonas de la ciudad la gente sigue ocupando espacios y brujuleando como si fuera de día, aunque es cierto que ellos son menos noctámbulos que los mediterráneos, salvo que sea fin de semana. Es cierto también que por determinados lugares la iluminación es absolutamente insuficiente, como sucede en el Norte de Europa, buscando la menor contaminación lumínica. De todos modos la seguridad que se palpa en las calles a cualquier hora es total.
























 
Las huellas del pasado siguen siendo muy patentes. Hay que alejarse del centro para poder contemplar fragmentos del muro reales y en su emplazamiento original, que ahora se han convertido en la East Side Gallery, junto al río, y protegida por unas verjas de hierro trenzado que permiten ver a su través las muestras que diferentes artistas fueron plasmando en la interminable pared hacia 1989 y que, tras el deterioro causado por la climatología y los "bárbaros", se ha restaurado por los propios pintores. Algunas de las pintadas son sorprendentes. Todos los estilos se citan aquí y es de las pocas partes que se han salvado de la especulación urbanística desaforada. Estamos en lo que antaño fue el "lejano Este", habitado por los ossi, forma despectiva en que los nombraban los occidentales. Aquí no llegan tantos turistas y son menos los que pasean por lo que fue una muestra de la vida en la República Democrática.















Para ello conviene adentrarse por la zona de Friedrichshain, barrio que presume en la actualidad de alternativo, y en la que aún quedan muestras de las casas construidas en la época del Socialismo real, muy similares entre sí, pero con lo mínimamente imprescindible en su interior. Muchas de ellas están ahora okupadas y otras lucen una decoración exterior francamente sorprendente, como si hubieran sido objeto de una performance artística. Contrastan mucho con las que se pueden admirar en la Karl Marx Allee, habitadas por los miembros del aparato prosoviético y que dejan sin habla ante las dimensiones de la avenida flanqueada por las dos torres simétricas, las Frankfurter Tor, y que conduce, como casi todo en este lado, hacia la Alexander Platz.





















La contrapartida de esta parte oriental de la ciudad está, bien en la famosísima Kürfursterdamm, o bien en lo que se denomina ahora el Quartier, ambos llenos de tiendas de marca como las que se pueden encontrar en cualquier otra ciudad europea. La climatología exige que algunas de estas zonas estén cubiertas y sean bien subterráneas, o bien una nueva versión de las galerías decimonónicas, pero con escaleras mecánicas, restaurantes para los oficinistas del barrio, con platos de todos los sabores y olores. Hay un mestizaje bastante conseguido en lo que a las diferentes cocinas que se ofrecen a los paseantes: thai, turca, italiana, española y por supuesto alemana. No hablo de las grandes cadenas. Y todo en connivencia con los edificios que se salvaron del destrozo, como por ejemplo la plaza simétrica donde se encuentra el clásico Konzerthaus, completamente engalanado ya para las Navidades y donde pudimos escuchar una maravilloso concierto.













Para los amantes del arte, la ciudad ofrece un pase de 24 módicos euros, que posibilita la entrada a la mayoría de los museos durante tres días. Ello nos permite ir espaciando el atracón de belleza. El que alberga el Altar de Pérgamo está ahora en remodelación, con lo que sólo se visita parcialmente. A la vista del Neues Museum y de la restauración respetuosa (2009) que de él ha hecho el arquitecto británico Chipperfield (Londres, 1953), con muestras claras de lo original conservado y de lo rehecho por necesidades estructurales, uno puede imaginar en lo que va a acabar convertida la Isla de los Museos. Hay tanta obra extraordinaria, pintura, escultura, arquitectura, objetos... que me resulta difícil seleccionar un par de cosas como las más hermosas de las vistas. Elijo dos al azar. La que me sigue pareciendo única es la serena belleza de Nefertiti, que no se puede fotografiar, para su mayor tranquilidad y la de quienes la contemplamos admirados. Me parece que en el emplazamiento del palacete de Charlottensburg se mostraba aún más enigmática y exquisita. Una lástima que cierren a las seis de la tarde y no a las ocho, como el Prado.


























Lo viejo y lo nuevo, como decía al principio. La remodelación que han hecho de la Haupbanhof, con diferentes niveles de circulación, según sean los trenes de largo recorrido, el metro o los trenes de cercanías, además y por supuesto, de todas las tiendas que en ella puedan caber. Todo ello produce una auténtica confusión para el viajero no avisado. Bien es verdad que a diferencia de mi lejano primer viaje, en el que la gente sólo hablaba alemán, más en el Este, ahora la mayor parte de las personas se manejan en inglés; por supuesto las que tratan con el turista, pero también y sobre todo los jóvenes berlineses, se muestran amabilísimos y consultan enseguida sus teléfonos para darte cualquier indicación que se les solicite.




















Y dejo como remate la sede del Parlamento alemán, quemado por los nazis para que sirviera como excusa para tomar el poder por completo e imponer su política. Durante tiempo se estuvo discutiendo si dejarlo como quedó, restaurarlo en su forma primigenia o  configurarlo como una conjunción de lo que se mantuvo, renovado, con lo novedoso y efectivo. Y el proyecto que se llevó el encargo fue la magnífica cúpula de N. Foster. El británico ha optado por el vidrio (siempre esencial para permitir máximo aprovechamiento de luz) y el acero, para conseguir una cúpula elegante, aérea, visitable por su rampa helicoidal y que aprovecha de forma eficiente el agua de la lluvia y los rayos de sol. Además, y como símbolo de la máxima transparencia que debe reinar en el edificio, se puede observar a los parlamentarios cuando están en sesión. Para colmo, el día de nuestra visita, rodeada, claro, de todas las medidas de seguridad, lucía un sol espléndido y desde lo alto se podía contemplar una panorámica de la ciudad extraordinaria.






















Se me quedan muchas cosas en el tintero, claro está, pero no quiero ser exhaustivo por no cansar. Deseo dejar constancia tan sólo de lo apasionante de esta ciudad, que se reinventa continuamente y que, a tenor de lo visto en marcha, habrá que volver a visitar no tardando. Seguro que cualquier otro viajero conformará su recorrido con otros apuntes y otras imágenes. Éstas son algunas de las que me han parecido significativas de una ciudad viva, aunque se haga demasiado pronto de noche. Si tenéis ocasión, no dejéis de visitarla.

José Manuel Mora.

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