Londres y toda esa parte (II)

 Londres (II)

Volver a recorrer Berlín de madrugada, vacío, casi a oscuras, pero con los puntos de referencia más claros, fue una hermosa manera de despedirnos de la ciudad. El vuelo a Londres fue breve y tranquilo, aunque los controles aeroportuarios se habían multiplicado como consecuencia de los atentados de París. Un metro de casi una hora de viaje (6£ / 10€)  nos dejó en la parada de Liverpool str., nuevo ejemplo de cómo salvar y remozar edificios decimonónicos y hacerlos compatibles con nudos de comunicación actuales y con diferentes plataformas. Londres es una ciudad enormemente extendida y no es de extrañar que, desde la parada del metro a casa de nuestra amiga Maite, hubiera que andar quince minutos. El reencuentro con una antigua alumna de 15 años entonces, convertida en una british manager, fue un auténtico gozo por ver cómo se reestablecían los puentes de comunicación tan fácilmente, como si no hubieran pasado treinta años desde la última vez que nos vimos.


Su casa, un pequeño apartamento de apenas 40 m. cuadrados, cuesta 1.500£ de alquiler. Y no es que esté en el centro, aunque sí que está bien comunicada. Eso da idea de los precios y el nivel de vida de la ciudad. En mis anteriores visitas a la misma, la última de 2006, me quedé en una zona del sur, mucho más alejada, más melting pot. Así que el primer paseo nocturno hasta el río, a pesar del frío y la humedad, que combatimos con vino caliente, resulta todo un descubrimiento: pubs y baretos que parecen más de nuestra tierra, con la gente bebiendo y fumando en la calle. Hay cantidad de restaurantes de cualquier cultura gastronómica y los edificios de la city se ven por doquier totalmente iluminados, en contraste con el Berlín que acabamos de abandonar. No había cruzado antes el Tower Bridge y resulta imponente con su torre. Desde él se divisa el edificio más alto de la ciudad, el Shard (310 m.) y al parecer de la U.E., una especie de pirámide cuyo vértice se abre hacia el cielo de la noche proyectando su luz.

























Los domingos, más si sale el sol, cosa rara en esta época, se plantan mercadillos de flores junto a un canal cercano y no hay quien dé un paso. Los vendedores no quieren que se les haga fotos porque, dicen, no desean convertir su negocio en un lugar de visita para turistas. Las cervezas, en la calle, 'cause weather and cigaretts,  y uno puede escuchar a músicos callejeros cantando con auténtico feeling, mientras cuidan de reojo al bebé que duerme en el cochecito y esperan que caiga alguna moneda. Esta zona es además tranquila, de calles estrechas, casi sin coches, con gente que corre o pasea al perro o simplemente deambula libremente. No parece que uno esté en la gran capital de edificios con empaque, anchas calles y mucho tráfico, como es la zona cercana a Trafalgar Square.





Más al norte está el canal con exclusas, de poca profundidad, por el que navegan barcazas planas para transportar materiales, o bien donde simplemente la gente vive y en las que se traslada cuando quiere cambiar de ubicación, como sucedía en Bath con quienes preferían el Avon para alojarse en el centro de la ciudad. Junto a él se sitúan una serie de restaurantes para gente joven. Elegimos el "Proud Arkivist", por aquello de la remembranza del MBAD. Mientras se esperan los platos uno puede ojear catálogos, revistas de fotografías y la programación de actividades. Hay que pedir comida italiana o española. Los británicos siguen teniendo una asignatura pendiente con la cocina. No se han dejado influir por los gustos y modos de quienes se han ido instalando. Siguen fieles al fish&chips, a las famosas alubias o a las verduras tristemente hervidas. Comer pues en Londres es, casi con toda seguridad, optar por lo foráneo. Y a fe que hay donde elegir, aunque sea difícil hacerlo por menos de 20€ "el plato" (masc. sing.) del día con una cerveza. 


Y ya de noche, con el frío en el rostro otra vez, Maite nos ha preparado una sorpresa. Cerca del London Eye, rutilante en sus lentos giros (20£ el capricho del ascenso), hay toda una serie de puestos de comida y bebida rápida y una especie de feria, no sé si de Navidad, en lo que se conoce como Southbank Center; y en él una carpa como de circo pero más pequeña. Se accede a ella a través de un amplio espacio que sirve de recepción y bar. Su interior tiene una estructura circular en torno a una pista que también lo es, no muy grande. Y a su alrededor sillas en círculo y luego, un poco más altos, los veladores, desde donde la gente puede ver el espectáculo y tomar la copa. El espectáculo se anuncia como Soirée Burlesque. Lo francés parece que sigue teniendo predicamento en la isla. Y cuando todo se ilumina y aparece el maestro de ceremonias (a un lado una muchacha negra explica todo con lenguaje de signos) me parece sumergirme en un viejo cabaré de entreguerras, aunque los números (equilibrismo, canciones, malabarismo, recitativos) están convenientemente remozados y siguen causando el asombro, la risa, la complicidad de los espectadores, como si no hubiera medios electrónicos donde todo esto se muestra. Lo que tiene el directo, sea teatro, música o cabaré, donde se puede interactuar con los espectadores y establecer complicidades.


La zona del Parlamento, al día siguiente, también soleado, es una locura de turistas, palos de autofotos, cámaras, policías, incluso soldados patrullando. Así que se impone alejarse del centro. Y lo hacemos a través de un Hyde Park luminoso, atravesado de turistas, pero también de gente que trabaja en las oficinas de la zona, que hacia las doce sale a comerse el sángüich al aire fresco y libre. Y no sólo ellos, las ardillas desvergonzadas y sabedoras de que les echarán de comer, se acercan incomprensiblemente a las personas y una vez obtenido su premio, se alejan ágilmente. Los parques ingleses, a diferencia de los tan racionalmente franceses, geométricos ellos, son como más salvajes, como si no se hubiera intervenido en su diseño, o se hubiera hecho de una manera aleatoria o más "natural". A pesar de estar bien entrado el otoño, tal vez por este cambio climático que parece que se nos viene encima, todavía queda alguna hoja en los árboles para que todo no esté tan desnudo. El suelo sí está cubierto de ocres, amarillos y rojos...



 


 


















En la zona de Kensington casi no hay restaurantes, pero encontramos uno iraquí, exotiquísimo, con hombres de negocios, familias, mujeres cubiertas que comen levantando subrepticiamente el velo (¡!) y donde se puede pedir humus, ensalada y cordero con arroz y salsa de azafrán y pasas. Alcohol no, claro. Un regalo, aunque no en el precio. Toda la zona que conduce hacia el oeste por debajo del Parque es absolutamente residencial y combina edificios de oficinas de alto standing con casas de estilo georgiano, de ladrillo rojo y portales con columnas neoclásicas blancas. Sigue siendo necesario llevar cuidado al cruzar las calles, a pesar de los letreros pintados en el suelo, "Look Right", por nuestra costumbre de hacerlo mirando en sentido contrario. Los taxis parecen haber abandonado definitivamente su aire funerario y ahora van pintados con anuncios o coloreados simplemente. Los autobuses, como las antiguas cabinas telefónicas, siguen fieles al rojo de siempre. Parece que llegamos tarde a nuestro objetivo, el Royal Albert Hall, por lo que habrá que volver mañana. Mientras tanto el paseo, a pesar del frío y la anochecida sigue siendo glorioso.





 

















En Londres hay una costumbre fantástica para los turistas que recorremos el resto de Europa: los museos estatales son gratis, aunque sólo abran hasta las seis de la tarde/noche. Así que no cuesta nada entrar en el Natural History Museum, aunque sea para poco tiempo. Y la sorpresa es mayúscula: en el amplio hall neorrománico se encuentra instalado el esqueleto de un diplodocus enorme, que parece sostenerse sobre los huesos perfectamente colocados, aunque lo haga sobre una estructura casi invisible. Y en una visita rápida antes de que cierren, uno vuelve a lamentar no haber vivido cerca de uno de estos centros del saber, donde tan fácilmente se puede aprender cualquier cosa sobre animales prehistóricos, o sobre la corteza terrestre y sus movimientos (hay un simulador de terremotos que te hace sentir los movimientos y el ruido de una forma muy cinematográfica), o sobre cualquier aspecto de la fauna y la flora del mundo, o sobre la evolución humana. Harían falta tardes enteras para ir dedicando separadamente el tiempo necesario a cada una de ellas, y poder leer las cartelas y toda la información que se ofrece junto a objetos, ilustraciones, imágenes de vídeo, y todo muy interactivo, lo que lo hace enormemente atractivo para la juvenalia. Nos llevan ventaja, eso está claro. No quiero ni pensar lo que serán los fondos documentales que se almacenarán en su interior, ni el sistema de gestión de los mismos.


A la salida, cuando nos dirigimos hacia el metro, camino de casa, vemos a cientos de personas en la misma dirección, como en una ordenada y silenciosa manifestación, que parecen integrantes de una enorme flash-mob. La mezcla no es sólo racial, sino de edades, culturas, aspectos, hipsters junto a gentlemen, bombines al lado de los gorros de lana que se han puesto de moda, pañuelos musulmanes, junto a bufandas de muchas vueltas. Son enormemente disciplinados y saben cómo tienen que ir para no molestar ni chocarse. Las ganas de llegar a casa son lo prioritario. Pueden fulminarte con la mirada si, en un pecado continental, optas por bajar las escaleras del metro por tu derecha. Pronto adivinas el error y has de cambiar para no sentirte aplastado. En el interior de los vagones hay mucha gente que lee, además de los que consultan febrilmente sus pantallitas. Nuestra jornada "laboral" ha sido de nueve horas, así que la llegada al confortable retiro de nuestra Maite resulta una recompensa. La hospitalidad de los amigos deviene en un premio frente a la frialdad de las habitaciones de hotel y la necesidad de tener que salir a cenar fuera. Como dice una amiga nuestra que está estudiando inglés: "House, sweet house". Y si el día siguiente amanece lluvioso, se impone ir completando "deberes". No conocíamos la Tate Britain, aunque sí fuimos a ver la Tate Modern. Ésta está situada junto al río. El edificio no parece desmesurado, así que auguramos una visita apacible. 





















La entrada tiene una claraboya espectacular con unas escaleras helicoidales que llevan de una planta a la otra. Predomina la pintura británica, claro, desde el Renacimiento hasta la actualidad en riguroso orden cronológico indicado en el suelo de cada sala. Resulta difícil perderse. Hay también escultura, salas de exposiciones temporales y una ampliación que me parece fastuosa en cuanto a concepción de espacios y formas de estar decoradas las paredes o elegidas y situadas las obras. Las visitas de los escolares con sus profesores se consideran aquí un clásico. Desde bien niños se les educa para que se comporten como deben y el profesorado puede ejercer sus tareas didácticas, cómodamente sentados los alumnos en el suelo. Da igual que sean criaturas o personas que viven la "primavera de su otoño". Éstas también van acompañadas en visitas guiadas y las sillas plegables les permiten atender a las explicaciones. 


  



















Y para el último día hemos dejado la British Library (de la que ya he dado cuenta en otra entrada), para lo que subimos por vez primera en un autobús urbano, más lento, pero más panorámico, hasta la estación de St. Pancras, que es de donde sale el tren de alta velocidad que pasa por el túnel bajo el canal y que deja en París en unas dos horas. Nuevamente sorprende la reorganización de espacios de la vieja estación decimonónica, perfectamente acondicionada para la llegada de los nuevos trenes, con restaurantes cálidos, centro comercial subterráneo y plataformas luminosas y amplísimas que nadie adivinaría tras la fachada de finales del XIX. Por supuesto la presencia de los trenes no es ostentosa, antes bien parecen intentar pasar desapercibidos, como si los hubieran ocultado en un juego de prestidigitación.






















Y nos quedan un par de cosas: el Royal Albert Hall, al que no pudimos entrar el día anterior y para el que hay una visita guiada por diez módicas libras. Somos cuatro. Y tenemos suerte, porque de haber sido en un día corriente, el recorrido por las diversas dependencias del regalo que la Reina Victoria hizo a su hijo el príncipe Alberto, hubiera resultado casi mortecino. La planta circular del edificio y su altura, más los aditamentos instalados en el techo para que el sonido rebote adecuadamente con la reverberación justa, hacen del lugar uno de los auditorios más solicitados del mundo, tanto para música clásica, con los famosos proms, como recitales de figuras del rock, Beatles incluidos. Pero por ser las fechas que son, a media tarde habrá un concierto participativo con centenares de criaturas que justamente están ensayando con la orquesta cuando entramos. La sonoridad es espectacular y lo que están preparando para más tarde, aún lo es más. A pesar de la la cerril prohibición de hacer fotografías, aunque sea sin flash, no me resisto a la tentación de dispara un par robadas, que naturalmente no salen bien, pero que no puedo dejar de poner aquí para que se perciba el ambiente interior. Están tocando "Pompa y circunstancia", de Eldgar. Nada me hubiera parecido más adecuado para nuestra vista.














Y aún sacamos fuerzas de flaqueza para echar una ojeada al Victoria&Albert, que queda un poco más abajo hacia el río, que tampoco habíamos visitado antes y que también está en periodo de rehabilitación. Supongo que acabará siendo tan espectacular como la de los museos berlineses. Éste sí es inabarcable por su tamaño y por el contenido de sus salas en diferentes plantas. Trotamos por sus espacios, que son amplísimos, de altos techos, y pasamos de la imaginería medieval (con tablas fruto de la rapiña de conventos del Pirineo catalán, v.gr.), a la de objetos suntuarios, cruzando por la de armaduras, o la de objetos de diseño producto de la Revolución Industrial, que tuvo aquí su cuna. Escultura, pintura... Inabarcable, ya digo. Habrá que volver. 






















Y como despedida de la ciudad y de nuestra querida y generosa Maite, entramos a cenar en un restaurante Thai, donde la gente comparte mesa y platos deliciosos en una costumbre que en España nos parecería poco menos que un atentado contra nuestra intimidad. Y como en tantos otros sitios de las dos ciudades que hemos visitado, la gente que atiende proviene de España. Estudiantes transterrados que necesitan perfeccionar el inglés o que simplemente no tienen más oportunidades laborales bajo el gobierno de Rajoy y les toca malvivir y ser vilmente explotados según la ley de la oferta y la demanda. La Sra. Thatcher hizo lo suyo antes de irse. El viaje en metro desde esta zona suroeste donde nos encontramos, hasta la casita que compartimos, es de una hora, pero el metro ya va casi vacío. Todo muy british.

José Manuel Mora. 

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