Nadie quiere la noche, de Isabel Coixet

 Noche perpetua

Al llegar de Madrid, donde me quedé con las ganas de ver El público, de Federico por una alteración de la programación (para los Karamázov en el CDN no teníamos fuerzas por sus casi tres horas), compruebo que la peli de la que voy a hablar se proyecta aquí también, así que tiene sentido mi comentario. A su directora la vengo sigiendo desde sus comienzos, pero sobre todo desde Mi vida sin mí (2003) y su extraordinaria La vida secreta de las palabras (2005), que tanto me conmovió y que se llevó un montón de premios Goya ese año, entre ellos el de mejor película. La última, comentada aquí, fue Aprendiendo a conducir (2014). La que me ocupa llega avalada por haber inaugurado la Berlinale de este año. Nadie quiere la noche, de Isabel Coixet. 


Esta mujer me parece que ha creado un personaje a partir de sí misma, tal vez debido a su timidez. Se esconde detrás del mismo, también de sus siempre llamativas gafas (debe de tener una buena colección), de su manera de estar ante una cámara, casi chaplinesca. Sin embargo se necesita mucho convencimiento en las propias capacidades para lanzarse a dirigir, un territorio copado por los varones; por no hablar de las dificultades para financiar un filme hoy en día, hacerlo en inglés y en los USA en alguna ocasión. Los guiones son suyos a veces y en otros casos los levanta otra persona (en éste se trata de M. Barros). En cualquier caso son proyectos muy personales, tanto en la forma en que trata los temas, como en la manera de filmarlos. Es una mujer que lo mismo despierta admiración que críticas furibundas. En este caso se trataba, a mi manera de ver, de un auténtico tour de force por las dificultades del rodaje y por la parte final de la peli y las exigencias de puesta en escena. 


La indicación, "basada en hechos reales", me suele poner los pelos de punta y un poco en guardia, pero la conquista del Polo Norte por R. Peary es un suceso lo suficientemente importante como para despertar interés, más si el hecho es contado a través de las páginas escritas por su esposa Josephine, que decide ir a esperarlo a su regreso, para compartir con él su éxito y se encuentra teniendo que superar un viaje descabellado y viéndose atrapada por la noche perpetua del polo, de la que es muy difícil escapar indemne. La primera parte da pie a la directora para retratar a una mujer de empuje, cabezota, valiente y a la vez un poco incosciente de los peligros que puede traer consigo la aventura. Varones acostumbrados a las inclemencias polares la advierten de los riesgos que correrá si se embarca en ese viaje en trineo. Pero nada parece detenerla. Su clase social y su economía parecen permitirle el "capricho". 


Sin embargo, una vez encerrada en la base última a la que llega y conforme el combustible y las provisiones van escaseando, la vemos cómo va transformándose. El vestuario se va degradando, como su situación, cada vez más precaria. Probablemente lo que le permite sobrevivir a la noche eterna es la compañía de una esquimal que, a pesar de sus limitaciones con el idioma se hace entender y con la que establece un vículo solidario frente a las dificultades con las que han de pelear. Hay un intercambio de saberes y poco a poco de afectos, a pesar del rechazo inicial, en medio de la limitación espacial del pequeño iglú donde se guarecen. Es cierto que el tiempo exterior, encerradas como están, es difícil de hacer ver que pasa, y la directora recurre a los carteles señalando el tiempo transcurrido. Aunque también lo es que en las estrecheces de todo tipo que van viviendo y en la comunicación cada vez más fluida entre ellas se muestra el paso de las semanas. Hay otro elemento conflictivo en esta relación que no conviene revelar, pero que añde dramatismo a la terrible situación.

 
No sé cuáles habrán sido las artes de seducción desplegadas por la Coixet para convencer a la Binoche, nada menos, para que participara en esta aventura. La francesa, además de su elegancia natural posee un registro drmático que conviene muy bien a la historia y que la hace estar muy convincente. Tal vez no le haya gustado tanto el papel de esposa sumisa y a la espera que ha tenido que incorporar. Seguramente su energía desafiante ante la naturaleza y el valor que debía mostrar la convencieron para hacerlo. Rinko Kikuchi, actriz japonesa con quien la directora catalana ya había trabajado (Mapa de los sonidos de Tokio, 2009), encarna a la esquimal, de miradas intensas, de dificultades expresivas y de generosidad primitiva, que logra interactuar plenamente con la "civilizada" y extraña señora. Las imágenes de espacios inmensos nevados (cortesía del fotógrafo J-C Larrieu) y de la música que las acompaña, de L. Vidal, acompañan perfectamente a la historia y la rodean del lirismo y el dramatismo necesarios en cada caso. Como sé de las valoraciones encontradas sobre la cinta, creo que merece la pena su visionado para formarse la propia opinión. Estamos ante una auténtica aventura helada.

José Manuel Mora.  








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