Burdeos y toda esa parte... y III

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La ida al aeropuerto de Gatwick resultó una especie de viaje alucinante en taxi, a las cuatro de la mañana, de una hora de duración (50£). Casi más que el vuelo breve hasta Burdeos, nuestro tercer destino. Al llegar desconocía la terminal. Siempre viajé aquí en tren (Bordeaux-St. Jean, Bordeaux-St. Jean, trois minutes d'arrêt). El autobús sin paradas intermedias nos dejaba en la estación, lugar por donde pasa la vía del nuevo tranvía, inexistente en mi época. Lo inauguraron hace diez años y parece que fue una de las grandes palancas de la transformación que ha experimentado la ciudad. Los andenes de la estación se hallan entre andamios y el vestíbulo ha experimentado un cambio importante. Todo tan cambiado que me cuesta reconocer la plaza a la que llegué con más miedo que hambre a los 22 años, dispuesto a hacerme cargo de un lectorado de español en la Facultad de Talence.


Los tranvías son silenciosos, aerodinámicos, cómodos y han mejorado mucho la comunicación del centro con los barrios (1'50€ por trayecto). Eso ha llevado a peatonalizar gran parte de las calles más céntricas y con eso llegó también el lavado de cara de la piedra calcárea de las fachadas, la restauración de edificios, la iluminación... Me resulta imposible tratar de recuperar aquel color grisáceo que lo cubría todo, que parecía producido por años y años de lluvias atlánticas interminables, inasumibles para un chico mediterráneo. El tranvía corre en paralelo al quai ribereño del Garona, que sigue fluyendo manso y amplio junto a la ciudad y bajo el enorme Pont de pierre. Una vez ubicados en un apartamentito minúsculo pero céntrico, junto a la Porte Caillhau,  nos acercamos a la Place de la Bourse, que luce remozada, elegante en su simetría semicircular que mira al río y a la ya famosa "lámina de agua" que han instalado frente a ella para que se refleje en el delgado líqido que cubre el cemento de la plataforma que la enfrenta. Cualquier esquina da fe del trabajo que han llevado a cabo. En esos edificios se ve el poderío de la otrora potentísima burguesía bordelesa, las más británica de toda Francia.




























Y en busca de dónde comer, aterrizamos en la Place du Parlement. No sé si la había recorrido antes; sí sé que no la recordaba. Y en ella media docena de restaurantes que se disputan con sus menúes (ya sé que suena raro, pero el plural de "zulú" es "zulúes") a los pocos turistas invernales. Elegimos el menos llamativo y que resulta el más íntimo en su interior: Chez Jean. Antes de subir al comedor de la primera planta hay un enorme botellero a modo de bodega decorativa y cálida. El dueño habla español, lo que me extraña (en mi época casi nadie lo hablaba, a pesar de estar la frontera a escasos 200 km.). No tiene mérito, nos dice; está casado con una de Orihuela. Es capaz de hablar con acento de la huerta incluso. Es evidente que el mundo se hace pequeño. La comida está exquisita (qué lejos quedan los británicos) y el precio es más que razonable. Y, aunque amenaza con chispear, seguimos paseando hacia la plaza del Gran Teatro, lugar donde escuché mis primeras óperas (como disfruté aquella versión granguiñolesca de Il barbiere di Sevilla, en una de las séances de las tres de la tarde, más baratas para estudiantes, pero con el mismo elenco de las pemières de los viernes a la tarde). Frente a su fachada, también pulcramente restaurada, luce una obra escultórica de J. Plensa, una de sus cabezas sólo aparentemente de dos dimensiones, aunque tengan las tres, en un estupendo trompe-l'oeil. Los tranvías se deslizan por aquí con su soberbia y silenciosa elegancia y apenas un leve tintineo de campana para anunciar su paso.Todo peatonalizado, salvo para las bicicletas, que parecen haber tomado la ciudad a velocidades peligrosas a veces, cosa que antes no sucedía.


























Los nombres van volviendo a mi cabeza: Cours de l'Intendence, el más señorial; Place Gambetta, con aquel jardín que me maravilló cuando dejaba caer sus flores rojas al suelo y lo alfombraba de manera gratuita y hermosa. La Rue Ste. Cthérine, hoy el "tontódromo" donde se albergan todas las firmas de moda, y que los uniformizan sin compasión, pero que en otro tiempo, sobre todo en su arranque, era una calle mestiza, donde musulmanes, portugueses y españoles compraban barato los productos que se sacaban a la calle, o comían en bistrots los platos de la nostalgia. Sigue habiendo mucha chilaba y mucho velo, pero la zona ha dejado de ser una parte degradada de la ciudad para convertirse en una zona de paseo. La recorremos hasta llegar a la catedral, que levanta sus dos agujas magníficamente perforadas, y que deja la torre campanerio exenta. Todo se va iluminando conforme la luz declina (noche cerrada a las 17:30), aunque aquí lo hace un poco más tarde que en las otras dos ciudades que hemos visitado. Incluso el interior gótico y oscuro que yo recordaba, con sus sillas unipersonales en lugar de los bancos a los que estaba acostumbrado, aparece sabiamente esclarecido por focos casi invisibles y hay algo de música gregoriana que suena de modo discreto.


























El Cours d'Alsace-Lorraine que baja hacia el río sí que se ha convertido en una zona colonizada por los magrebíes de segunda o tercera generación. Las barberías se suceden y compiten entre ellas. Me meto en una y escucho hablar francés y árabe indistintamente. Mi acento me delata y al preguntarme de dónde soy y decir mi origen, resulta que el peluquero tiene a su familia en Alicante y conoce la ciudad hasta con los nombres de las calles, en un español más que correcto. No pregunto qué hace tan lejos de casa. Iluminado, el quai brilla rutilante y espectacular. Frente a la Bolsa y la lámina de agua, en medio de un frío húmedo que cala, un grupo de unas cuarenta personas hace gimnasia comandado por alguien que parece saber lo que se trae entre manos. Tampoco esta fiebre aeróbica se usaba en mi época. Los más audaces llegaban a la Fac en bicicleta, y eso era todo. La plaza, que me recuerda un poco a la lisboeta frente al Tajo de O Comerço, no parece la misma.


La mañana del segundo día nos brinda un tibio sol, al estilo que se usa en estas latitudes y comenzamos nuestra jornada laboral. Vagamos sin demasiado rumbo, con ánimo de ir descubriendo rincones que nos sorprendan, como otra de las puertas de la antigua ciudad, la de La grosse cloche, nombre evidente a tenor de su campanario. Digo vagar, pero sigo dejándome llevar por el instinto de mi memoria, y de repente divisamos una fachada de cemento de la que sobresale un coche a punto de caer al asfalto. Más de cerca ya, vemos que se trata de un curioso aparcamiento. No puedo resistirme a la foto.


Y llegamos a la Place de la Victoire, desde donde salían los autobuses hacia Talence, que yo recordaba enorme y que ahora, casi por completo peatonalizada, me parece que ha reducido sus dimensiones. Delante de su arcada/puerta característica han levantado una columna retorcida sobre su eje, como un extraño obelisco. Hay incluso un pequeño mercadillo y, aunque es viernes, parece finde. Seguimos por el Cours de la Marne, una calle espaciosa, pero menos restaurada que el centro que vistamos ayer. Hay un mercado cubierto pero sin paredes laterales, absolutamente popular, donde nos permitimos el lujo de unas ostras con vino blanco en un pequeño velador. Y un poco más abajo un Lycée en un edificio poderoso que nos apetece visitar. Al ir a traspasar sus puertas hacia el enorme patio interior, una muchcaha nos advierte que no se puede pasar, está prohibido a todos aquellos que no sean alumnos. Se trata de programa de protección frente a posibles atentados. Lo de París está dejando huella en esta sociedad antaño confiada y que ahora se plantea, empujada por el miedo y la ultradereceha de la Le Pen, establecer dos categorías de franceses. Parece que la égalité de la triple consigna republicana se bate en retirada.


























En lo que seguramente fue zona más céntrica a finales de la Edad Media, hay dos iglesias que queremos visitar. La de Sainte Croix, potente construcción tardorrománica, casi una fortaleza, pero con un interior claramente gótico, que luce un espectacular órgano sobre la puerta de entrada, a modo de coro. Y callejeando por recorridos poco trabajdos por el turismo, absoluatamente populares, vamos llegando a la plaza donde se alza la impresionante aguja gótica de St. Michel, exenta, frente a la iglesia de su mismo nombre curiosamente sin ábside, que está cerrada. Lo llamativo de la torre es que se sustenta sobre enormes pilares que dejan vanos bajo la misma. Delante hay plantado un marché aux puces que seguramente tendrá más aceptación durante el sábado. Uno puede ver cualquier tipo de objeto expuesto sobre una mesita plegable, que pretende ser vendido, aunque con otros ojos uno podría pensar en desecharlo directamente. Pero si se muestra ahí es porque habrá posibles compradores. 


























Comemos de nuevo en Chez Jean, donde ya nos tratan como habitués, luego bajamos hasta llegar al río de nuevo. Hay que pasar por la inmensa explanada de Quinconces donde se alza una columna coronada de una victoire y algo que llama más la atención, otras dos que parecen servir de enormes faros para los barcos que llegaban hata aquí, a modo de indicación donde se podría almacenar la mercancía. Y en la enorme explanada, un mercado de muebles usados, muy abigarrado y con cosas realmente curiosas. Pero lo que buscamos es el Museo de Arte Contemporáneo, donde ya estuvimos casi recién inaugurado, y que se ubica en unos antiguos depósitos de almacenaje de mercancías fluviales. La restauración es cuidadosa y bastante respetuosa con la estructura original Tiene tal amplitud que permite exponer obras de gran envergadura; las salas complementarias del primer piso presentan colecciones temporales o temáticas.




























Y ya de noche nos vamos dirigiendo hacia el Gran Teatro. Hemos sacdo dos entradas (38€, la cultura siempre ha sido cara) para ver una ópera bufa titulada Les chevaliers de la Table Ronde. Entre el público que se agolpa a la entrada observo a la perenne haute bourgéoisie, como si se tratara de la misma de entonces: pieles para ellas, trajes bien cortados para ellos. Y al tiempo, dada la naturaleza de la obra, mucha gente joven, acompañada de sus profesoras. Una manera como otra de ir introduciendo a la juvenalia en el mundo de la música. Al entrar en la sala, me parece casi un teatro de bolsillo y eso que sí me recuerdo fascinado por la belleza y el lujo de su interior. Tanto tiempo después, he visitado otros y éste me parece más recoleto. Está lleno, naturalmente. La propuesta escénica está resuelta por completo en blanco y negro: decorados, figurines...La música, orquesta no muy amplia, dirigida por una mujer (times are changing, que dijo el otro) y los cantantes suenan clara y potentemente sin amplificación ninguna y parecen divertirse tanto como el público. Una pantalla superior va colocando el texto para mejor seguirlo. Pasamos un rato de lo más agradable.



























Al día siguiente, sábado luminoso por fin, el tram va lleno de magrebíes endomingados. La sociedad bordelesa es ya multirracial por completo y tendrán que aprender a vivir con ello. Hoy toca el Jardin Public, una de las grandes zonas verdes de la ciudad, aunque al ser otoño todo esté un poco mustio o cobrizo. No hay casi gente. La tranquilidad es absoluta. Y según dice el planito que llevamos, mi memoria no lo hubiera recordado, nos encontramos muy cerca del Palais Gallien, ruinas de un circo romano que parecen restauradas, aunque bien es verdad que no queda mucho del esplendor que seguramente tuvo. ¿De verdad todo esto estaba aquí hace cuarenta años? Y sin embargo esta parte de la ciudad sí responde a la imagen que yo guardaba en mi memoria, aquella que yo pateaba los domingos, completamente vacía porque sus moradores pasaban el finde à la campagne, y que a mí me llenaba de tristeza y nostalgia por los míos.



























Tras visitar la iglesia de St. Séurin, un románico sobrio del s. XI con cripta del siglo sexto nada menos, y que creo que nunca visté por quedar muy lejos de la rue du Tondu, donde yo vivía, la tarde la pasamos en el Musée des Beaux Arts, situado en el Cours d'Albret, otra de las calles guardadas en mi disco duro y donde incomprensiblemente tampoco había estado y eso que guarda pintura y escultura francesas desde el s. XVII al XX y hay algunas piezas magníficas. También aquí hay que abrirse el tabardo para mostrar que no llevamos bombas adosadas. A todo se acostumbra uno, véase si no los aeropuertos, pero no tiene triste gracia. Son dos alas y en la norte se encuentran las obras más modernas. Dejo sin embargo esta delicadeza de retrato.


























Es verdad que mi vida por aquella época era bsatante monacal. Hasta que no empecé a compartir aquel caserón del Tondu con Marc, Danielle, Marie Yvonne y Maguy, no empecé a socializarme algo, y eso que contaba con la inestimable compañía de mis compañeras lectoras, la argentina Beatriz y las mexicanas Reyna y Blanca. Y aquí viene otro de los motivos de nuestra visita a Burdigala, además del intento de recuperar todo aquello transformado, encontrarme con Maguy después de tantos años. Para ello hay que coger el TGV hasta Angoulême, donde ella nos espera para llevarnos hasta su hameau. Ella y José, su marido, viven en el campo, en una vieja granja que han transformado y acomodado a sus necesidades. El retiro nos viene de perlas para el descanso que necesitamos. El reencuentro con mi antigua amiga es gozoso, no parece que haya transcurrido todo ese tiempo. La voz, las preocupaciones, los ideales siguen siendo los mismos y la comunión es total.La estufa de leña, el pot au feu, la comida en la cocina, el que no haya wifi, el silencio entorno todo ayuda a la hibernación que se prepara. Las fotos del viejo álbum de bodas acaban por completar la madalena sepia y conmovedora. Como se preguntaba Azorín, ¿son esas nubes las mismas de entonces o son nuevas pero se parecen? 


El domingo por la tarde Maguy nos lleva a Angulema y visitamos un museo del papel instalaso en una fábrica con molino de agua junto a un riachuelo. Frente a él se levanta una escultura en bronce de Corto Maltés. En la ciudad se celebra uno de los más prestigiosos certámenes dedicados a la B.D. (Bande Desinée, todo lo apocopan estos franceses). Hoy sin embargo parece que haya corrido la noticia de una peligrosa peste. No hay nadie por sus calles, cosa que extraña incluso a nuestra amiga. La vuelta la hacemos parando en pueblitos encantadores.

Y la última parada, antes de concluir nuestro viaje será en Talence, en el viejo Institut d'Études Ibériques et Ibéroamericains, donde yo impartí clases durante dos años. El campus se ha ampliado enormemente y está tan transformado que me cuesta reconocerlo. Me hubiera perdido sin nuestras anfitrionas. La gran explanada delante del Anfi' resulta ahora más recoleta. Hay muchísimo estudiante que se aprovecha de estos fríos rayos de sol mientras comen un sángüich. No sé si el viejo Resto U. se utiliza menos. La vista guiada la conduce otra vieja compi de la Fac. Nuestra amiga Francette, que vive cerca y que ha seguido en contacto con el campus. Naturalmente sé que, si me pusiera a buscar, no encontraría aquí a ningunos de los profesores con los que compartí edificio. M. Salomon, M. Pérez y M. Chevalier, quien comenzó a dirigirme la tesis inconclusa sobre Cortázar hace tiempo que no están. Cuando entro en el pasillo al que dan las aulas, todo parece más destartalado, menos limpio que como yo lo recordaba. No sé si los recortes habrán llegado tambien hasta aquí.


La comida en casa de Francette resulta de gran camaradería y nos preguntamos por la gente que conocimos juntos. También aquí se mantiene una vieja y extraña fraternidad a pesar de todo el tiempo transcurrido. Y va siendo momento de despedirse, porque aunque nos llevan al aeropuerto, los embouteillages son frecuentes y no se trata de perder nuestro vuelo a Madrid. A pesar del frío y la lluvia, a pesar de lo extraño que pueda parecer hacer turismo en estas fechas, el viaje ha cubierto ampliamente nuestras espectativas y esta última visita ha supuesto un broche de oro en afectos y recuerdos. Gracias a Maite, a Maguy, a Francette, por haber guardado la fidelidad necesaria a quien hace tanto que dejó de estar en sus vidas, pero a lo que parece, no en sus corazones.  

José Manuel Mora.



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