Deutschland 83, de Anna y Joerg Winger

 Estertores de la Guerra Fría

Esta vez puedo decir que no ando muy desfasado, puesto que el estreno de la serie data del verano del año pasado. Incluso sé de aficionados a los que se la he nombrado y que aún la desconocían. Debo agradecer a mi amigo Carlos, seriéfilo insomne (si no, no entiendo cómo ve todo lo que me dice que ve) de la talla de mi compañera Carme, el que me pusiera sobre la pista de un producto atípico, en la medida en que se trata de una coproducción entre el canal de televisión AMC Sundance TV y la RTL. 


Que además se pasara en las cadenas de pago estadounidenses en su versión original alemana, subtitulada en inglés, es otra de sus rarezas. Deutschland 83. Se trata de una producción de un matrimonio formado por la novelista americana Anna Winger y su marido, el productor alemán Joerg Winger. En su primera temporada, única hasta ahora, está integrada por tan sólo ocho episodios, lo que permite verla casi de una sentada. Y el ritmo que la serie lleva, casi lo hace necesario.


Los capítulos están dirigidos por dos personas, E. Berger y Samira Radsi, que trabajaron sobre un guión de A. Winger y que lo hicieron alternativamente, en un modo de actuar que permitía que mientras uno preparaba su episodio, el otro lo estuviera filmando. Ambos rodaron en Berlín y escogieron un barrio de la antigua zona oriental para ubicar lo que allí sucedía, habiéndose procurado el necesario y correcto asesoramiento de expertos documentalistas e historiadores. Uno de los grandes aciertos de la serie es la fastuosa ambientación en 1983, tanto en lo relativo a localizaciones, como a vestuario y atrezo (los vijos Trabant) o la banda sonora con música de la época. Por no hablar de los magníficos títulos de crédito, o el hecho, hoy impensable, de que los personajes se pasen el tiempo fumando en espacios cerrados. Cosas de la Guerra Fría, que daba sus últimos coletazos en plena época de R. Reagan (USA) y Y. Andropov (URSS). Todo el juego de misiles apuntándose mutuamente hacia Oriente y Occidente al borde de la catástrofe nuclear, me traía a la mente al clásico de Kubrick con su ¿Teléfono, rojo? Volamos hacia Moscú. (1966). Como entonces, parecíamos estar en manos de un atajo de descerebrados más atentos a sus conveniencias de partido o de imagen pública que a la estricta realidad. Unos y otros parecían pensar con la filosofía de algunos periodistas: no dejes que la realidad te estropee un buen titular. Para ello es necesario en ocasiones manipular los datos que llegan de la otra parte para que nos puedan dar la razón. Se hace obligado, entonces como ahora, el espionaje y el pase de información: las escuchas, los encriptados, las microcámaras (qué tiempos en que los teléfonos eran fijos y había cabinas por la inexistencia de los móviles)...


A todo ello se une el que han sabido incorporan fragmentos de informativos o reportajes de época pata contextualizar los hechos que se nos cuentan. Quienes vamos teniendo una edad reconocemos a los que protagonizaron esa etapa en uno y otro lado. Y en medio y como siempre, la gente del común con sus problemas, sus miserias y su valor en ocasiones. Entre los jóvenes, los hay idealistas y desencantados, capaces de ser fieles a una causa o de traicionarla. Martin, un joven militar bien entrenado de la RDA, se ve compelido a pasar como espía a la RFA, cerca de la base de la OTAN, para recabar información que pueda servir para preparar el supuesto y esperado ataque nuclear, que justifique a su vez la represalia antes de que se produzca. Jonas Ray es un actor, para mí desconocido, que da muy bien el papel de asombrado ante la abundancia existente en el Oeste, o el primer reproductor de música con casete, que lo deja literalmente fascinado. Siendo capaz de cumplir con lo que su misión le exija, se verá también atormentado por el horror que sus propios jefes están dispuestos a asumir con tal de salirse con la suya. Su entrega y su inocencia irán transformándose en una profunda decepción con todo lo que fue su mundo antiguo, aunque en el nuevo tampoco le vayan a la zaga. El resto del elenco está impecable; algunos parecen sacados de La vida de los otros.


 Las tramas, bien trabadas, son múltiples y confluyentes. No es cuestión de comentarlas aquí todas, pero todo va conformando un paisaje desolador que fue el de mi generación hace bien poco. Mi viaje a Berlín hace un par de meses me ha permitido reconocer incluso alguna localización. El final, ambiguo a la par que abierto, provocó que me equivocara creyendo que había una segunda temporada. Parece que el éxito obtenido está haciendo pensar a los productores en su posible continuación.  Una buena ocasión para refrescar nuestra frágil memoria o para asomarse a una época para algunos lejana y que pudo dar al traste con todo. 

 José Manuel Mora.



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