Cuando deje de llover, de Andrew Bovell

 Una lástima

Tan solo media entrada y sin posibilidad de enmendar el entuerto, pues se trataba de función única. Una lástima, ya digo, porque estoy seguro de que el boca-oreja hubiera funcionado y en una segunda representación la cosa hubiera ido mejor. Yo entiendo que no cuesta lo mismo traer un bodevil con un par de contendientes en escena, que un montaje con nueve actores. Y lo que deseo es que la programación de otros espectáculos más "comerciales" siga permitiendo a Paco Sanguino continuar apostando por estas rarezas. Y mira que la obra venía avalada por tres premios Max 2015 (aunque no tengan el glamur de los Goya) a mejor interpretación, mejor dirección de escena y, sobre todo, a "mejor espectáculo", lo que suponía un plus. Pero he de reconocer que traer a un autor de las antípodas, permite casi colgar el cartel de "lo nunca visto". Al menos yo no había escuchado el nombre del dramaturgo australiano Andrew Bovell hasta ahora, ni sabía por consiguiente de la existencia de la obra, Cuando deje de llover (2008). Que se hubiera estrenado con gran éxito en Adelaida (?) habrá traído sin cuidado a muchos de los que hayan echado un vistazo al folleto que incluye la programación de lo que queda de temporada (por cierto, un gusto la elección de la cuatricromía mate, en vez del satinado habitual). 


El escritor (creo que se impone una breve semblanza del desconocido), nacido en 1962, escribe no sólo teatro, sino guiones fílmicos, como el que preparó para Lantana (2001), basado en una obra teatral suya, y televisivos. Ha sido sucesivamente premiado en su país y representado en los USA y también en U.K. Que en España vieniera de la mano del Teatro Español podía ser también un dato a tener en cuenta. Et pour tant... La obra arranca con todos los personajes, guarecidos bajo sus paraguas, combatiendo con una tormenta que parece no ser sólo física, a tenor de su deambular casi enloquecido por el escnario. Cuando la marcha acaba y queda un solo personaje, el onirismo se apodera de las tablas con la caída desde las nubes de un estupendo pez muerto que servirá de cena en una sociedad en la que la carencia parece dominarlo todo; una distopía de un próximo futuro. La puesta es sencilla, casi desnuda: dos sólidas mesas de madera, cuyo peso se contradice con la movilidad que les permiten sus ruedas, y una cocina escueta. Esos elementos irán cambiando de lugar para situarnos en diferentes espacios y tiempos, desde 1959 a 2039, y de Londres a Australia; abarca por tanto cuatro generaciones. Llueve continuamente, pero no habría que preocuparse, "con las inundaciones que está habiendo en Bangladesh", según se repite continuamente, como frase hecha. 


Y las escenas que se van desarrollando en cada ángulo del escenario se van disponiendo como las piezas de un puzle que tendremos que ir recomponiendo mentalmente conforme nos vayan llegando los datos de una familia que parece bastante desestructurada. Iremos sabiendo por qué. Y éste es uno de los aciertos de la escritura dramática de Bovell. Nos lleva y nos trae de un sitio a otro, de unos personajes a otros, de adultos, a cuando eran jóvenes, sin permitir que nos perdamos y con suficiente sabiduría teatral para que nuestro interés se vaya acrecentando hasta conocer las claves de tanto dolor, del abandono de un hijo por parte de un padre culpable, de la necesidad de perdón, para lo que sería necesario hablar ("hay tanto que decir que no se sabe por dónde empezar"), y de los silencios, que son espesos y recurrentes, lo que espoleará el afán de búsqueda por conocer las claves del pasado para mejor entender el futuro. Como decía Tolstoi, "todas las familias son felices de la misma manera, pero cuando se trata de desgracias, cada una lo es a su modo", sic. Y será difícil que el espectador que ya se ha adentrado en el conflicto no sienta que se habla también de él y de sus relaciones familiares, aunque no hayan sido tan traumáticas como las que aquí se presentan.


Se trata de un trabajo coral dirigido por Julián Fuentes (Zaragoza, 1978), que hizo un máster en Teatro Contempráneo en Perth, de donde le viene la relación con el continente austral. Y parece que sabe lo que hace, a tenor de lo empastado del trabajo actoral. Seguramente le habrá servido su experiencia en levantar una compañía a caballo entre dos continentes. Voy a destacar a un par de ellos, Jorge Muriel, que además de ser uno de los personajes protagonistas se encargó de la traducción del texto, muy cuidada, y a Felipe G. Vélez, con su terrible grito final; ambos premiados por su labor actoral. Es curioso ver cómo las mesas ensambladas se transforman en la famosa Ayers Rock, o bien en un coche conducido en medio de la noche, ayudadas por una sabia iluminación. 





Volviendo al principio; una pena que no haya podido ser disfrutada por más gente esta propuesta de buen teatro textual, tan bien puesto en escena. La gente aplaudió con ganas y las dos horas de la represntación se habían pasado en un suspiro, como suele suceder cuando el tatro es bueno. 

José Manuel Mora.





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