El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

 Un cásico

Decía Petrarca que no había mejor libro que el que llevaba a otros, al referenciarlos. Pues a mí, la exposición que fui a ver en Madrid, en la Casa del Libro, me ha supuesto algo similar. Todo lo expuesto allí sobre el escritor italiano, y en concreto sobre su obra más famosa y su traslado al cine, hicieron que me abalanzara a leerla. Y eso que siempre dije a mis alumnos que era preferible ver la versión fílmica de una novela tras haberla leído y no al contrario. Ello permite ejercer la libertad de imaginar personajes y ambientes. Al contrario, nos vemos constreñidos por lo que ya conocemos. Si en nuestro caso las imágenes venían firmadas por Luchino Visconti, mayor motivo para que fueran inolvidables. ¿Qué otro rostro podría tener D. Fabrizio que el imponente de Burt Lancaster? Del mismo modo Angelica y Tancredi tendrán para siempre la belleza y pícara mirada de Claudia Cardinale y Alain Delon. Naturalmente estoy hablando de LAMPEDUSA, GIUSEPPE TOMASI. El Gatopardo. Madrid: Alianza Editorial, 2013; con un prefacio y posfacio explicativos del sobrino del autor, G. Lanza Tomasi,  respecto a los avatares de la versión manuscrita de 1957 y una traducción más que notables de R. Potchar.


Giuseppe Tomasi di Lampedusa (Palermo 1896 - Roma 1957) pertenecía a la antigua nobleza siciliana y fue educado en su propia casa bajo la influencia de su madre, lo que tal vez fomentó su tendencia natural al aislamiento (¿no dicen eso de todos los isleños?). Hasta los quince años no empezó a asistir al instituto. Fue llamado a filas en la guerra del 14 y hecho prisionero por los austriacos. Escapó y a su regreso a Sicilia se fue especializando en literaturas extranjeras, leía con fluidez el francés y el inglés. Con 57 años comenzó a frecuentar un grupo de jóvenes interasados en la Literatura entre los que se encontraba Gioacchino Lanza, a quien acabaría adoptando, ya que él no había tenido hijos. A él dedicó, fruto de sus lecturas compulsivas, un curso particular de literatura francesa con comentarios sabrosísimos y acertados, que acabaría siendo editado en forma de libro, tras transcribirlo su ahijado: Conversaciones literarias. Comenzó a escribir su primera y única novela, la que nos ocupa, en 1954, con sesenta años y se demoró dos años en su redacción y sucesivas revisiones. No pudo llegar a verla editada por el rechazdo de los editores a los que se presentó. La sacó Feltrinelli en 1958 y en 1960 era ya un superventas en Italia con cincuenta ediciones. La consagración definitiva le llegó con el paso de la obra al cine de la mano de Visconti en 1963 (las fotos que se acompañan pertenecen a la exposición citada en la Casa del Libro de Madrid).

 





























Cuando el nombre de un escritor se convierte en adjetivo de uso cuasi común, véase "valleinclanesco", "kafkiano", el hecho indica que o bien su obra o alguna característica de la misma se ha asumido con unas connotaciones claras para los hablantes. Eso ha sucedido tanto con el término "lampedusiano", como con el de gatopardesco. A veces requiere de una circunstancia concreta que le dé todo el valor con el que queda acuñado. La Transición vivida en España tras la muerte "del que te dije" (Cortázar dixit), dio lugar a interminables discusiones respecto a si de verdad vivíamos un cambio histórico o, como anunció el susodicho, todo quedaba "atado y bien atado", con lo que los poderes fácticos del momento aceptaron hacerse el famoso hara-kiri en las Cortes franquistas con tal de mantener el control de los centros de poder económico (aún se sigue discutiendo). "Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie" (pág. 73), dice Tancredi, máximo exponente en el relato de la acomodación a las nuevas circunstancias que se vislumbran en la Italia de 1860, cuando se sitúa la acción, en el periodo pregaribaldino que traería la unificación de la península bajo la bandera tricolor y que supondría el ascenso de la burguesía al poder político  ("para abrirse paso en la política ahora que el nombre ya no contaría, haría falta mucho dinero", pág. 127) dejando marginada a la nobleza que lo había detentado con constantes guerras durante tantos siglos. El propio escritor, del que adjunto una foto en el último año de su vida en los jardines de su palacio, era una muestra viva de ese desplazamiento del que parece hablar el protagonista "Vivimos una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos" (pág. 88).


Sucede que la conciencia del proceso y de su propia situación hacían que  viviera todo con una distancia irónica que se pone de manifiesto en su escritura: "el Olimpo palermitano" pintado en el techo del palacio de los Salina es descrito con unos toques decadentes y bajo él "la cena se servía con un esplendor desportillado" (pág. 57), precioso oxímoron. Y ese desapego y esa distancia del escritor los trasmite al protagonista, D. Fabrizio: "Lo único que hacía era contemplar la ruina de su clase y de su patrimonio sin emprender actividad alguna" (pág. 48). Una clase social a la que "a lo largo de los siglos la riqueza se había convertido en ornamento, en lujo, en placeres; sólo eso [...] había ido depositando en el fondo de las cubas las heces de la codicia" (pág. 76).  La edad del príncipe es crítica: a sus 45 años, era un hombre en el principio de su declive físico para su tiempo, de modo que la decadencia externa e interna van parejas. "Pero el jardín, comprimido y macerado entre sus límites, despedía fragancias untuosas, carnales y lévemente pútridas como los líquidos armáticos que destilan las reliquias de ciertas santas" (pág. 49). Esa maestría en la descripción vale para los paisajes de la isla: los diurnos, "Y el mar de Palermo, compacto, oleoso, inerte, se extendía ante él, inverosímilmente inmóvil y aplastado como un perro que se esforzara en volverse invisible a las amenazas del amo" (pág. 361) y los nocturnos "El cielo estaba despejado: las nubes que habían asomado al atardecer se habían ido quién sabe adónde, hacia pueblos menos culpables para los que la cólera divina había decretado condenas no tan severas. Las estrellas se veían turbias y sus rayos atravesaban con dificultad la mortaja de aire caliente (pág. 145); para las ciudades por las que discurre la acción "el bajo continuo de los conventos [...] paquidérmicos, negros como la pez, sumergidos en un sueño que era como el abismo de la nada" (pág. 66); los jardines antaño suntuosos y hoy casi abandonados: "Una enorme buganvillia -cuyas cascadas de seda episcopal se derramaban por encima de la verja- confería en la oscuridad una apariencia de esplendor" (pág. 62), dan muestra de la maestría en el uso de los adjetivos precisos, de las metáforas más expresivas; por no hablar de los retratos de los personajes, en los que muestra su simpatía o antipatía por cada uno: "la tez rosada, la pelambre color de miel" (pág. 46) del Príncipe; "aquel montoncito de astucia" (pág. 211), para referirse a D. Galogero, símbolo de la clase en ascenso; o las de Tancredi y Angelica ("esa bella ánfora repleta de monedas" (pág. 330), protagonistas de la historia de amor, uno de los subtemas del libro: "El amor. Claro, el amor. Un año de de ardor y llamas, y luego treinta de cenizas" (pág. 128). Además de esta valoración de quien está de vuelta de esos fuegos, se añade la del propio Tancredi: "Se dejaba arrastrar por el estímulo físico que aquella hembra bellísima ofrecía a su ardor juvenil, y también por la excitación contable -por llamarla así- que la muchcacha rica provocaba en su cerebro de hombre ambicioso y pobre" (pág. 142).


Y junto a todo lo anterior, el declive vital del Príncipe se suma a los antes citados de clase, de familia, que se pone de manifiesto ante la hermosura de Angelica ("llegó a las seis de la tarde, vestida de blanco y rosa ; sobre las suaves trenzas negras derramaba su sombra una pamela aún estival", pág. 220), que él ya asume como inalcanzable, pero que ella le regala en forma de vals. Tal vez por la coincidencia de edad entre D. Fabrizio y Visconti, éste dedica la secuencia más hermosa de su película al baile entre los dos, en el que la belleza de Cardinale reta a los últimos coletazos de la virilidad del personaje de Lancaster, maravillosamente interpretados ambos. El director supo trasladar con precisión exquisita el capítulo que el escritor dedica a la fiesta con toda la suntuosidad del decorado, el vestuario, la música y los personajes que acompañan a los dos bailarines principales. Cualquiera que la haya visto no podrá olvidarla.


El marco histórico que acoge estas vidas es el momento de crisis de una época que supuso la aparición de Garibaldi (va de 1860 a 1910). Y esto también está magistralmente narrado por el siciliano. Es el momento en que la Italia actual se abre paso entre el conjunto de naciones europeas, y lo hace, según Lampedusa mediante un plebiscito tramposo, amañado por los futuros detentadores del poder: "Aquella noche sombría [la del plebiscito] Italia había nacido en Donnafugata" (pág. 183). Toda la historia está contada desde una perspectiva omnisciente, en tercera persona. En pocas ocasiones el autor se hace presente "sin poder expresarla en palabras, como acaba de intentarse aquí" (pág. 218). Incluso se permite hacer alguna referencia fuera de contexto, que se convierte en un guiño para el lector actual: "Con aquel felicísimo gag escénico, tan eficaz como el cochecito de Eisenstein" (pág 220). Hay un dominio narrativo apabullante. La opinión del escritor queda de manifiesto a través de la adjetivación precisa, de los comentarios generalmente irónicos de lo que sucede, o bien gracias a la perspectiva que le dan los cien años pasados desde lo sucedido, cuando él ya conoce el resultado de los acontecimientos. Y en ocasiones resultan de una tremenda actualidad incluso hoy en día: "[Tancredi] militaba en la muy rentable franja del estupendo trampolín" (pág. 430)
Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto con el hecho de adentrarme en una historia y dejarme llevar de la mano y la palabra del escritor. Es cierto que en muchos momentos la lectura venía acompañada por las imágenes del filme, pero éstas eran tan magníficas que no suponían desdoro a lo redactado. Creo que se dio una simbiosis perfecta entre escritor y director. Entiendo que ambas obras hayan quedado como hitos para los italianos y para quienes quieran acercarse al declive de toda una época, a la vez que surgía un tiempo nuevo.

José Manuel Mora.



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