Paris-Austerlitz, de Rafael Chirbes

 La destrucción o el amor

Cada vez es más frecuente que, cuando un escritor muere, su viuda, su editor/amigo, su depositario, acabe por "encontrar" entre sus papeles, algún texto inédito, un trabajo inconcluso, unas notas o una correspondencia "apasionantes" que es necesario publicar para aprovechar el "tirón" mediático que la muerte comporta. Ha pasado en otros países y pasa en el nuestro. Sucede sin embargo que los especialistas, o bien otra rama familiar, se preguntan si hubiera sido deseo real del autor que esas páginas vieran la luz, o no sería preferible dejarlas dormir en el cajón donde la muerte las olvidó sin terminar para siempre. Algo de eso hay en el libro que voy a comentar, que aparece una vez muerto el escritor de Tabernes de la Valldigna (1949-2015). Empieza a inquietarme que se muera gente más joven que yo. Además yo a éste lo conocí en un coloquio sobre su obra que tuvo lugar en el ADDA de Alicante sobre Literatura Contempránea. CHIRBES, RAFAEL. Paris-Austerlitz. Barcelona: Anagrama, 2016. Se trata pues de una auténtica "novedad" editorial.


No es esa la razón de haberlo elegido para mi lista de lecturas, lo novedoso del libro, digo, sino el hecho de ser un escritor al que admiro mucho, que me ha hecho disfrutar y emocionarme, y del que ya esta lista de reseñas incluidas en la etiqueta "libros recomendados" alberga cinco obras suyas anteriores, aunque es cierto que lo empecé a leer tarde, de la mano de mi amiga Isabel, allá por 2011. Dice la contracubierta que Chirbes la dio por terminada en mayo de 2015, de hecho la edición concluye con una ubicación espacio-temporal (Valverde de Burguillos, octubre de 1966 -Beniarbeig, mayo 2015) que parece atestiguarlo. Según él mismo contaba en el coloquio al que asistí, era un escritor muy puntilloso, solía dar muchas vueltas a lo que escribía. Sin embargo aquí parece que se pasó de frenada. Veinte años para escibir 152 páginas parece indicar que o bien no acababa de gustarle lo que estaba produciendo, o bien no se atrevía a publicarlo y durmió en el cajón hasta que por fin vio la luz. No sé si en esto último puede tener algo que ver la temática de la obra: la relación amorosa entre dos hombres, asunto que ya había aparecido de manera colateral en títulos y personajes suyos anteriores, aunque no como eje central.


Para quienes no conozcan París, el título hace referencia a una de las estaciones de tren que hay en la ciudad, la Gare d'Austerlitz, a la que llegan los procedentes del sur, en este caso de España. Seguramente el autor debió de vivir en la ciudad, o al menos da muestras de conocerla bien, sus barrios, su parques, sus líneas de metro... Espléndida descripción: "El aire, la piedra, el cauce del Sena, nebuloso pastis disuelto en agua, el color de la ciudad de París durante semanas enteras, las fachadas gris perla, el gris de la neblina que se prolonga y envuelve el de muelles y puentes, monocromo, húmedo y obsesivo, hasta que, de pronto, el aire se fragmenta en infinidad de partículas, y los copos de nieve componen un cuadro puntillista" (pág. 109). Y en todo ese entramado es donde dos hombres muy distintos, por su edad, por su procedencia, por su nivel económico y cultural, por su ideología, se encuentran y se enamoran: Michel y el que escribe esta especie de memento de una relación que hace tiempo ha tocado a su fin, en realidad una autoconfesión ("Mi vida -la que callo, la que no cuento porque no puedo contar", pág. 126), puesto que el posible destinatario, Michel, internado en un hospital a causa de "la plaga", "el mal", como manera de no nombrar el nuevo mal du siècle de los años ochenta ("Se habla de inscribir a los enfermos en ciertos ficheros", pág. 16), el sida, ya no puede escucharlo. Estamos en los tiempos de Mitterand, los ahora míticos ochenta, aquí desmitificados a conciencia.


Es en este París insolidario y duro ("Paris c'est comme ça, chacun pour soi", pág. 15) en el que florece el amor que, una vez perdido, se ve como trampantojo, como "trampa mortal" (pág. 28), aunque se haya pasado por los "prodigios de la primera etapa del amor" (pág. 76). Por eso he utilizado el título del poemario de V. Aleixandre, para subtitular la entrada, en el que la "o" que separa los dos términos no es disyuntiva, sino de igualdad. "Vivimos meses en estado de exaltación, una ebriedad en la que el alcohol y sexo formaban una madeja que no había manera de desenredar, bebíamos para desearnos más y nos deseábamos  más porque bebíamos" (pág. 52). Hay mucha sordidez en esa relación, como la que recuerdo en las películas de Fassbinder, que filmó en 1982 Querelle, con el mismo grado de apasionamiento y desvergüenza, de cutrez y de poesía que la usada por el de Beniarbeig, y por el autor de la novela que dio pie al filme, J. Genet, escritor maldito donde los haya. Por no hablar del aire que se respira en Pandémica y celeste, (1966), de Gil de BiedmaPara saber de amor es necesario, / haber estado solo, / haber hecho el amor en cuatrocientas noches, con cuatrocientos cuerpos diferentes. Creo que son múltiples los referentes que le han podido venir a la cabeza para narrar esta historia triste, a pesar de la exaltación inicial del proceso amoroso: "el contraste entre lo gozoso y lo complicado que ha habido en nuestra relación, lo violento y lo tierno" (pág. 30). Porque cuando llega el final, mientras la relación da sus últimos coletazos, los dos "devorándonos cada vez con menos apetito" (pág. 20), se enzarzan en una ceremonia de canibalismo mútuo que se daba desde el principio: "El chico bien vestido que acompaña al obrero borracho Michel. Que se folla al borracho Miche" (pág.11). Sin compasión desde el principio.


El agobio de la relación se trasmite al ambiente que envuelve a los personajes; y el autor lo hace de forma escueta, sin recrearse demsiado: "Ventana única en húmedo patio interior y retrete común en el descansillo"; aunque en otras ocasiones use metáforas por aposición casi expresionistas: "podía ver -sombra negra, ojo cegado- la ventana de su habitación" (pág. 15). A veces es suficiente la enumeración nominal: "Domingo de febrero, luz mortecina, monocromo gris perla parisino" (pág. 56). Es como estar viendo una peli en B/N de los años cincuenta a las que los personajes son aficionados. En otros casos son ráfagas de O. Dix, como cuando dice mordazmente: "Vestida de Dior y maquillada de Chanel (o al revés)", pág. 14. En el depurado estilo que suele usar Chirbes, se cuelan constantemente expresiones en francés, escritas en cursiva, como suele suceder en gente que lleva mucho tiempo de contacto con otra lengua por haber vivido en el país. Maneja con soltura el estilo directo que prescinde de comillas o guiones para ser incluido en el texto: "Respondían a sus imprecaciones con bromas y frases de doble sentido, qué te pasa, Michel, ¿necesitas un puntazo esta noche?" (pág. 12).


La orfandad afectiva de ambos personajes viene de atrás: el joven pertenece a una burguesía madrileña para la que el decoro es algo fundamental, y por lo tanto no puede tolerar la homosexualidad del hijo, aunque se tenga delante de las narices. El origen familiar de Michel es todavía peor: abandono por parte del padre, acercamiento de la madre a alguien que le caliente la cama, de la que el hijo herederá la necesidad de mendigar "una caricia, del cariño o el consuelo buscado de cualquier manera" (pág. 32); alguien que lo trata con dureza y del que habrá que huir. No hay piedad en el retrato que Chirbes hace de sus personajes, ni en el tipo de relación que mantienen. Sin embargo su desvalimiento nos los hace próximos: mon semblable, mon frère. Nos deja un testamento desolador. No era la alegría de la huerta, por encima de su aprente misantropía,  su bonhomía se dejaba traslucir en sus comentarios. Le encantaba cocinar, antes de que esto se pusiera de moda, mantuvo su postura política, crítica incluso con la izquierda a la que pertenecía, era un excelente crítico literiario, a fuer de buen lector, y era capaz además de mirar a sus personajes como seres humanos. Requiescat.

José Manuel Mora.


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